lunes, 12 de junio de 2017

Un Viaje en Tren

Con mis buenos y entrañables amigos, los "Carrasco Seguel", Oscar Sergio (el Tito) y Luis Alberto (el Meluga), a los cuales varias veces he mencionado en mis escritos, por los tiempos cuando aún éramos alumnos del Liceo Particular Nocturno Coeducacional de Collipulli, a comienzos del año 1951, la mayoría de los fines de semana o días feriados, salíamos a recorrer los campos cercanos a la ciudad, nos dedicábamos a cazar, pescar, bañarnos o simplemente a disfrutar de la naturaleza. En esos lindos e inolvidables viajes, no quedó lugar o espacio que no conocimos o exploramos, corríamos, saltábamos, nos colgábamos de los árboles, cosechábamos frutas, visitábamos los más recónditos lugares, ¡Cual de todos más espectaculares. Por esa época Luis tenía 12 años, yo 13 y mi compadre Oscar 14, en realidad nos divertíamos como nadie, fué un período hermoso e inolvidable, hoy cuando la escoba del tiempo ha barrido inexorablemente todos esos bellos años de mi infancia y adolescencia, los hecho de menos y los valoro más que nunca.

A continuación, pasaré a relatar uno de esos viajes, que tengo grabado en la memoria y que efectué junto con mis dos queridos amigos en un tren de pasajeros, el cual, llegaba muy temprano desde el sur hasta Collipulli, para recoger y dejar viajantes y seguir su ruta hacia el centro del país. 


Esta memorable expedición en ferrocarril, la efectuamos un nublado día de Abril, justo cuando el otoño comenzaba, lo hicimos en un convoy que partía diariamente desde la sureña ciudad de Temuco y que en su trayecto se detenía unas 13 veces en distintos pueblos de la ruta, antes de recalar en la estación de Collipulli, a la que llegaba pasadas las 8 de la mañana, se detenía más o menos unos 3 minutos y reemprendía su recorrido hasta la siguiente estación que era la de Lolenco, a la cuál arribaba en alrededor de 10 a 12 minutos ya que la distancia que media entre ambas localidades es de 8 kilómetros, este último lugar donde debíamos bajarnos, constaba solo de la oficina de la Estación, una bodega grande para almacenaje de mercadería y una casa donde vivía el cambiador o guarda-agujas, era pues un lugar bastante despoblado, donde el tren de pasajeros se detenía menos de un minuto, por esto, había que estar listo y muy vivo el ojo, para bajarnos rápidamente y no quedarnos enganchados arriba.


Muy cerca de la estación, existía una gran laguna entotorada, donde habitaba una variada fauna de aves acuáticas silvestres, destacándose principalmente los patos, entre ellos: Jergones chicos, Jergones grandes y Reales. Contiguo a este hermoso lugar estaba ubicado el Fundo Pan Grande, que pocos años antes había sido adquirido por la empresa forestal "Capitanac S.A.", los nuevos dueños de este predio hicieron lo que tenían que hacer en cuanto empresa forestal, es decir, inmediatamente plantaron de pino insigne toda la extensión del predio, salvo quebradas y esteros.


En la época que efectuamos esta cacería, los pinos llevaban allí alrededor de dos años, aún eran pequeños y estaban rodeados de pastos, por lo cual era un lugar perfecto, donde habitaba gran cantidad de aves y pequeños animales de caza, la abundancia de estas especies, se debía a que por muchos años, desde la época misma de la colonización, este predio fue siempre sembrado de cereales, sin agregarle ningún tipo de pesticida. Por otra parte, en las quebradas, esteros y faldeos en que no se plantaron pinos, existían extensos matorrales, donde las zarzamoras eran las más abundantes y al interior de estos tupidos y enmarañados breñales, habitaban conejos y liebres.


Debido a todas las razones que he señalado, nos encantaba viajar con mis amigos a ese lejano lugar, ya que además de pasarlo requetebién, siempre volvíamos caminando hasta nuestros hogares, felices y cargados con liebres, conejos y también algunas veces con patos o perdices.


Quiero destacar que en estas cacerías, siempre nos acompañaba una leal y aguerrida tropa de perros de todas las razas, habidas y por haber: grandes, chicos, lanudos, patojos, en fin una quiltrearía de distintos pelos y linajes, pero una cosa sí, todos eran expertos en la cacería, quiero destacar, como un homenaje a esos fieles compañeros de antaño, que nos acompañaron innumerables veces y que nos dieron tantas alegrías, el nombre de algunos de ellos que aún recuerdo como: la Diana, el Uco, el Toqui, el Guascar y el Lleco. Siempre los más pequeños como la Diana y el Uco, se internaban en los matorrales de zarzamora, sin importarles cuantas espinas se clavaran, en busca de los escurridizos conejos, los perros grandes esperaban afuera, para atrapar las presas si salían arrancando.


Cuando los más chicos detectaban una presa dentro del zarzal, se iniciaba una ladrería frenética, y al mismo tiempo, se escuchaba una tremenda sonajera de ramas rotas, los perros corrían ladrando como locos para todos lados dentro de los matorrales, mientras tanto nosotros con palos y hondas de elástico, estábamos listos para tratar de atraparlos, algunos lograban escapar corriendo como flechas, otros no, me parece increíble lo que se desataba en esos álgidos momentos, deben haber sido instantes muy parecidos a como cazaban nuestros antepasados primitivos, se producía una gritería y un frenesí difícil de retratar mediante las palabras, todo terminaba finalmente, cuando uno de los canes atrapaba la presa. 


Con mi entusiasmo por esos recuerdos del pasado, me adelanté un poco en la trama de esta historia, ya que ella debió comenzar de otra manera, es decir cuando me juntaba con mis amigos Oscar y Luis y planificábamos la salida, conversábamos 
los tres un rato el día antes sentados en el comedor de su casa, sirviéndonos un fresco jarro de agua con harina tostada y ahí, riéndonos y hablando nos poníamos de acuerdo en todo, para la jornada del día de mañana, posteriormente, en nuestras respectivas casas preparábamos el roquín y alistábamos las pilchas necesarias. 


Al día siguiente, cada uno se levantaba muy temprano, tomábamos desayuno, agarrábamos nuestros bolsos artesanales que contenían el comistrajo y la ropa seca por si nos caíamos al agua, concluido esto comenzábamos a recolectar  los perros, algunos de ellos eran de vecinos del barrio, otros eran propios, la mayoría los pedíamos prestados y el resto se sumaba solo a la expedición, cuando el Meluga (Luis), hacía sonar un pito que había confeccionado con tapas de botellas de cerveza, la quiltrería del barrio al escuchar su sonido estridente llegaban corriendo desde donde estuvieran, incluso en una ocasión llegó uno arrastrando la pata de una mesa a la que lo habían amarrado, por último cabe señalar que cuando volvíamos al atardecer la mayoría de los perros que se habían escapado para participar de la cacería comenzaban un doloroso aullar pues habían salido sin autorización y sabían que les esperaba al menos una amonestación, aunque a la próxima expedición concurrían con renovado entusiasmo a participar cuando escuchaban el pitazo.


Una vez que a nuestro parecer, teníamos todos los canes necesarios, nos juntábamos en las afueras de la casa de mis amigos, que estaba ubicada en la parte sur del recinto de ferrocarriles y justo cuando se anunciaba, mediante fuertes campanazos, la inminente llegada del tren de pasajeros, que venía desde el sur, nosotros con toda la perrería controlada, caminábamos apresuradamente para ubicarnos, en el preciso lugar donde se detenía la parte final del tren, es decir al costado del último carro de tercera.  


Permanecíamos ocultos detrás de los vagones de carga, estacionados en las vías secundarias, nos quedábamos quietos y expectantes, como se dice en jerga popular "al aguaite", conteniendo a los canes nerviosos por la espera, estos siempre eran alrededor de unos 15, apenas el tren de 8 estaba comenzando a frenar para detenerse, corríamos con toda la quiltrería, incluso con algunos en brazos y velozmente nos encaramábamos en el último vagón, metíamos los perros debajo de los asientos, de la manera más rápida que podíamos y enseguida nos sentábamos tranquilamente como si nada, los pocos pasajeros que viajaban en el carro, miraban asombrados y se reían de las rápidas maniobras que hacíamos.


Muchas veces hicimos este tipo de viajes y casi nunca revisaban los boletos, pero en esta oportunidad que estoy relatando, sí lo hicieron, habíamos terminado de esconder el último perro debajo de los bancos, cuando subieron por la parte de atrás del carro el conductor y su ayudante, ambos de negro riguroso y con cara de pocos amigos, el primero de ellos era bastante alto y con la nariz muy colorada, el segundo era un chicoco con una tremenda gorra que parecía tapón de artesa y que gritó muy fuerte, ¡Se revisan todos los boletos!. 


Los canes, estaban bien escondidos debajo de los asientos, muy quietos y no se veían, parece que sabían que estaban viajando a la cochiguagua, el conductor que ya señalé anteriormente y que desafortunadamente nos tocó en esa oportunidad, era uno de los más jodidos, lo apodaban, no sé por qué, "El Pollo"; después de revisar los boletos de otros pasajeros llegó hasta nosotros, nos miró en forma despectiva y nos pidió con voz destemplada que le mostráramos los boletos, inmediatamente comenzamos a trajinarnos los bolsillos, simulando como que los estábamos buscando por todas las carteras, en consecuencia que teníamos clarito que íbamos viajando sin haber pasaje, como se dice en jerga ferroviaria íbamos "de pavo", dada la tardanza en revisarnos infructuosamente las carteras, los conductores nos miraron bastante molestos, con cara de pocos amigos y cuando terminamos de recorrer sin ningún resultado hasta el último bolsillo y por supuesto sin encontrar nada, El Pollo ya muy enojado por la demora, nos dijo en forma áspera: 


-¡Ya pus gueones, no los vamos a estar esperando todo el día, si no sacaron boletos, vayan pagando al tiro!


Mi compadre Oscar que era el mayor de nosotros le respondió: 

-¡No tenis porqué tratarnos así!; 

El conductor le respondió: 

-¡Y qué queris que te felicitemos por viajar de pavo!

Empezamos de nuevo con la trajinadera de bolsillos, a ver si por milagro encontrábamos un peso, sabiendo a ciencia cierta que no teníamos ni una chaucha. 


El trayecto de Collipulli a Lolenco, dura aproximadamente 10 a 12 minutos, con toda la tramoya que habíamos armado, ya habían corrido como 9 minutos del viaje, finalmente los conductores se enteraron que no teníamos dinero ni para hacer cantar un ciego y menos para pagar el pasaje, recibimos una sarta increíble de garabatos, que no son del caso repetir en esta historia, eso sí, todos de grueso calibre, mientras ocurría esto, el tren empezó a disminuir su velocidad para detenerse en Lolenco, el resto de los pasajeros estaban asombrados escuchando las puteadas y exabruptos que nos lanzaban, uno de ellos, un guatón con cara de simpático, dijo socarronamente, ¡aquí el manual de Carreño de fue a las pailas!, El Pollo muy choreado, lo miró y le dijo:


-¡Qué te metí vos, acaso querís pagarle los pasajes a esta tropa de gueones!


Aprovechando que estaban dirigiéndose al gordo, él cual se sorprendió por la dura respuesta que le dio el conductor, nosotros nos miramos y nos alistamos para tirarnos abajo del tren en cuanto este empezara a disminuir su velocidad.


Observábamos preocupados hacia la parte delantera del carro y los conductores después de contestarle muy azareados al gordo, se volvieron hacia nosotros y nos miraron con rabia, incluso con ganas de quitarnos algo a fin de recuperar el valor del pasaje y ya casi nos pegaban, pero como estaban tan enfrascados en retarnos a su regalado gusto, no se dieron cuenta que a sus espaldas, uno de los perros, el Lleco, salió muy apurado desde debajo de un asiento con aspecto compungido, se apotincó en medio del pasillo, mirando hacia nosotros y se pegó una tremenda cagada, nosotros al verlo quedamos consternados, y pensamos, seguro que aquí nos van a sacar cresta y media. 


Ya el convoy había disminuido bastante la velocidad y estaba empezando a detenerse, los tres nos miramos y a un tiempo, llamamos a los perros y nos tiramos corriendo tren abajo, cuando los asombrados conductores vieron la jauría que salía raudamente desde debajo de los asientos y que casi los botaron al atropellarlos y más encima se percataron que el perdiguero había hecho sus necesidades básicas en medio del carro, se bajaron del tren y corrieron unos metros detrás de nosotros, con todas las intenciones de darnos una fleta, estaban engrifados y colorados como tomates, pero como el convoy empezó a partir altiro, debieron regresar apresuradamente al carro, no sin antes volver a taparnos a insultos y garabatos, lamentablemente para ellos se quedaron con las ganas de agarrarnos a patadas, incluso el Pollo en su apuro por subir al carro, se tropezó en un durmiente  y casi se mandó al suelo, mientras el tren se alejaba con su penacho de humo blanco y comenzaba a perderse en la distancia, los conductores desde arriba del último carro, a juego perdido, nos gritaban a todo pulmón, que en donde nos pillaran nos iban a sacar la mugre.


Nosotros, como ya no podían hacernos nada, nos reíamos a mandíbula batiente, pasado esto, ya más tranquilos, salimos del recinto estación, nos metimos con todos los perros en los potreros llenos de lagunas, pinos y zarzamoras y con el ánimo en alto y la quiltrería eufórica, iniciamos la jornada de cacería.



11 Mayo, 2017.


Armando Poo Kutscher

FIN