martes, 20 de diciembre de 2016

Navidad

Recostado en un rincón del estacionamiento de automóviles, un ajado y macilento pino esperó en vano que alguien lo transformara en un símbolo de la Navidad.

Su corta vida transcurrió en un hermoso bosque donde junto a miles de sus hermanos compartía el sol y la vida, una mañana de diciembre cuando aún lo cubría el rocío matutino, un campesino lo taló de un certero hachazo. Creyó que su muerte física era justa y renacería transformándose en el alma de una pascua y a su sombra se cobijaría el pesebre con el hijo de Dios, rodeado del amor de sus padres, de humildes pastores, de los tres reyes magos de oriente y múltiples y bellos animales, pero simplemente se quedó allí, en ese oscuro rincón, alguien lo dejó olvidado y no se acordó más de él, seguramente otro más bello, de ramas más espesas o de un verde más brillante lo reemplazó.

Ese pino no tuvo la fortuna de escuchar las risas alegres de los niños abriendo sus soñados regalos, no parpadearon en el luces multicolores, no sintió el peso de campanas ni bellos adornos y la estrella luminosa que guió a los reyes magos nunca subió hasta su cima, su final, al parecer, como el de tantos otros, había sido una vez más en vano.

Trascurrieron los días y su delgado tronco se secó, se enmohecieron sus púas y comenzaron lentamente a tapizar el suelo de un color pardo triste, cuando su presencia se hizo  molesta, fue arrojado al interior de un vetusto camión basurero. Como compañero de ruta en ese último y zarandeado viaje, se encontró con otros pinos que si se llenaron de luces para la Navidad, algunos venían de casas pobres, los delataban las motas de algodón entre sus ramajes, otros más esbeltos, con algún resto de relucientes guirnaldas denotaban, a las claras que habían alegrado grandes casas.

Por un momento los envidió a todos y renegó de su pobre destino, más abruptamente el viaje llegó a su fin y fue lanzado junto a ellos entremezclados con plásticos, tarros, papeles y basuras al contaminado suelo.

A pesar de todo, no perdió la fe y siguió creyendo que ahí, en ese lugar de suciedad y polución, donde los pobres y desheredados del destino escarban las sobras de un mundo frenético, cumpliría su misión.

Esta, al fin llegó de una manera muy distinta, un envejecido y encorvado mendigo con sus encallecidas manos, apartó la basura y entre todos los despojos de pinos lo escogió a el, lo llevó hasta el alero de una helada alcantarilla, la cual como único adorno tenía una vieja bolsa con el color de la miseria, cubierta de parches y remiendos en la cual estaban todas las posesiones del desventurado, hacía frío y era entrada la tarde, con esfuerzo rompió el arbolillo en tres partes y suavemente, como con reverencia, lo depositó en un fogón, compuesto de cuatro chamuscada  piedras, sopló con dificultad las brasas del rescoldo, avivándose el fuego al arder las resecas ramas, el anciano se acomodó, sentándose en su raído saco y su helado y famélico cuerpo recibió el calor que generó ese humilde pino al ser consumido por las llamas.

¡Que destino tan cambiante!, ¡Que ironías de la vida!, el que tanto soñó con ese mundo de alegrías y risas y solo se quedó en los sueños, ya que nunca cobijó un pesebre hermoso, tampoco se adornó de brillantes luces ni escuchó las risas infantiles de los pequeños, su destino fue absolutamente distinto, impensado y con toda seguridad la grandeza de su sacrificio fue más allá que la de sus hermanos, correspondiéndole calentar el alma de un desventurado, mucho, pero mucho más parecido al cristo doloroso de la cruz, que al dulce niño de Belén.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Para Eduardo (1937-2005). Escrito en abril de 2015

Las palabras que cubrirán estas blancas hojas de papel, tienen por finalidad rendir un sentido homenaje póstumo, a quien fuera en la juventud, uno de mis mejores amigos y gran compañero de colegio, realmente no se cómo empezar, por que son tantos los recuerdos acumulados en ese hermoso período de la vida, que se me hace difícil poder detallarlos todos.

Comenzaré haciendo un recuento de la forma como le conocí: hice mis tres primeras Humanidades en el Liceo Coeducacional Nocturno de Collipulli, entre los años 1951-53, posteriormente mi papá me matriculó en cuarto, como alumno interno en el Instituto Victoria de la ciudad homónima, distante unos treinta y tres kilómetros al sur de Collipulli.

Llegué a ese curso con tres compañeros collipullanos y más los victorienses llegamos a catorce alumnos, que compartiríamos alegremente el año 1954, ahí tuve en suerte conocer a Eduardo, al siguiente año, en quinto ya fuimos siete y finalmente en 1956, solo cinco llegamos al último curso de Humanidades, éramos jóvenes en la flor de la vida, con mil afanes y sueños para el futuro, ellos fueron: René Acosta Carvallo (El Treile), Nelson Zagal Campos (El Chato), Amador Herrera (El Huaso), Eduardo Reuse Crettón (El Conejo) y el suscrito (alias El Gringo). A lo largo de esos años, fui amigo de todos y vivimos una gran camaradería, tuvimos excelentes maestros formadores, puedo destacar entre ellos sin desmerecer a nadie, a Don Carlitos Carriel, conocedor y amante como nadie de la literatura castellana, Don Juan Rhodes, hombre múltiple que se paseaba por la química y la física, además organizaba los coros y dirigía con gran acierto la banda instrumental que poseía el Instituto, los Padres Mercedarios: Laureano Muñoz, Sanhueza, Hidalgo, Ibáñez, Núñez, el hermano Avello y tantos otros que me perdonen por no mencionarlos.

Desde el primer momento trabé amistad con Eduardo, la cual se cimentó con el tiempo, a él le gustaba la caza y la pesca, que también eran mis aficiones favoritas. A poco andar. Me invitó un fin de semana a su casa, que estaba ubicada en el Fundo El Granero, de propiedad de sus padres Don Enrique y Doña Alicia, descendientes de esforzados colonos Suizo-Franceses que llegaron a la zona a finales del siglo XIX, ahí también conocí a sus hermanos mayores Ricardo e Irma, el primero había dejado sus estudios para ayudar a su padre en las pesadas labores del campo, ella era una rubia crespita de ojos brillantes con una naricilla respingona, muy alegre y hermosa por decir lo menos y que por ese entonces estudiaba en el Colegio Santa Cruz, también estaba el personal que laboraba en ese predio agrícola, entre quienes recuerdo a Don Zacarías, un personaje bajito de largos mostachos amarillentos con un gran corazón y una hermosa familia compuesta por su esposa Doña Victoria y su hija Blanca muy alegre y trabajadora, todas personas de alma grande, cariñosas y afectuosas, de tal manera que cada vez que iba a ese hermoso lugar, me sentía como en mi propia casa.

En los tres años que duró ese segundo ciclo de humanidades, nuestra amistad se consolidó, compartimos nuestros sueños, fue un período lindo con innumerables anécdotas y recuerdos, son de esas etapas de la vida que te marcan, teníamos el mundo por delante, todo era risas y tallas.

Muchos veces salimos a cazar dentro del predio, con un gran lote de perros, que siempre estaban esperando ansiosos, para perseguir, ladrando desaforadamente, a cuanto bicho saliera corriendo o volando, estas jornadas se transformaban en paseos llenos de alegría. 

Para matar el hambre, llevábamos tiras de longanizas secas, botellas de chicha de manzana y tortillas, todo hecho en casa. Las conversaciones sentados en viejos troncos de pellines, giraban en torno a las hermosas chicas que nos gustaban, de las primas que vivían en los alrededores, de los disparos apuntados o errados, de los amigos lejanos y de nuestros sueños, todo esto mientras masticábamos los duros pero sabrosos embutidos y bebíamos largos sorbos de la espumante sidra. Mirado desde hoy, en que los años han hecho sus estragos, creo que la vida era simple y bella, dibujábamos el mundo con nuestros lápices de la juventud, todo de colores brillantes y transparentes, éramos sin dobleces, no usábamos la mentira  ni el engaño, fueron malas cosas que en el devenir del tiempo nos contaminaron, pero ahí, a la sombra de esos robles centenarios rodeados de quilas y maquis y los perros saltando como locos, todo era alegría y risas.

En la época que lo conocí, lo apodaban El Conejo Reuse, debido a que tenía una bonita sonrisa y cada vez que reía, mostraba dos blancas y largas piezas dentales, muy bien delineadas, que lo hicieron acreedor de este apodo y que a el para nada le incomodaba, tenía la cara alargada, gran estatura, caminaba con soltura, reía mucho y compartía todo.

Con el correr del tiempo, su vida se deslizó por una pendiente escabrosa, cuando terminó las Humanidades, viajó muy entusiasmado a Santiago, para estudiar mecánica y trabajar en lo que más le gustaba, los fierros. Durante su estadía en la capital, le fue muy bien en los estudios y en la reparación de automóviles y todo tipo de vehículos, pero desgraciadamente tuvo problemas de faldas que lo marcaron. Después de diez años volvió a su ciudad natal, con muchos conocimientos mecánicos pero también con penas en el corazón.

Instaló un taller mecánico en el campo de su papá y a lo largo de los años que siguieron, reparó con habilidad todo tipo de maquinaria, era muy bueno en lo que hacía, por tal razón nunca le faltaba la pega, pero también en ese extenso período, debido a la soledad y a que nunca se casó ni tuvo una relación estable, de a poco se habituó a las bebidas alcohólicas y en forma lamentable, las penas acumuladas y las francachelas en chincheles y cantinas de mala muerte, donde alcoholizados, vagos y bolseros, sin gastar un peso, tomaban a la par con mi amigo, inexorablemente lo empujaron hacia el abismo.

En el año 2003 ya jubilado del Banco del Estado, viajé al fundo El Granero, para visitar a mis recordados amigos, Ricardo seguía igual, un hombre bueno de adentro, alegre, cariñoso y que por esos tiempos ya tenía conformada una linda familia, compuesta por esposa e hija, incluso tengo fotografías de ese encuentro memorable, el Conejo no estaba bien, la vida disipada había hecho estragos en su cuerpo, pero su alegría, su risa y su espíritu se mantenían igual que cuando lo conocí en el colegio, hablamos latamente de mil cosas, recordamos el pasado hermoso, traté de darle algunos consejos, pero al parecer, a esas alturas, de nada sirvieron.

En el 2006, cuando se cumplían, exactamente cincuenta años de nuestro egreso de sexto de Humanidades, llamé por teléfono a Ricardo, para preguntarle por la familia y especialmente por mi amigo El Conejo, con voz dolida y temblorosa me señaló que el año anterior, se había suicidado disparándose con una vieja escopeta que había reparado específicamente para ese fin. Me contó que antes que esto sucediera, estaba muy deprimido por todo lo malo que le había pasado en la vida, me indicó que el y los familiares hicieron grandes esfuerzos para sacarlo de esa pesadilla, de ese hoyo profundo en que había caído, pero fue inútil, no se pudo.

Yo, a raíz de este trágico acontecimiento, me cuestioné el no haber hecho algo por mi amigo, pienso que debí haber viajado a visitarlo y hablado con el, nunca voy a saber si eso habría servido de ayuda para salvarlo, por otro lado, aunque no es justificación, en ningún momento tuve claro que estuviera tan mal como para ir a darle una mano.

Los años han corrido sin tregua y esos imborrables recuerdos de la primavera de la vida, vuelven a mi mente una y otra vez, así ellos tienen a cada instante más valor y de ninguna manera esa tardía tragedia que me partió el alma y ensombreció el atardecer de mis tiempos, puede cambiar ese pasado luminoso que compartí con mi querido amigo Eduardo.

Todos estos hechos y vivencias se han quedado en mi corazón, seguirán conmigo hasta el final, me arrepiento de cosas que hice y también de otras que no hice, pero ya no tienen vuelta, el pasado está sellado, solo puedo recordarlo y reconocer que puesto en la balanza de la  vida, lo vivido y hecho en esa etapa joven, fue como haber caminado un instante por el jardín del Edén.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Natri

El nombre de una bebida medicinal tan amarga y efectiva contra la fiebre que encabeza esta historia, también corresponde al de un pequeño lago ubicado en la mítica isla de Chiloé y es probable que entre sus cuentos de aparecidos y fantasmas, se señale que por las noches de invierno oscuras y tempestuosas salgan volando de el traucos y caleuches, pero también en sus frías y oscuras aguas se esconden grandes cantidades de hermosos peces y con mi grupo "Los Magníficos" fuimos a tratar de capturar algunos a finales del mes de noviembre del año 2002.

Este equipo de aventureros pescadores se formó a comienzos del año 1980 y partió integrado por funcionarios activos del Banco del Estado de Chile que laborábamos en Santiago, a través del tiempo hemos realizado innumerables y recordadas expediciones de pesca a ríos, lagos, lagunas y cualquier espacio que tuviera un poco de agua, ha transcurrido el tiempo inexorablemente, ahora estamos todos pensionados y treinta años más viejos, algunos ya se han ido para siempre, pero el espíritu y las ganas nunca se nos acaban. 


En esa oportunidad arrenamos un par de cabañas a orillas de ese hermoso lago, donde llegamos doce participantes, todos encabezados por Don Vini (Américo Vinicio Aguayo Vicencio), un gran personaje y uno de los mejores hombres que me ha tocado en suerte conocer, asistieron además en esa oportunidad: Augusto Julio, Raúl Núñez, Roberto Urrutia, Marcelo Navarrete, Vicente Pantuci, Manuel Segovia, Eugenio Arriagada, Paolo Moneti, José Muñoz, Johnny Stone y el suscrito.

Durante el transcurso de nuestra estadía en ese bello lugar, aconteció un hecho que muy de tarde en tarde ocurre y es que un pescador avezado, se transforme en pescado y fue lo que desafortunadamente le ocurrió a Roberto, mientras con  mucho entusiasmo pescaba cerca de unas jaulas de la piscicultura, al efectuar una maniobra de lanzamiento, se ensartó un anzuelo en el dedo gordo de la mano izquierda, este le penetró profundamente y no se lo pudo retirar, por lo que hasta ahí llegó ese día de pesca, su compañero hizo andar el motor del bote y rápidamente salieron a la playa, desde ahí posteriormente fue trasladado en camioneta hasta el hospital de Castro, lugar donde después de una difícil intervención quirúrgica le retiraron este acerado elemento. Como recuerdo le quedó una cicatriz, que con el tiempo seguramente casi se le habrá borrado, pero lo que nunca se va a ir de su mente, es el recuerdo de la rapidez y diligencia con que el grupo, en su totalidad, se movilizó para sacarlo con bien de este doloroso trance.

Estuvimos instalados ahí pescando alrededor de una semana y nos fue bastante bien, tanto en la pesca, como con el copete, la convivencia, la amistad y también tuvimos el agrado de disfrutar, una vez mas, de la rica comida chilena e italiana, preparada esmeradamente por los dos grandes y distinguidos maestros del arte culinario con que la cofradía, afortunadamente, cuenta entre sus filas: Vicente Pantuci y Paolo Moneti, tampoco puedo omitir en esta oportunidad, reconocer que Manuel Segovia, como siempre, nos deleitó con sus deliciosas salsas, canapés y pisco sours, finísimos manjares que prepara como nadie.

El día del regreso y término de la pesca, correspondió a un domingo, salimos después de doce en cuatro vehículos, primero lo hizo el Cucho y su equipo, segundo partí yo acompañado de Roberto y Raúl, detrás de nosotros se colocó Don Vini en su camioneta, la cual acarreaba el carro con su lancha, cerrando la caravana nos siguió Marcelo en su 4X4. 

En atención a que Miguel Luarte, colega, amigo y también pescador veterano, nos invitó a que pasáramos a visitarlo a su casa ubicada en la zona de Cucao, nos apartamos de la ruta principal y por un camino ripiado en regular estado, llegamos hasta el lugar acordado, pero no había nadie, por lo que en esa oportunidad le erramos de frentón el palo al gato, ya que pensábamos degustar un rico curanto con un asado de cordero de yapa y tuvimos que conformarnos con lo poco que consiguió el Cucho Julio y los sándwiches que llevábamos por si acaso.

Después de este magro tentempié, yo partí un poco intranquilo debido a que no tenía bastante combustible y esperaba llegar hasta Ancud para rellenar el estanque, cuando ya nos acercábamos a esa ciudad, sonó el celular del Negro Núñez, habló un poco y me dijo, estaciónate al costado, hay problemas, lo hice y me contó que al carro de la lancha de Vinicio se le había salido una rueda y estaban botados a la orilla del camino en una curva muy peligrosa y nos solicitaban que volviéramos para ayudar a solucionar este grave problema, lo hicimos por supuesto con la mejor voluntad, al llegar al lugar nos dimos cuenta que era una zona de alto riesgo, pues se trataba de una curva con bajada y muy poca visibilidad y no era solo que se le hubiera salido una rueda, se desprendió toda la  masa y los rodamientos desaparecieron, dejando la punta del eje totalmente deformada.

La única solución era sacarlo y llevarlo a reparar a alguna parte, estábamos en eso, cuando pasó un taxista en su auto quien al constatar nuestra delicada situación, se detuvo y con muy buena voluntad nos dijo que conocía a un tornero que podría arreglarlo y que el nos guiaría hasta ese lugar, a raíz de ello, Don Vini me pidió a mi que en compañía del Negro y Roberto, lleváramos el malogrado eje hasta Ancud, así se hizo, montamos en gatas y chocos el carro con el bote encima y lo desmontamos completo después de soltar con gran dificultad, las oxidadas tuercas que llevaban un montón de años sin ser tocadas.

Lo primero que hicimos al llegar a Ancud fue cargar petróleo y dejar a Roberto, que tenía pasaje en avión para ese día, enseguida el dueño del taxi nos guió hasta el taller, llegamos allí alrededor de las 19 horas, hay que poner en contexto que era día domingo, conversamos con el maestro, hombre joven de contextura gruesa, que estaba disfrutando con su familia en ese día de descanso, en realidad nos dio lata interrumpirlo, pero que podíamos hacer, después que le explicamos detalladamente nuestra situación, dijo que efectuaría la reparación.

Haré una resumida descripción del torno que poseía, esta pieza de ingeniería era una mole de acero muy requeteantigua, tenía correas y poleas por todas partes, traqueteaba en forma estruendosa cuando estaba funcionando, no me dio mucha confianza, pero posteriormente demostró que si era uno muy bueno y su dueño un mejor tornero. El nos señaló que el eje era muy largo para la capacidad del torno, por tal razón era necesario cortarlo por la mitad para poder hacer bien el trabajo, me explicó detalladamente las razones y yo estuve de acuerdo, pero Núñez me llamó la atención, diciéndome que como se me ocurría autorizar tal barbaridad, yo le dije, Negro, es la única solución que tenemos, me apoyó el tornero agregando que el lo soldaría, reforzándolo con cuatro láminas de acero, uno por cada costado del eje, como no había ninguna otra manera de resolver este problema, Raúl a regañadientes accedió, cuento corto, lo partió por el medio y se procedió a tornar la punta malograda, dejándola justo para que entraran los nuevos rodamientos, mientras se hacía esto, nos señalo que a orillas del río Pudeto, había una desarmaduría de automóviles donde podíamos encontrar una masa en condiciones con rueda y todo.

Fuimos hasta ese lugar, ya estaba bastante oscuro, al llegar allí nos dimos cuenta que más que una desarmaduría, parecía un cementerio de cacharros, después de varios gritos, salió desde un abollado contenedor que hacía de oficina, un personaje de mediana estatura, somnoliento, con la cara retostada por los vientos del sur, vestía pantalones manchados de aceite, una chaqueta de cuero de mil batallas y en la cabeza una gorra marinera muy carreteada, nos saludamos y le dijimos lo que necesitábamos, como previamente le habíamos echado una mirada a los cacharros, le señalamos una destartalada camioneta de un azul desteñido que tenía las ruedas delanteras mas o menos en buen estado, le preguntamos el precio pero nos dijo que estaban reservadas para otra persona, le volvimos a explicar nuestra apremiante situación, después de ello y tras hacerle una mejor oferta accedió. A fin de alumbrar el lugar, trajo desde el contenedor una maltratada lámpara de velador con un largo y parchado cordón eléctrico. Para poder sacar una de las ruedas, hubo que levantar la cacharra usando un chuzo como palanca, ya que no tenía ninguna gata apropiada, después de varios martillazos, empeños y tirones salió la rueda completa, pagamos lo acordado, le agradecimos su disposición y nos despedimos.

La llevamos hasta la tornería, ya era entrada la noche, el maestro midió con un pie de metro su abertura central y también el espesor del eje reparado y concluyó que calzaban perfectamente, pero dado que los rodamientos estaban en pésimo estado nos señaló que teníamos que ir a comprar unos nuevos ¿dónde?, le preguntamos nosotros, eran las 23 horas de un domingo, además ese día era especial, pues se llevaba a efecto la Teletón, con mucha voluntad nos acompañó hasta la ferretería de un conocido suyo, que por supuesto estaba cerrada y tampoco había nadie, concluyó que el dueño estaba en la plaza con casi toda la gente de Ancud, presenciando el espectáculo que ofrecía este magno evento, partimos para allá y después de mirar y recorrer como media hora, logramos ubicar, entre un mar de gentes, al dueño de la ferretería con su familia, nuestro reciente amigo el tornero le explicó la situación en la que  nos encontrábamos, debido a lo cual accedió a ir a vendernos los necesitados cojinetes, encontramos los apropiados, cancelamos, le dimos las gracias por su buena voluntad y partimos de nuevo a la tornería, el eje estaba totalmente reparado, contento de haber logrado todo, el tornero se dispuso a montar la rueda, pero por alguna razón imponderable un rodamiento quedó un  pelo chico, no entraba, el eje no se podía volver  a cortar, por tal razón le dije al maestro, que bajo mi responsabilidad lo galleteara, es decir desgastarlo con un esmeril portátil, después de hacer este artesanal ajuste con  mucho cuidado, al fin entró y se montó la rueda, pagamos todo, que bien mirado no fue mucho, nos despedimos y le dimos una vez mas las infinitas gracias por lo que hizo y también por su buena voluntad.

Llegamos amaneciendo al lugar del accidente, entre todos colocamos el eje en el carro, Vinicio aprobó sin objeciones lo que habíamos hecho, enseguida que estuvo listo nos dispusimos a irnos, pero el vehículo de Aguayo no partió, tenía totalmente agotada su batería, debido a que toda la noche, por precaución, los intermitentes estuvieron funcionando, como último acto de este drama tuve que sacar la batería de mi camioneta para poder hacer partir la de el, una vez que anduvo recuperé  mi acumulador, Don Vini puso el suyo y partimos, llegamos al Canal de Chacao, cruzamos al continente, ahí tomamos un buen desayuno en una hostería, comentamos ampliamente durante el transcurso de este reponedor y abundante ágape, todo lo acontecido, reconociendo que gracias a la buena voluntad de muchas personas, pudimos solucionar todos los problemas, yo en todo caso quedé con la preocupación de que fallara la rueda reparada, pero esta y el eje siguieron funcionando en forma impecable, todos llegamos a nuestras casas sin problema, yo me quedé en Frutillar, Vinicio se fue a Dichato y el resto de los pescadores viajó hasta Santiago.

Como testimonio físico de este hecho inolvidable, quedó el eje del carro de Don Vini con un gran parche en el centro y en el lado izquierdo del mismo, una rueda afirmada por cinco tuercas y en el derecho una sujetada por seis con olor a herrumbre y a mar.

Por último, quiero rendir un sentido homenaje a todas esas personas que nos ayudaron a salir de ese difícil trance: el taxista, el tornero, el cuidador de la desarmaduría y el ferretero, todos ellos no tenían por qué haber hecho lo que hicieron, era domingo, además la Teletón tenía congregada a la mayoría de la gente del pueblo, pero lo hicieron, sacrificaron preciosos minutos de descanso para ayudarnos, pienso que de alguna manera desconocida, el espíritu solidario que reinaba ese día se  asentó en el corazón de los ancuditanos. No sé sus nombres, ellos tampoco nos preguntaron los nuestros, solo se que fue un grupo de seres humanos que se encontraron en una encrucijada de la vida y se tendieron las manos, creo que ese acto representa en su conjunto lo mejor del pueblo chileno.

No me queda más que en mi nombre y el de todos Los Magníficos decir, muchas, muchas gracias chilotes de alma grande.

martes, 29 de noviembre de 2016

Añoranzas

Atrás quedaron las rojas tierras del anciano cacique Lemún, descendiente de indomables mocetones que mantuvieron a raya, durante siglos, a la cruz y a la espada, atrás quedó la vieja y humosa capital de Don Pedro y Doña Inés, atrás quedaron las interminables plantaciones de pinos y eucaliptus, que ahogaron y reemplazaron los verdes follajes de ese paraíso que fue la altiva y sacrificada selva araucana, tapizada en el pasado de frondosos raulíes, esbeltos pellines, olorosos laureles y tantos más. Atrás quedó el escarnecido Bío-Bío, regado de lágrimas ancestrales, atorado de arena, heces y malolientes residuos de las grandes fábricas, atrás quedó la Patagonia gélida, imponente y hermosa, la Trapananda de los sueños, donde las almas de Tehuelches, Chonos, Yaganes y Alacalufes vagan desconsoladamente por los yermos páramos y las desmembradas costas.

Ahora aquí, donde como telón de fondo se yerguen las imponentes fraguas de vulcano, siempre emponchadas de nubes y con sus pies bañados por el dulce mar de Pérez Rosales, pienso que los años han pasados raudos, ¡diría más!, veloces, tan veloces como si no fuera cierto, han transcurrido más de diez lustros, desde que bajo la corona de hierro del encajonado y alegre río Malleco, después de refrescantes baños, junto a tantos amigos de la infancia, me tendía de espaldas en las piedras o en la arena, envuelto en la calidez del sol estival, hilvanando sueños, mirando pasar raudas las nubes de mil formas, compitiendo veloces por esa cancha azul del cielo infinito, pensando con deleite en las rojas cerezas de diciembre, en el juego de la tarde, en las onces con galletas de miel, en las manos de mi madre y tantas cosas ingenuas que llenaban dulcemente  mi vida en ese lejano entonces. Pero todo lo barrió el tiempo cruel e implacable, toda esa infancia dichosa se hizo trizas con la dura realidad de la vida, tempranamente se fue mi madre, los amigos crecieron y desaparecieron, pero esos recuerdos luminosos, verdaderas joyas de la juventud, permanecerán atesorados para siempre en el mejor rincón de mi memoria.

martes, 22 de noviembre de 2016

Los Custodios del Entierro

Dibujo: Marcelo Poo Rocco
Hace ya un montón de años, cuando todavía Chile celebraba con júbilo el tercer lugar obtenido en el mundial de fútbol de 1962 y el Paleta aún sentaba sus reales en La Moneda, ocurrió algo sobrenatural, que me fue relatado por la persona a la cual le aconteció este misterioso hecho, no soy muy crédulo de estas cosas, pero lo que me contó Elena con lujo de detalles con la verdad en sus ojos, si lo creo y por eso mismo, dando fe de ello, he decidido intentar narrarlo de la mejor forma posible, para compartirlo con ustedes.  

Ella en esa época, muy joven, fue contratada como maestra en la Escuela Rural Nº 15 (camino de Guadaba a Miraflores) en un lugar llamado San Ramón, ubicado en los faldeos de la cordillera de Nahuelbuta, al sur de la antigua y heroica ciudad de Angol.

Su familia en esos tiempos vivía en Collipulli y ella todos o casi todos los fines de mes viajaba hasta esa ciudad, el itinerario que usaba siempre era el siguiente: cabalgaba desde la escuela hasta la estación ferroviaria de Los Sauces donde abordaba un tren que mediante un transbordo en Renaico, la llevaba hasta Collipulli, por esas ventanillas de los trenes de antaño ella contemplaba pasar veloces los hermosos paisajes sureños que la relajaban y le acortaban el camino para llegar a casa y ver a sus seres queridos.

El domingo por la tarde, después de compartir y disfrutar con su numerosa familia compuesta de papá, mamá y trece hermanos y hermanas, regresaba mediante el mismo sistema de viaje, pero a la inversa, hacia su lugar de trabajo. Cuando llegaba  a Los Sauces, un alumno de su curso llamado Manuel, Manuelito para ella, llegaba a esperarla montado a caballo y traía el de Elena de tiro, este equino muy manso, en el cual cabalgaba, se lo había regalado don Aurelio, su padre, un muy buen hombre a quien tuve el privilegio de conocer y que por esas fechas se desempeñaba como administrador de un fundo triguero y ganadero en Lolenco, muy cerca de Collipulli.

En la oportunidad en que este hecho ocurrió, es decir esa tarde primaveral de domingo asoleada y calurosa de 1963, fue a esperar a Elena su pupilo, como tantas otras veces. El camino por el cual transitaban, estaba reseco y polvoriento, muy cerrado, rodeado de bosques y pequeñas vertientes, que refrescaban un poco esa cálida tarde, en esos años recorrido solo por caballos, carretas o piños de vacunos. A los costados de esta ruta, pequeños predios se sucedían unos a otros, la mayoría de ellos estaban adornados de trigales, por esos días de un verde profundo, peinados en grandes ondas por las suaves brisas del sur y como una sinfonía de la primavera, miles de abejas batiendo el aire con sus alas de cristal hacían su trabajo eterno e incansable, los zorzales y las tencas le cantaban a esa tarde luminosa, la nota quejumbrosa la ponía el arrullo de las torcazas desde el fondo de los bosques, como anunciando que algo inusual ocurriría.

El chico que la acompañaba, seguramente porque tenía hambre o sed, apuró el tranco de su lloco (caballo) para llegar luego a casa, ella cabalgaba detrás de él, como a una cuadra de distancia, e iba seguramente pensado en lo que haría el lunes con la inquieta muchachada de su curso cuando, por un momento y en forma muy sutil se produjo una especie de quietud silenciosa, las aves no se oían y la fresca brisa austral dejó de mover los trigales, fue como si el tiempo se hubiera detenido por un instante, esto la inquietó y levantó la vista, observó que frente a ella venía caminando un anciano de baja estatura, patichueco y encorvado, vestía pantalones de un tono oscuro con múltiples parches y remiendos, llevaba puesta una manta chica, color del suelo, con tantas hilachas que casi parecían flecos, su cabeza estaba cubierta por un deteriorado sombrero, sumido hasta las orejas, debido a lo cual prácticamente no se le veía la cara, calzaba retobos de lana y rústicas chalas de cuero de vacuno encorrionadas hasta más arriba de los tobillos, su andar era cansino y derrengado y lo hacía con un halo de misterio difícil de entender, al hombro agarrado con sus oscuras y crispadas manos llevaba un raído saco que seguramente contenía todas sus pertenencias terrenales, le acompañaba un perrillo, muy pequeño de raza indefinida que avanzaba cojeando delante de él.

Cuando se cruzaron en el camino Elena lo saludó pero él no levantó la cabeza ni dijo nada, solo pasó a rozar levemente el estribo de su montura, esto le produjo un ligero escalofrío sin saber porqué. La actitud del personaje le pareció muy rara ya que toda la gente de esos lugares acostumbra saludar con amabilidad a las personas que se les cruzan o que se encuentran a la vera del camino, intrigada detuvo su caballo y se volvió a mirar hacia atrás, pero ¡oh sorpresa ! ya no estaban ni el viejo ni el perro, literalmente desaparecieron. Le pareció rara esta insólita situación y se preocupó, apuró el paso de su caballo y alcanzó al niño, le consultó quién era ese personaje tan desatento que no le respondió el saludo, el alumno la quedó mirando con carita de susto, ella le señaló las características del hombre y el can con que se había cruzado, ante esta aclaración el niño le señaló :

¡Señorita yo no vi a nadie! 

–y luego exclamó muy asustado: ¡El viejo y el perro!

¿Que pasa ? – le preguntó ella.

El le dijo con voz temblorosa y entrecortada que se trataba de unos fantasmas que se aparecían en ese tramo del camino, dicho esto, picó espuelas y arrancó a galope tendido como si hubiera visto al mismísimo diablo, casi de inmediato se perdió en una nube de polvo y no paró de chicotear su pobre bestia hasta que llegó a la escuela.

Elena, dadas las circunstancias, con preocupación miró para todos lados y sin entender bien lo que le farfulló Manuelito, apuró su pingo y rápidamente llegó al colegio, al lado de la cual había una vivienda en la que pagaba pensión.

Los habitantes de dicha casa estaban reunidos fuera de ella, el niño ya les había contado lo sucedido, después de desmontar les preguntó con preocupación, ¿Que fue lo que pasó en el camino? ¡Quedé desconcertada con lo que me dijo Manuelito, no logré entenderle bien!

Las personas le aclararon muy agitadas que se encontró con la aparición del viejo y el perro, le señalaron que con anterioridad también los vieron otras personas, algunas de las cuales casi se murieron de susto, pues sabían acerca de esa historia, a la vez le aclararon que no les hacían ningún mal a las personas con las que se cruzaban, después de esta explicación le preguntaron si vio bien donde desaparecieron, ya que según una antigua leyenda en ese lugar había un entierro de mucho valor, Elena no lo pudo precisar, pues no tenía idea de que en ese tramo del camino se presentaba esta pareja tan singular, Manuel que estaba en el grupo, ya más calmado, le aclaró que no vio ni se cruzó con estos personajes, tampoco observó que entraran al camino por ningún lado, debido a esto, quedó muy claro que ese día solo ella los pudo contemplar.

Posteriormente transitó muchas veces por esa misma ruta, siempre con un poco de susto, pensando que sí esta vez se iba a fijar donde desaparecían, pero nunca más volvió a encontrarlos.

Con este acontecimiento pasó a integrar la corta lista de las personas que se han cruzado con este dúo enigmático e incorpóreo, lo que si le quedó grabado para siempre fue el instante en que el anciano le tocó el estribo de su montura cuando no le respondió el saludo.

Lo que aquí he señalado es verdadero y le ocurrió a Elena Venegas González, la Nenita como le dice cariñosamente don Choti, su homo fidelis, profesora normalista hoy ya pensionada, que atesora en su corazón éste y muchos otros recuerdos hermosos de sus años de juventud, entregados a la enseñanza de generaciones de niños en los faldeos de la cordillera de Nahuelbuta.

El mentado entierro, es probable que siga allí, aún nadie ha visto el lugar exacto en que desaparecen el viejo y el perro, quizás algún día, alguien a quien se le aparezca este par de duendes misteriosos, pueda hallarlo y disfrutar de las míticas riquezas que posiblemente están enterradas a la orilla de ese antiguo y polvoriento camino.

A lo mejor todo lo del tesoro fabuloso, es sólo un cuento de viejas o una historia creada alrededor de una fogata y allí hay enterrado solo sueños.

Lo que si es cierto, es que por esos lugares transitan un par de almas en pena, que quieren recordarnos a los que hoy caminamos por este mundo, que la vida sí es un verdadero tesoro invaluable, para que la cuidemos y disfrutemos y no nos ocurra la desdicha de perderla trágicamente como a ellos seguramente debe haberles sucedido.

jueves, 17 de noviembre de 2016

La Tórtola y el Álamo

La primavera vestida de verdes infinitos y el verano con sus soles rutilantes se habían ido, el otoño teñía de oro viejo el valle donde el orgulloso álamo, ya por muchos años, hundía sus raíces en la madre tierra. Nació allí cuando los espacios eran más amplios, sus compañeros más numerosos, el aire más diáfano y las aguas cristalinas, pero el siempre estuvo solo. Por su porte y gallardía de gran señor sobresalía sobre todos los demás, los amaba como un padre o un hermano, sufría cuando alguno de ellos caía abatido por el tiempo o el implacable filo del hacha, pero el siempre deseó encontrar  a alguien a quien amar de verdad y poder abrirle su alma.

Envidiaba a sus hermanos, cuando las aves se posaban en sus ramas, hacían sus nidos, se amaban y recibían el sol de la mañana con una algarabía de trinos y lo despedían por la tarde también cantando. Le agradaba la eterna alegría de vivir de las avecillas, pero a el no llegaban, sus altas ramas eran mecidas constantemente por el viento y a los pajarillos no les complacía eso.

Pero un día luminoso de otoño, una joven y hermosa tórtola cruzó frente a el, la delataba la suave plumilla que  asomaba por su lustroso plumaje, su confianza en el mundo, su dulce mirada, había nacido solo en la primavera reciente, voló grácilmente hacia un extenso potrero, la vio posarse entre el rastrojo de girasoles a buscar sus deliciosas y apetecidas semillas, de vuelta por la tarde, cansada giró en torno a él, si hubiera podido habría estirado sus ramas y aumentado su follaje para ofrecerle un descanso, pero ella siguió y se detuvo en un frondoso sauce, se acicaló y arrellanó en sus ramas, llegó la fría noche y se durmió, el álamo quedó triste, pero pensó en el nuevo día y dijo para si, mañana estaré en mis mejores formas, mis hojas las tendré más hermosas y doradas, me moveré muy suavemente con los vientos del norte y ella llegará hasta mi.

Despuntó el nuevo día luminosamente, se desperezó el valle, la leve niebla huyó hacia los montes, renació la vida dormida, nuestro espigado árbol palpitó con la suave brisa matutina, la vio acomodar su plumaje, lanzó un suave arrullo y saltó suavemente al vacío, tembló, más ella desplegó sus jóvenes alas como una bailarina de ballet, pasó tan cerca casi tocando sus hojas y planeó hacia el fondo del valle. Corrió dolorosamente el día para el álamo, estaba allí clavado al suelo y sus hojas como lágrimas, tapizaban lentamente la tierra y pensaba si fuera primavera y mi follaje fuera nuevo, en esas tristes cavilaciones estaba cuando la vio regresar, vino directamente a él, se sorprendió y tembló entero, ella voló dos veces en su contorno, disminuyó levemente su velocidad, giró su cuerpo y se detuvo en su rama más añosa, gruesa y protectora, miró con precaución a todos los rincones, se acomodó, dobló sus leves extremidades, apoyó su pecho en la rama, escarmenó su plumaje, se quedó quieta mirando como el sol terminaba un nuevo recorrido, dos tiernos arrullos escaparon de su garganta antes que la luz se apagara en el horizonte, puso su cabecita bajo una de sus alas, confió en el árbol que la sustentaba y se durmió.

Desde el momento en que ella se detuvo en su alto ramaje, se quedó quieto como aletargado de felicidad, sintiendo su suave peso y su leve respirar, y se dijo, ella confía en mi. Su felicidad no se podía medir en esos instantes, estuvo toda la noche como una madre acunando a su hijo en brazos, nada hizo que la asustara o la sacara de su dulce sueño, era hermosa, de finas líneas, la amaba desde siempre, la espero desde que era un frágil arbolillo.

Completó la clara, fría y romántica luna, su camino a través de la noche, se fue por detrás del mar mirando de reojo como el astro rey, majestuosamente remontaba las altas cordilleras. La claridad despertó a la tortolilla, se desperezó y miró alrededor, alisó sus plumas, se paró y saltó al espacio, tembló de nuevo el árbol, mas ella grácilmente voló hacia la niebla sutil que aún cubría el adormilado valle, por el fondo del cual, ya hacía bastante tiempo, cruzaba una ruidosa carretera, un par de vehículos se desvió de ella y avanzaron tierra adentro, se detuvieron, de ellos bajaron compuestos cazadores, el ya los conocía, como hubiera querido gritar a su tortolilla amiga, pero estaba mudo, temblando sintió el estruendoso retumbar de los disparos, huyeron despavoridas las aves, el álamo estaba muriendo por dentro, era insoportable esa larga espera, cuanto deseó en esos instantes poder volar para acompañarla y protegerla. No la vio venir, ella llegó por detrás de él, preocupada y asustada por aquello que desconocía, se detuvo en la misma rama, pensó el decirle mil cosas, quédate aquí, no te muevas, yo te protegeré con mis ramas, tengo ya tantas heridas que han sanado, mil más por ti las soportaré sin queja, como deseaba en esos instantes haber tenido apetitosos frutos, para que ella pudiera alimentarse sin tener que arriesgarse en el llano, y así, cada vez que ella partía por las mañanas, moría lentamente, renacía con su vuelta, era todo su mundo, la llegada de la noche lo embargaba de felicidad, era suya, la sentía parte de él, la adoraba, deseaba que las horas se detuvieran eternamente, sus días giraban en torno a ella, llegó a odiar al sol que le daba la vida, por que con su luz se la quitaba.

Avanzaba el otoño y se iba quedando desnudo, sabía que su suerte estaba echada, ella se iría, pero se aferraba como un náufrago a un madero de que esto no sucedería, que ella viviría eternamente en el, más sufría intensamente. Su miedo y su temor ante lo inevitable no se podía ni siquiera asemejar a la cruel jugada que le tenía deparado el destino, una gélida y nebuloso mañana de finales de otoño, cuando aun oscuras brumas como velos cubrían el valle, varios cazadores ingresaron a él, trajes crípticos, hermosas armas, pasos silenciosos, voces quedas se ubicaron en estratégicos lugares en espera de la llegada de las aves, quebró la paz del valle el ensordecedor estruendo del primer disparo, fue un sacrilegio a la quietud y una afrenta a la belleza indescriptible del amanecer, lo siguieron muchos más, con cada uno de ellos el temor del álamo se acentuaba, pero como siempre confiaba en la buena suerte de su amada para salir indemne de estos trances. La vio venir volando recto pero dificultosamente, con gran esfuerzo alcanzó su rama preferida, sintió como si una estocada lo hubiera atravesado, escuchó su respiración entrecortada, profusas gotas de sangre humedecieron su corteza, una espumilla rosada broto de sus pequeñas fosas nasales, se echó en la rama, tembló su pequeño cuerpo, dobló su bella cabecita y se quedó quieta.

Abajo se sintieron gritos de cazadores, ¡allá está!, exclamó uno, dispararon muchas veces hacia la gruesa rama, más el ave no cayó, el árbol quedó desgarrado por cientos de dolorosa llagas, la sangre de la tórtola empapó las heridas del álamo, mezclándose con su savia, al secarse ambas, quedaron unidos indisolublemente, fundiendo en uno solo sus lastimados cuerpos.

El que tanto la amaba y que deseó mil veces tenerla junto a él, ahora era su dueño para siempre, pero a que precio, quedó convertido en su catafalco, con sus laceradas ramas elevadas hacia el cielo, mostrando el frío y frágil cuerpecillo de su amada. Cuanto esperó y cuan efímera fue la alegría, que terrible destino le había correspondido, todo fue como un suspiro, siempre los tiempos hermosos son tan cortos y las esperas y sufrimientos infinitos.

Lo despojó el crudo invierno de sus últimas hojas, solo quedó con su tortolilla llorando por sus heridas, deseando que un rayo, una tormenta o el filo de un hacha pusieran fin a su sufrir. Cuando vio venir al leñador en ese frío amanecer y sintió desgarrarse su tronco con los certeros cortes del acero, una gran paz interior lo embargó, cayó pesadamente, se quebraron muchas de sus ramas, pero aquella a la que estaba unido el pequeño cuerpo del pájaro no se desprendió, miró el labriego su obra, recorrió el alargado despojo, afirmándose en el astil de la herramienta, fijó su mirada en la rama donde aun permanecía el resto del ave y dijo para si, como preguntándose, ¡que raro, a este viejo álamo le estaban saliendo plumas! ¿Habrá querido volar?.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Río Malleco

Este bello río nace mansamente de la entotorada laguna Malleco, de la cual hereda su ancestral nombre. Comienza su discurrir bajo un dosel de verdes infinitos, avanzando con suavidad y finura por un enrocado fondo y violentamente, sin previo aviso, se desploma hacia el abismo y sus aguas revueltas y espumantes reinician su vertiginosa carrera hacia el mar avanzando por un profundo cañón, que un glaciar, horadó laboriosamente durante miles de años, con las afiladas aristas de sus bordes.

Sus abruptas laderas aún están tapizadas de verde y todavía luce en sus rocas descubiertas, las profundas huellas que le dejaron a su paso los hielos milenarios, parece como si un gran león hubiera afilado las garras en sus empinados riscos.

Por este hondo cajón, el río avanza inclaudicable hacia su destino, va como en un gran desfile de parada, saltando sobre rocas, maderos destrozados, formando grandes y silenciosos raudales (pozones profundos) y también pequeñas y alegres cascadas, a las que el les pone el ritmo y la música, los viejos árboles apostados a sus riberas, junto con el viento aplauden su paso victorioso. No es grande ni pequeño, pero por sus orillas ha visto pasar miles de años de historias y tragedias, creo que representa mejor que nadie, la naturaleza indómita de la Araucanía y honra la bravura de quienes han vivido y muerto a sus márgenes.

En sus fértiles vegas vivieron en el pasado numerosos grupos de aborígenes en armonía perfecta con sus aguas y su entorno, él les proporcionó protección con sus altas paredes, bebida fresca, baño para sus cansados cuerpos, los frutos de sus árboles y los peces de sus profundidades. Sin duda alguna, muchas generaciones de ellos habitaron en un paraíso incomparable y como un tributo de respeto y amor, en las frescas orillas enterraron sus muertos dentro de humildes cántaros de greda, para que nunca dejaran de escuchar el murmullo de sus aguas.

En el siglo XIX mas o menos entre los años 1865 y 1885, este río se transformó en un hito histórico, durante esos largos y transcendentes veinte años fue la última frontera entre los ancestrales dueños de la tierra y los que del otro lado del mar, venían a quitársela, a sus orillas se asentaron fuertes y caseríos como Curaco, Perasco, Collipulli, Mariluan, Chihuaihue y otros, todos capitaneados por la vieja e histórica ciudad de Angol, hasta allí llegaba el mundo de los huincas, quienes durante todos esos años se prepararon concienzudamente para dar el gran salto, al otro lado los fieros caciques y sus valientes mocetones, sin dar una sola batalla comenzaron a ser derrotados por las armas más letales traídas allende el océano, el alcohol y el engaño.

Me parece increíble que estas morenas huestes, que por más de trescientos años contuvieron a los aguerridos tercios castellanos, fueran barridas en tan corto tiempo por estas armas tan sutiles.

Cuando terminó la Guerra del Pacífico y llegó el gran momento, el gobierno envió las victoriosas tropas del norte a dirigir la colonización de la Araucanía, estas, al toque de trompetas cruzaron sus aguas al galope y conquistaron toda la frontera con muy poca resistencia.

Los nuevos habitantes, de otra raza absolutamente distinta, no convivieron armónicamente con el río y comenzaron con el despojo de sus riberas y valles, sus bosques fueron talados, se despejaron sus vegas y pajonales y el trigo comenzó a teñir de amarillo las rojas tierras, los vacunos y caballares desplazaron sin miramientos a guanacos, huemules y pudúes, el sagrado canelo, los robles, laureles y tantos otros, fueron reemplazados por pinos, álamos y eucaliptus y ya no se escucharon más las trutrucas ni los cultrunes, sus quejumbrosos sones desaparecieron y se cambiaron por el de las guitarras y acordeones.

Frente a Collipulli, sobre una profunda garganta y a finales del siglo XIX, sus nuevos habitantes construyeron el Viaducto del Malleco, imponente mole de acero, de más de cien metros de altura, que unió sus dos orillas por las cumbres y que ha soportado por más de un siglo el paso ininterrumpido de miles y miles de trenes, que han llevado y traído gentes y todas las riquezas generadas en esta joven región.

Aprendí a nadar en las aguas del Malleco, junto con todos mis hermanos y amigos del pueblo, disfruté de mi infancia y juventud pescando, nadando y gozando de su excelsa belleza. He conocido muchos ríos, pero este se me quedó en el corazón. He visto todos sus rincones, lo he admirado por su gallardía y bravura, por lo que representó para las razas primitivas, para los colonos y para todos nosotros.

Podría describirlo de mil maneras, pero lo haré diciendo que es un gran actor con tribunas infinitas, desde las cuales en el pasado, miles de árboles contemplaban como por las mañanas aparecía envuelto en un velo de misterios y de nieblas y se adornaba con millones de gotas de rocío, que como iridiscentes diamantes cubrían hasta sus más apartados rincones. Engalanado de esta forma, esperaba la llegada del sol, quien como un gran ujier irreverente, descorría suavemente esos mágicos cortinajes, para contemplar embelesado la fresca danza de sus aguas, siguiendo acompasadamente la música del viento y de las aves.

Hoy ya no son tantos los árboles asentados en sus riberas, su cauce ha disminuido y hay grandes vacíos en sus tribunas, pero el como Garrick, repite cada día con más entusiasmo su inigualable rutina, ahora por supuesto con algunas variantes, que siguen deleitando de la misma forma a las nuevas generaciones.

Casi siempre le vemos muy suave y tranquilo, pero en algunos inviernos se encarga de recordarnos su poderío incontenible. Viene a mi memoria la imagen de una gran crecida, que aconteció a mediados de la década del sesenta del siglo pasado, oportunidad en que arrastró todo a su paso; viejas pasarelas, casas, animales, árboles, incluso se llevó para siempre el antiguo puente carretero, ubicado frente a Collipulli, joya de la ingeniería del siglo XIX que fuera traída desde las lejas tierras de Atahualpa, éste soportó heroicamente todo un largo día el asedio y embestida de las embravecidas corrientes, pero al fin cedió y en un instante, después de vibrar entero como en una agonía trágica, desapareció en el fondo de las enloquecidas aguas, nada quedó de él, solo en la primavera cuando su cauce bajó, se encontraron algunos restos de hierro oxidados y retorcidos y al mirarlos, nadie se hubiera podido imaginar, que por sobre ellos transitaron casi cien años de historia de la  Araucanía.

Hermano río, hemos destruido tus árboles amados, hemos sacado tus piedras, horadado tus paredes, te pisoteamos mil veces, nuestros desechos y suciedades los hemos vertido desaprensivamente en tus aguas, te hemos humillado de todas las formas, yo que he tenido parte en esta farra, te pido perdón por todo y estoy seguro que en el futuro, quizás no muy lejano, los hombres recapacitarán y se darán cuenta de tu valor y el de todos tus hermanos y sé que enmendarán sus errores y tus aguas correrán de nuevo limpias y transparentes, como cuando coquetamente se miraban en ellas, los negros ojos de Fresias y Guacoldas.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Ponka

Quizás el raro nombre que encabeza esta historia les suene al de un bravo piel roja, galopando con las plumas al viento por las extensas planicies de Norteamérica o al de un invencible jinete de las hordas de Gengis Kahn, asolando implacablemente las frías estepas de Mongolia, pero no hay tal, en realidad corresponde a una más de las tantas criaturas, fieles compañeras del hombre en su duro y agitado transitar por el planeta, es ni más ni menos, que el de una perrilla de raza que en el folklor chilensis denominamos “perdiguera”, nacida a mediados de la década del noventa en las húmedas y lluviosas tierras que circundan el gran lago Llanquihue, mas específicamente en el sector de Collihuinco, compañera de innumerables jornadas cinegéticas emprendidas por sus amos: Checho, Titin y Conrado, todos ellos descendientes de colonizadores germanos, que en el siglo XIX, dejando atrás sus ordenadas y amadas tierras de Alemania, vinieron al fin del mundo a desmontar bosques impenetrables y crear praderas para iniciar la difícil y agitada vida de agricultores.

En una de esas tantas oportunidades en que recorrían cerros y quebradas en busca de las escurridizas perdices, la Ponka adelantándose a los demás perros que batían incansablemente la campiña, rastreo una, escondida y camuflada entre unos tupidos matorrales. En esa ocasión acompañaba al grupo de entusiastas cazadores, Cristian, sobrino de todos ellos, que en algunas oportunidades era de la partida, el cual en ese momento fue el único ubicado más cerca del lugar donde se detectó el ave, pero su posición de tiro no era la mejor, ya que se encontraba en una hondonada y la perra estaba “parando” la perdiz al borde la loma, repentinamente la asustada gallinácea alzó el vuelo, emitiendo su fuerte y característico grito, Cristian medio tropezándose en una champa de tierra, levantó su escopeta con mucha rapidez y antes de que la perdiz traspasara la cima, le disparó al bulto, pero debido a su desequilibrio se le bajó el tiro y este le pegó en gran parte a la Ponka, la que revolcándose por el suelo, aulló de dolor y a duras penas casi arrastrándose llegó hasta donde su amos y se tendió en la tierra sangrando, quedando como muerta, sus dueños quedaron consternados. Mientras el pobre animal acostado de lado respiraba agitadamente como si estuviera en las últimas, allí entre los cazadores se entabló una acalorada conversación de vida o muerte y Checho resumió finalmente la situación diciendo: ¡Esta perra está muriéndose y antes de que siga sufriendo más es preferible mandarle otro tiro para que se vaya de un viaje!.

Pero una cosa es decir y otra muy distinta hacer, Checho, como hermano mayor miró a Titin y le dijo: 
¡Dispárale tu Collolla!

Este lo quedó observando fijamente y le respondió:
¡Porque no lo haces tu que fuiste de la idea!.

Conrado que vive en la ciudad y que estaba expectante ante los hechos, viendo lo difícil de la situación y considerando que alguien debía hacerlo, dijo:
¡Yo se que ustedes la quieren harto, y por esa razón yo voy a cumplir esta ingrata tarea!

Cogió su vieja y fiel tralca calibre 16 de dos cañones, que calculo es mas o menos de una edad similar a la suya, hábilmente amartilló los dos tiros y con el dolor de su corazón apuntó directamente a la cabeza de la Ponka apretando un gatillo, todos se prepararon para escuchar un fuerte estampido, solo se oyó un siniestro chasquido metálico y nada pasó, nerviosamente la encañonó de nuevo, jaló con fuerza el segundo percutor, nuevamente solo se sintió el golpe seco del acero contra el acero, los cuatro se miraron sin decir palabra, por segundos un pesado silencio se adueñó de la escena, iluminada tenuemente por el frío sol invernal, Conrado abrió su escopeta para ver que había pasado y por que razón no salieron los disparos, en atención a que nunca le fallaba y ¡Oh sorpresa!, no tenía cartuchos en las recámaras, increíblemente se había olvidado de cargarla.

Quizás no me atrevería a calificar esto de suerte o de milagro, pero algo de eso hubo allí, puesto que en seguida que sucedieron estos hechos que relato, la Ponka abrió los ojos y se movió tirándose a parar, miró con dolor y ternura a sus amos y yo creo que jamás se imaginó, ni por un momento, que para aliviar su sufrimiento le hubieran decidido aplicar la eutanasia.

Viendo esta reacción ahí mismo se acabó la cacería, Conrado exclamó ¡Llevémosla para la casa, a lo mejor se puede mejorar!, con mucha rapidez como si todos hubieran querido alivianar un poco sus conciencias la pusieron arriba de la camioneta y la trasladaron hasta el hogar, la curaron con mucha diligencia, administrándole una verdadera tortilla de antibióticos, de tal manera que se mejoró bastante. Con mucha suerte las municiones solo le habían penetrado entre cuero y  carne, pero al recibir el fuerte impacto se le produjo un gran shock que creó la sensación, en los primeros momentos, de que estaba al borde de la muerte, situación que engañó a los cazadores.

A los quince días de sucedido este penoso hecho, estaba totalmente recuperada y correteando por los campos en busca de perdices, como lo siguió haciendo por muchos años mas.

También se preocupó de sembrar una nutrida descendencia de perritos, tan hermosos como ella y por supuesto, avezados perseguidores de perdices y liebres, entre ellos cabe destacar a la Dolca, la Suny, y el calambriento de Mister Musculin.

Como enseñanza de esta corta historia, queda de manifiesto que las reacciones humanas, en determinados casos, son impredecibles, la suerte muy de tarde en tarde juega a favor de las víctimas inocentes y por último se ratifica, una vez más ese famoso y sabio dicho popular que en buen castellano señala “nadie se muere la víspera”, ni siquiera la Ponka.


Dedico con mi mayor afecto y estima esta hermosa vivencia a mis amigos, sus protagonistas, quienes me han sentado a su mesa, y me han brindado su cariño junto a sus familias.

Sergio Schwerter Schwerter (Checho)
Tito Schwerter Schwerter (Titin, Collolla)
Conrado Schwerter Mohr (Conrado)
Cristián Añazco Schwerter (Cristian)

jueves, 3 de noviembre de 2016

Mi pensamiento

Cuando el sol eleva su figura imponente sobre los majestuosos picachos andinos o las nieblas cubren con su tenue y misterioso velo los campos de esta patria amada, cuantos de nosotros con una caña o una escopeta al hombro y un morral terciado lleno de ilusiones, nos dirigimos hacia los verdes valles, las empinadas cumbres o los serpenteantes y maravillosos ríos y lagos que adornan y riegan nuestro terruño, nos sentimos dueños del mundo, liberados de todo lo que significa rutina, encierro o problema del diario vivir. ¿Qué es lo que nos guía hasta allí?, ¿Cuál es la secreta fuerza que nos impulsa?, algunos pensarán que es el deporte, otros, el afán de llenar el bolso para proveer el hogar, yo creo que ambos se equivocan, no es lo uno ni lo otro, la llama viva que nos mueve se esconde en el fondo de nosotros y es la misma que empujó a nuestros antepasados milenarios a salir de las profundidades de las cavernas, en pos de las presas que eran su diario sustento, somos sus herederos, en  nosotros está aún brillando esa llamita que ellos encendieron, somos pues depositarios y guardadores de las más viejas tradiciones del ser humano.

La caza y la pesca se identifican con el hombre a través de los cientos de miles de años de su azarosa existencia sobre el planeta, ¿por qué se unieron las dos primeras familias en un día ya perdido en la noche de los tiempos?, si no fue para luchar por su sustento y protegerse, comprendió nuestro antepasado que sólo no podía cazar y a la vez defenderse de los inmensos animales que poblaban la tierra en esas lejanas edades y se unió a otros, formó clanes, tribus, aldeas, villas, etc., hasta llegar a la organización ciudadana de nuestros días, en aquellas épocas muchos morían en la empresa, sus armas eran piedras, palos, coraje y arrojo, en nuestros días la ciencia y la técnica nos proporcionan medios maravillosos para practicar la pesca y la caza, ya no arriesgamos la vida como ellos y nuestro alimento ya no lo constituye lo que obtengamos en esas jornadas, pero aquí estamos en esta tarde hermosa, como en  los viejos tiempos, hasta aquí nos ha traido esa fuerza irresistible que se esconde en el archivo más remoto de nuestra conciencia, como en el pasado un fin nos une, pero aquí ya no empuñamos las piedras y las lanzas para ir gallardamente tras las grandes bestias, nuestras armas son hoy, en esta tarde, la amistad, la unión y el afecto, con los que no llenaremos canastos ni morrales, pero si nuestros corazones.

Brindemos amigos para que nuestra semilla siga en la tierra y siempre haya cazadores y pescadores, por que solo de esa forma existirá la verdadera amistad y el compañerismo.

Levanto mi copa por todos y cada uno de ustedes, por los que hoy no pudieron llegar hasta aquí y también por los que físicamente nunca más podrán estar con  nosotros, pero que vivirán eternamente en nuestros corazones.

domingo, 30 de octubre de 2016

Frutillón

Durante varios años, mientras duró mi permanencia en Santiago y mi participación en el club de pesca y caza de los funcionarios del Banco del Estado de Chile, trabé una permanente amistad con Baldo Vilina Ansieta, descendiente de esforzados inmigrantes dálmatas, oriundo de la nortina Vallenar y en esa época ya jubilado del Banco del Estado de Chile. A pesar de que tuve algunos inconvenientes en mi comienzo en "Los Pumas", nos hicimos muy amigos y de hecho constituimos una muy buena “Yunta”, e innumerables veces llevamos adelante memorables jornadas de caza o de pesca, hombre muy ordenado, responsable, mejor dirigente y devoto del buen libar y del mejor yantar.

En una oportunidad en el invierno de 1985, con posterioridad al gran terremoto que remeció la zona de Santiago, nos pusimos de acuerdo para ir a cazar patos al tranque “Perales”, ubicado a la altura de Casablanca más o menos a 100 kilómetros de la capital. Como siempre la hora de salida el día Sábado, era tempranísimo, debíamos llegar al lugar antes que aclarara, para que las aves no se nos arrancaran. Yo partía en  mi Datsun 150Y desde Colón 8270 como a las 4:30 horas y pasaba por Eliodoro Yáñez a recoger a Baldo a las 5 en punto.

En esa oportunidad por una razón u otra, que no es del caso comentar, llegué a las 5:20 horas, detuve el auto frente al edificio donde vive con Fresia y su familia y no estaba a la vista, me extrañó ya que siempre era absolutamente puntual, me bajé del vehículo para ir a buscarlo, en ese momento con cara de asustado salió de la mampara de entrada a los departamentos y yo en son de broma le dije: ¿Chis?, te atrasaste, recién vienes bajando y el con voz media temblona, me replicó: ¡Dentro del auto te voy a contar la media tallita que me pasó, casi me cagan!

Quedé preocupado sin tener la más mínima idea de que se trataba, acomodó sus bultos y la escopeta en el maletero del auto, junto a mi perro el Frutillón, que incluso se molestó y gruñendo le mostró amenazadoramente los dientes, se subió al cacharro, cerró la puerta medio enojado y dijo: ¡Chutas, lo único que faltaba es que me hubiera mordido el perro!

Partimos, terminó Eliodoro Yáñez y entramos de lleno a la Alameda, como continuaba en silencio, ¿Y?, le dije, ¿Qué te pasó?, por lo asustado parece que viste al león, me miró diciendo, ¡Si fuera eso no habría sido nada! y empezó a relatarme su odisea diciéndome: Salí como a las 4:50 horas a esperarte y como estaba oscuro me acompañó el nochero que cuida el edificio, que ahora se arrancó para adentro y no creo que salga hasta que aclare. Como tú  siempre pasas  a la hora justa, vi venir un vehículo como a las 4:55 horas con mucha rapidez calle abajo, pensé que eras tú y te estabas pasando de largo, baje a la calzada y empecé a hacer señas con las manos, el auto frenó bruscamente como a cinco metros del lugar donde nos encontrábamos, ahí me di cuenta de que no eras tú, se abrieron las puertas y salieron cuatro ñatos jóvenes y maceteados, cada uno portando una metralleta y me encañonaron al igual que al nochero, el que hacía de jefe con la cara desencajada de rabia y que con la media luz de las ampolletas de la calle se le veía realmente siniestra, gritó, ¡Arriba las manos mierda! Y dirigiéndose a mi masculló, ¿Que buscai huevón, queris que te matemos?, no supe que hacer, quedé aterrorizado, traté de balbucear algo, diciéndole que te estaba esperando a ti para ir a cazar, el mismo tipo rugió, ¡Cállate, todos los huevones que pillamos salen con cualquier chiva!, terrorista de mierda, a quien si no a ustedes par de infelices se les ocurre, salir a las cinco de la mañana, en pleno invierno, a atajar la policía en medio de la calle, agradezcan que no les disparamos a la primera, no lo hicimos porque a ti te hallamos cara de abuelo, en ese momento sentí un miedo parido, no hallaba que hacer, cualquier cosa que intentaba decir me hacían callar de un viaje, finalmente nos dijo, vayan a acostarse y no se les ocurra más salir a hueviar a las cinco de la mañana.

Dieron media vuelta, se subieron al auto y partieron rajados, junto con el cuidador quedamos tiritando sin atrevernos a hacer nada, el automóvil avanzó como treinta metros y de nuevo se detuvo bruscamente, se abrió una puerta, pa’ que te digo lo que se me pasó por la cabeza, lo único que se me ocurrió decirle al nochero fue, ¡Aquí cagamos, ahora nos van a matar! Se bajó el que hacía de mandamás, avanzó rápidamente hacia nosotros, venia sin la terrorífica metralleta, instintivamente levantamos las manos, en esos instantes sentía que me corría un chorro helado por la espalda, se detuvo frente a mí y con otro rostro y otra voz totalmente distinta, hasta amable diría yo, nos dijo, ¡Bajen las manos y perdónennos lo bruscos que fuimos con ustedes!, somos del servicio de inteligencia, andamos de patrulla y recién como  diez cuadras de aquí  nos dispararon, al verlos a ustedes en la calle moviendo los brazos, pensamos que pertenecían a la banda terrorista que nos atacó. En todo caso logré entender que ibas de cacería, si hubieras estado con la escopeta en la mano o al hombro les habríamos disparado sin pensarlo dos veces, buenas noches, nos miramos, respiramos hondo y esta vez sí se fueron definitivamente.

Ese día el Baldo llenó la bolsa de patos, le apuntaba a todo, al parecer les disparaba con rabia como si fueran los machucados que le dieron el gran susto matutino, incluso el Frutillón, andaba al ladito de él recogiendo y sacando las aves del agua y moviéndole la cola como pidiéndole perdón, por haberle mostrado los dientes en un momento tan inoportuno.

Baldo resumió el final de la abundante cacería diciendo: “Entre los huevones que me querían cagar en la mañana y los dientes del Frutillón, de todas maneras, me quedo con el perro de mi amigo Armando”.

martes, 25 de octubre de 2016

De dulce y de agraz (Octubre 1988)

El sábado 14 de octubre recién pasado, se llevó a efecto una reunión de camaradería y pesca a orillas del tranque Rapel, malamente llamado así cuando en realidad es un gran lago artificial. El motivo de este evento fue celebrar dignamente los veintiún años de la fundación de nuestro querido Club de Pesca y Caza, del cual afortunadamente formo parte y que me ha dado tantos amigos y amigas, hermosos momentos y vivencias imborrables, su nombre, “Los Pumas”, haría pensar a muchos que se trata de un grupo predador y tal vez agresivo, más no es así, está formado por un selecto número de personas que aman la naturaleza, practican entusiastamente la pesca y la caza, pero que sobre todo, disfrutan de la amistad que se profesan.

Se estaba procediendo a premiar aquellas socias y socios que tuvieron más suerte y habilidad en coger algunos pejerreyes de la magra cantidad que nos entregó el lago ese día y más precisamente se galardonaba merecidamente con el primer premio, en la categoría damas a la juvenil y hermosa integrante del Club, Cristinita Pinto, de lo cual me alegré mucho, puesto que es una entusiasma y esforzada cultora de esta disciplina.

Alguien del grupo, por casualidad levantó la vista hacia un aromo que con su agradable sombra nos protegía del quemante sol y apuntando con un dedo, dijo: ¡Miren!, varios lo hicimos, elevamos la vista hacia lo alto y vi algo que me conmovió, un pajarillo de esos que corren por las orillas de lagos, lagunas, ríos y cursos de agua, picoteando sus alimentos, se encontraba muerto y suspendido al extremo de un trozo de nylon de pesca, enredado en una alta rama de la despejada acacia bajo la cual nos encontrábamos, la mayoría que miró no le dio más importancia sin embargo yo me puse a reflexionar acerca de como llegó hasta allí, cual fue su sino trágico, eché a volar mi imaginación y creo que fue así: se levantó una mañana feliz como todas las avecillas, rindiéndole culto al astro rey con sus trinos, gorjeos y cánticos, voló con la fresca brisa matinal hacia su lago amado, se posó en los mismos lugares en que lo hacía siempre, sabiendo que su diario sustento lo encontraría allí, picoteó feliz pequeñas algas, piedrecillas e insectos, cuando de repente, ¡ Oh sorpresa! un amarillo y apetitoso gusano de tebo, un manjar para el, sin pensar se lo tragó al instante, ¡pero que terrible engaño!, en su interior se encontraba un afilado anzuelo, el cual tenía atado un invisible y largo trozo de nylon, se asustó, voló, giró y trató por todos los medios de librarse de ese molesto elemento, el cual con la velocidad del vuelo empezó a clavarse en su pequeño cuerpo, se desesperó, se dirigió hacia los árboles que estaban cerca de la playa, se posó en una elevada rama que ya había perdido su ropaje amarillo primaveral, descansó, su respiración era azarosa, la desesperación estaba haciendo presa de él, quiso volver de nuevo hacia su querido lago, más el destino le tenía preparada una cruel jugada, la delgada lienza de pesca se enredó en la rama en que estaba posado, al iniciar de nuevo el vuelo, alcanzó a avanzar no más de un metro, fue retenido violentamente por la cuerda enredada, sintió que sus entrañas se deshacían, aleteó inútilmente, nadie se percató de 
su terrible drama, luchó solo, no hubo quién le tendiera una mano, el cansancio y el dolor lo doblegaron, al final se quedó quieto con su cabecita apuntando hacia lo alto, mirando por última vez al luminoso sol que tanto amó, la muerte piadosamente acabó con su inútil e infructuosa lucha.

¡Cuantas aves, animales, árboles y toda la naturaleza misma es dañada insensatamente de manera tan terrible por las irresponsabilidades nuestras!. Ese pescador que dejó la carnada en la playa, no se imaginó que con ello sellaba el destino de aquella avecilla, que tan dolorosamente, como un péndulo trágico movido por la brisa, nos acusaba desde lo alto de ese aromo.

jueves, 20 de octubre de 2016

Lágrimas

Dibujo: Marcelo Poo Rocco
Acompañado de mis incondicionales, el Mau y el Rescoldo (Fox-terrier y Siamés respectivamente), mirando como las últimas brisas del sur mueven acompasadamente los ramajes de notros y radales, me puse a recordar nostálgicamente el pasado y me vino a la mente una emotiva vivencia que le ocurrió a mi querido hermano Sergio, a fines de la década de los 50 del siglo pasado, cuando aún vivíamos en Collipulli, y el tenía como diecisiete años de edad, para que ustedes la conozcan, con  mucha humildad usaré la ilustre herramienta del Manco de Lepanto para recrearla de la mejor forma, no creo para nada, que lo haga como él, pero al menos intentaré que la conozcan.

A Sergio le gusta mucho la vida a cielo abierto, desde siempre ha sido aficionado a la pesca y la caza, en la oportunidad en que este hecho sucedió, era  periodo indicado para coger peces y el clima estaba especial, por tal razón, el “Chocho” como le decía cariñosamente la “mami”, decidió ir a sacar una pocas truchas al río Malleco.

Para llegar al lugar deseado salió caminando del pueblo con rumbo norte por una ruta  que va hasta Angol, paralela al cauce de este hermoso curso de aguas, avanzó en esa dirección como cinco kilómetros, teniendo a su derecha el extenso Fundo Santa Cruz, sembrado de trigales, aún muy verdes por esos días primaverales, y que alegraban la vista de los caminantes, también lo sobrevolaron grandes y ruidosas bandadas de choroyes que se dirigían a dormir a los enormes pinares de Lolenco, después de este entretenido y largo andar llego a la altura de otro predio denominado Mariluán, ahí se desvió por un camino lateral hacia la izquierda y casi de inmediato comenzó a bajar una larga, sinuosa y empinada cuesta, llegando finalmente a la orilla del agua, en dicho lugar hay un vado que cruza el Malleco, que es atravesado durante la primavera y el verano por carreteros y jinetes a caballo que viajan a la zona de Chihuaihue. El campo agrícola que se ubica en ambos costados de este camino y que llega hasta el río, se llama El Toronjil y era de propiedad en esos tiempos de Donato Samur, “el Nono”, quién nos permitía pescar sin ningún inconveniente.

Comenzó su faena como a las cinco de la tarde, la cual es una muy buena hora ya que el calor comienza a bajar y las truchas salen a comer, el elemento o artilugio que usaba para este  fin  y que todos en esos tiempos empleábamos para capturar peces era una tarra, consistía en un tarro de nescafé, por supuesto vacío, al cual en su parte abierta se le colocaba atravesado un pedazo de palo de escoba que servía de agarradero, en este se amarraba la base de la lienza que se enrollaba por fuera de este envase de latón, en la punta de la lienza que permanecía libre se ataba el señuelo que era o un terrible plateado de pulgada y media o una cuchara española, llamada así ésta última por sus colores amarillo y rojo, los mismos de la bandera de España, patria de mi abuela Eudocia y también de Cervantes.

Para efectuar este tipo de pesca avanzaba ya caminando por la ribera, ya desplazándose por dentro del agua, incluso con ella a la cintura, lanzando y recogiendo el aparejo, tratando de llegar con precisión a los mejores lugares y enganchar las truchas más gordas, evitando, por supuesto, enredar el señuelo en las piedras, trozos de árboles o ramas. En esa oportunidad como casi siempre, le estaba yendo muy bien, había cogido como siete piezas de buen tamaño, entre arcoíris y farios, llevaba de avance río arriba como dos kilómetros y había dejado atrás un largo y profundo raudal (pozón), bordeado el río por el frente de innumerables sauces llorones, cuyas dobladas ramas llegaban hasta el agua, también teñían de amarillo ese entorno luminoso los extranjeros aromos, cuyo aroma enriquecía el aire junto a miles de otras fragancias sutiles con que la primavera inundaba todos los espacios, a ese hermoso tramo del Malleco lo denominábamos en jerga pesqueril como “El Botellón”, en ese lugar había un predio llamado “El Naranjo”, propiedad rural de una antigua y prestigiosa familia collipullense muy aficionados a remar y a disfrutar del río, por tal razón bajo ese dosel de verdes tenían un pequeño atracadero, donde amarraba “el bote John”, tío paterno de quién es ahora: gran educador, concejal emérito, tocayo y gran amigo, Don Pato Gacitúa, pero esa es otra historia, sigamos pescando con mi hermano.

Se encontraba llegando a la parte final de la Genética, campo fiscal en el cual se hacía o decían que se hacían ensayos de cultivos de distintas semillas de uso agrícola. Estaba lanzando el aparejo con mucho entusiasmo cuando de repente el silencio y la quietud de esa cálida tarde fue roto por una estruendosa quebrazón de ramas, seguida del persistente y continuo ladrido de un perro, al parecer de gran tamaño, que venía corriendo cerro abajo, no se veía pero sonaba como si el can estuviera acosando muy de cerca a una asustada presa. En ese enmarañado bosque, tapizado de verdes infinitos, se estaba dando una vez más el eterno drama de la vida o la muerte, la presa huyendo despavorida buscando alguna forma de salir con vida y el cazador tratando de conseguir su fin. 

Sergio estaba en medio del río, con el agua hasta más arriba de las rodillas, recogió presuroso la lienza y se quedó muy quieto, escuchando de donde venía ese bochinche, paró la oreja, percatándose que esto sucedía hacia arriba como a media cuadra, miró atentamente a ese lugar, estaba en eso cuando una figura fugaz saltó al cauce con  mucha prisa, levantando una pequeña cortina de agua, de inmediato vio que asomaba una cabecita por encima de la corriente, dedujo en ese instante que era el animalito perseguido, despistando a su enemigo, pero no supo de que se trataba, venía presuroso nadando directo hacia el lugar donde el se encontraba, al parecer sin percatarse de su presencia, dudó entre agarrarlo o no, pues podía tratarse de un gato montés o de una guiña que lo podía dejar todo rasguñado, mi hermano es arriesgado y decidió tomarlo igual, se dijo a si mismo, si trata de morderme o arañarme lo meto debajo del agua y listo, aguardó dentro del río esperando el momento preciso en que pasara por su lado, cuando esto sucedió, con un movimiento rápido lo agarró del cuello a la pasada, el animalito pataleó y trató de escapar, lo sumergió bajo del agua para que se sosegara, posteriormente salió con el hasta la orilla, lugar en que tenía su mochila artesanal con sus ropas secas y las truchas que había pescado, ahí se dio cuenta que había atrapado un pudú, en ese entonces nosotros lo conocíamos como venado, el animalito a pesar de su gran susto y probablemente por el remojón, se quedó quieto como entregado a su suerte, se trata de un cérvido muy pequeño que habita en Chile y cuyo color es café oscuro con un tono opaco muy especial, en suma es un animal escaso y muy hermoso.

Sergio que era un gran proveedor de la casa, primero pensó que esta era una buena presa para ser cocinada, pero por alguna razón que solo el conoce, decidió llevarlo vivo para que lo vieran sus hermanos, lo sujetó con una mano y con la otra vació la mochila y colocó el pudú dentro de ella, este venadito debe haber pesado entre tres y cuatro kilos, lo acomodó echado con la cabeza afuera, después que lo tuvo amarrado y listo, se hizo la pregunta del millón, ¿cómo voy a seguir pescando tan cargado?, capaz que se corten los tirantes de este viejo morral y se caiga todo al suelo o al agua, dudó de llevarlo, miró de nuevo el bolso y en ese preciso instante algo le llamó poderosamente la atención, el pudú estaba llorando, gruesas lágrimas le corrían copiosamente de sus oscuros y grandes ojos que lo miraban fijamente, a pesar de que mi hermano es bastante duro, este inusual hecho le tocó el alma, se acordó de las historias que nos había contado nuestra querida madre Francisca, de situaciones similares con respecto a estos pequeños cérvidos, en las cuales hasta las personas del corazón más endurecido se conmovieron al contemplar escenas como la más arriba relatada.

Mi hermano se sintió muy conmocionado al ver la infinita pena reflejada en la mirada del animalito, al mismo tiempo observó su ropa seca, zapatos de repuesto y el producto de la pesca tirados en el suelo y no sabía en que llevarlos, además tenía ganas de seguir pescando, se rascó la cabeza, lo pensó dos veces y fue para suerte del pudú, con cuidado desamarró la tapa de la mochila, el ciervito estaba muy quieto, lo sacó y lo puso parado sobre el pasto, no hizo ningún intento de salir arrancando, volvió la cabeza hacia el con su orejas muy derechas, lo miró como dándole las gracias por perdonarle la vida, posteriormente paso a paso caminó muy lento hasta la entrada del bosque, ahí se detuvo y volvió a mirarlo largamente, ya no tenía lágrimas y se perdió en la floresta como una suave sombra.

El Chocho se sentó en el suelo, conmovido por esta situación tan especial, que nunca antes le había ocurrido, miró un rato correr las aguas del Malleco, se sintió mejor y pensó, este venadito estaba hoy en su día de suerte, primero escapó del perro, que si lo hubiera cogido, jamás lo habría perdonado, luego saltó valerosamente al caudaloso río donde también se pudo ahogar y finalmente vino a parar a mis manos y gracias al recuerdo de las hermosas narraciones que nos había entregado la mami y sus lágrimas que me conmovieron, pudo volver a su bosque amado y vivir un día más, o muchos días más, escuchando el eterno murmullo de las aguas y el leve susurrar del viento entre las hojas de los robles, peumos y boldos que crecen allí por doquier.

Calmadamente, rellenó su vieja mochila artesanal, la amarró bien y se la echó al hombro, se comió una rica manzana silvestre y siguió pescando río arriba.