sábado, 11 de febrero de 2017

El Puente de Piedra, Noviembre de 2016

En 1959, cuando cumplí 21 años de edad, me fui desde Collipulli, ciudad donde residía, a trabajar como profesor primario a la zona de Talcahuano en un colegio recién inaugurado, a cargo de un Cuarto Grado de Preparatorias. Esta escuela era administrada por los curas católicos de la Orden Norteamericana de Mary Knoll y estaba ubicado en el centro de la población Leonor Mascayano de esa localidad.

Conseguí gracias a los contactos de mi padre Luis Armando, que me dieran pensión completa (comida y alojamiento) en el hogar de una familia española que vivía en la población La Higuera, contigua a la de la escuela, ellos y sus hijas, antes de irse a vivir al puerto penquista, estuvieron radicados como a una cuadra de mi casa, en la ciudad de Collipulli y mi papa era muy amigo de ellos, se trataba de un matrimonio que junto con sus tres hijas, emigraron a Chile diez años después que terminara la Guerra Civil Española (1936-1938). Ellos fueron entusiasmados, para emprender ese aventurero viaje, por el hermano mayor de doña Maribel, que llego a vivir a este hermoso país muchos años antes y que ya poseía un negocio muy exitoso y una familia bien formada en la provincia de Malleco. Él le ofreció y le ayudó a Juanjo y a su hermana a instalarse con un local comercial del mismo rubro en Collipulli, pueblo muy cercano al cual tenía su empresa. Pero a pesar de los esfuerzos de Juanjo no le fue tan bien como a su cuñado, de todas maneras le sirvió para iniciarse y conocer de mejor forma este país y después poder desempeñarse con éxito en diversas actividades, como: educación y pesca, entre otras, para terminar afincándose definitivamente en estas tierras cariñosas, donde nacieron el resto de sus hijas.

El era don Juanjo Escarraz Salona, ella Doña Maribel Aldanso Ochoa y sus hijas: Maricela del Rosario, Maricela de la Cruz y Maricela de Fátima; todos provenientes del puerto de Santoña, ubicado en la provincia vasca de Santander, cuyas costas, ricas en pesca de sardinas, son bañadas por el mar Cantábrico. Por esos tiempos, cuando llegué a su casa como pensionista, ya tenían tres hijas más y al año siguiente cuando me volví a Collipulli, nació la séptima y última, toda esta pléyade de hermosas niñas tenían como primer nombre Maricela y las que iban a la escuela, eran alumnas destacadas en sus respectivos cursos.

Doña Maribel, era una muy buena madre con sus hijas y una mejor esposa con su marido, tenía un alma grande y siempre estaba con una sonrisa a flor de labios. Me recuerdo una oportunidad en que me dijo: 

- ¡Que buen hijo eres Armando, ganas tan poco y aun así, siempre le mandas un cuarto de lo que percibes a tu madre, pienso que esto debe ser porque tu abuela paterna es española y como todos los descendientes de ibéricos, llevas en el alma un soplo del Quijote y muy escondido al interior de tu corazón un pedacito de Sancho!

La casa de los Escarraz Aldanso era muy acogedora y estaba ubicada en una gran población, donde la mayoría de los residentes eran empleados de la Compañía de Aceros del Pacífico y de las grandes pesqueras. 

Como recuerdo del episodio bélico del cual fueron partícipes, tenían en su hogar, en el lado izquierdo del acceso a la cocina, un hermoso Cristo  crucificado, hecho de una madera oscura y brillante, al parecer caoba, que medía unos treinta centímetros de alto y que también había sido víctima de la conflagración española, ya que había perdido un brazo completo, cuando las fuerzas republicanas, quemaron la iglesia donde estaba y destruyeron todo lo que encontraron a su paso. Juanjo con doña Maribel lo recuperaron de los escombros, lo limpió y tal como estaba lo llevó a su casa, posteriormente lo trajeron cuando se vinieron a Chile y según doña Maribel, él siempre los había protegido en las buenas y en las malas. 

La escuela en la cual me desempeñe ese año como profesor primario, estaba ubicada a unas siete cuadras de la casa de los Escarraz, por lo cual demoraba muy poco tiempo en llegar a ella caminando.

Don Juanjo, trabajaba por esos tiempos en una pesquera instalada en el puerto de San Vicente y por razones que desconozco o he olvidado, en el mes de Octubre de ese año perdió la pega (trabajo) y se quedaba bastante tiempo en su casa, quizás un poco preocupado y deprimido.

Por las tardes cuando yo regresaba de la escuela, conversábamos latamente de mil cosas, era un personaje muy culto y conocía al dedillo todos los escabrosos aspectos de la guerra civil, en la cual le tocó participar activamente, cuando aún era un poco mas que un adolescente.

Entre los muchos hechos que me relató, voy a narrar uno que me pareció particularmente dramático y que le ocurrió directamente a él.

Me señaló que en una oportunidad, después de haber participado en cruentos combates con muchas bajas, su batallón compuesto de unos cuarenta hombres, la mayoría tan jóvenes como él, estaba acampando a la orilla de un río pequeño, haciendo uso de tres días para descanso y reparaciones que les dio el Alto Mando. Sobre ese cauce había un antiguo puente de piedra, construido por los romanos cuando dominaron Hispania, muchos siglos antes, poseía el puente un solo arco que lo cruzaba de lado a lado y tenía una altura de alrededor de diez metros sobre el nivel de las aguas.

A sus orillas se habían instalado las carpas y otros elementos del grupo de soldados, como: cocinas, letrinas y vehículos. Todos ellos estaban lavando sus ropas con mucha dedicación, para eliminar parásitos, microbios, etc. Tenían dos grandes calderos de latón en los que hervían la ropa cuando podían  o la ocasión se los permitía, de esa manera se libraban por un tiempo del acoso inmisericorde de los parásitos.

Juanjo, tenía solo diecisiete años de edad cuando lo enrolaron, sin que lo solicitara o pidiera, ya que las ideas de él eran nacionalistas y no republicanas, como las del ejército en el cual estaba forzado a servir por esos tiempos.

El rancho del batallón de Juanjo, siempre era escaso y muy poco variado, me relató que la mayoría de los días, comían sardinas enlatadas en los puertos costeros del Mar Cantábrico. La dieta casi constante a base de estos pequeños peces, con el paso del tiempo, llevó a que apenas la podían oler, pero como el hambre mandaba, no les quedaba otra que tragar a duras penas estos productos del mar, esto hizo que todos en su grupo olieran a pescado rancio  y aceite. Y cuando el conflicto finalmente llegó a su fin, Juanjo, a pesar de la escasez de alimentos reinante en esos tiempos, quedó tan resabiado, que eliminó estos peces de su menú y hubo un tiempo muy muy largo, en que no podía ni siquiera mirar una lata de sardinas.

En la oportunidad en que ocurrieron los hechos que paso a relatar ahora, el estaba agachado en cuclillas a la orilla del cauce, refregando una camisa sobre una piedra, para dejarla bien limpia y libre de bichos y todos sus compañeros estaban en lo mismo.

Arriba del puente de piedra, observándolos como un padre, estaba su capitán, que tenía a Juanjo en mucha estima. De pronto el capitán vio en la distancia hacia el sur que, levantando un gran tierral, venía llegando a gran velocidad el automóvil de su superior jerárquico, este jefe era un comunista doctrinario acérrimo y enemigo jurado a muerte de todos los que no comulgaban con sus ideas. El vehículo se detuvo justo donde estaba parado el capitán, su superior abrió la puerta y descendió, el subalterno se cuadró y saludó como corresponde, e inmediatamente le reportó las novedades de su batallón, posteriormente hicieron variados comentarios sobre el devenir de la guerra. Estaban ya en conversaciones muy distendidas cuando el recién llegado, miró hacia abajo del puente y vio a Escarráz lavando su ropa, ahí su rostro cambio de un viaje y dijo con voz destemplada dirigiéndose al capitán: 

- ¡Todavía está vivo ese desgraciado falangista!, y con mucha rapidez desenfundó su pistola de reglamento, apuntó a la cabeza de Juanjo, y agregó: - ¡Voy a eliminar a ese infeliz!

El capitán absolutamente sorprendido reaccionó de inmediato, diciéndole a su superior.

- ¡No le dispare mi mayor, él es un buen soldado, coopera en todo y es muy valiente!

El oficial superior le respondió:

- ¡A este hay que eliminarlo, si no de repente, él le va a pegar a usted un tiro por la espalda!

Y le apuntó nuevamente para dispararle, el capitán reaccionó empujando velozmente la mano con que el alto oficial empuñaba el arma, sin embargo no pudo evitar que disparara; el tiro pasó a centímetros de la cabeza de Juanjo; este se había agachado para sacar agua con su casco, lo que unido a la rápida acción de su capitán, le salvó la vida.

- ¡Mi mayor no le dispare, apenas tiene diecisiete años y en todos los combates en que ha participado, lo ha hecho con valor y arrojo, cuida a sus compañeros y a pesar de su corta edad es muy maduro, los ayuda, aconseja y les repara sus armas!

Los soldados que se encontraban a orillas del río sobresaltados, corrieron a coger sus armas y ponerse a resguardo, pues suponían que el enemigo comenzaba un ataque.

El capitán les gritó desde arriba, ¡tranquilos muchachos!, que se nos salió un disparo cuando mi mayor me estaba mostrando su pistola Walther!

Esta vez el oficial superior, dándose cuenta de la conmoción negativa producida por su inesperado disparo y también debido a la insistencia del capitán, de muy mala gana enfundó su pistola, pero antes masculló a su subordinado, entre dientes, una advertencia y una orden perentoria.

- ¡A la primera que se raje, lo mata!, por otro lado, a este no se le puede dar ningún ascenso o medalla, aunque se distinga por sobre todos los demás, ya que para mí es un enemigo de la patria y cualquier cosa que este haga mal, usted y solo usted capitán será el responsable, y si hace una barbaridad que comprometa la seguridad del batallón, usted lo pagará con su vida.

Después de estas amenazadoras palabras, el superior con el ceño fruncido, se despidió en forma áspera, subió a su auto y se alejó en medio de una gran polvareda.

Cuando el vehículo se perdió en la distancia, el conmocionado capitán, bajó hasta la orilla del rio a conversar con Juanjo y le dijo muy quedamente, mirando para todos lados

- ¡Menos mal que alcancé a desviar el tiro y que te agachaste, sino te vuela la cabeza!

- ¡Gracias mi capitán!, dijo el aludido, nunca habría pensado que me iba a disparar un superior de nuestro propio ejército, casi me morí del susto.

Ahí su Jefe le contó lo acontecido arriba del puente, Juanjo no encontraba palabras para expresarse, estaba ante un hombre que se la había jugado para salvarle la vida, solo lo miró enmudecido.

- Quédate tranquilo, le dijo su superior, y agregó, ahora tú tienes que cuidarme a mí, ya que si haces algo que perjudique nuestro desempeño, pagaré con mi vida. Expresándose mediante palabras entrecortadas, el joven soldado le agradeció efusivamente y le prometió que jamás le fallaría.

Afortunadamente para ambos, no ocurrió nada anormal que perjudicara a su batallón, posteriormente Juanjo, debido a las necesidades de la guerra, fue trasladado a otro regimiento. 

En esta nueva destinación, le tocó participar en una gran batalla, que se llevó a cabo en medio de unos extensos trigales maduros. En un momento dado y aprovechando el desorden del momento huyó junto a dos compañeros, y se pasaron al bando nacionalista, poco tiempo después terminó la guerra, con el triunfo de estos últimos.

Finalmente, en esa tarde estival, a la oscura sombra de ese antiguo y vetusto puente de piedra romano, la suerte de vivir de Juanjo y la existencia de las siete hermosas Escarraz Aldanso y toda su descendencia, estuvieron tan solo a centímetros de ser truncadas por una bala, disparada ... justo cuando nadie lo esperaba.




Fin
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Doy las gracias por este enriquecedor retazo de mi vida temprana, a esa hermosa familia europea, que llegó a este remoto confín, desde las lejanas tierras de Cervantes.