viernes, 31 de marzo de 2017

Viaje a Caleta Nigue

A mediados del año 1945, mi papá que por ese entonces era administrador de la sucursal de una empresa cervecera ubicada en Collipulli, cuyo propietario era la sociedad Juan Friedl y Cía Ltda. con casa matriz en la  cercana ciudad de Angol, compró su primer automóvil, y este fue nada menos que un Ford T modelo 1929 que, como comprenderán, era ya a esas alturas un vehículo viejo, y además muy traqueteado debido a que los caminos que existían por esa época eran de tierra o ripiados y siempre estaban en regular estado y los vehículos por muy firmes que fueran, después de un par de años de rodar por esas ásperas rutas, terminaban convertidos en unos cacharros.

Mi viejo, dada la numerosa prole infantil que tenía y que aumentaba de año en año, para poder transportarnos a todos, decidió transformar este auto en una camioneta, para tales efectos, le sacó la mitad trasera del toldo de lona y le instaló una carrocería de madera, de esta manera el viejo Ford T, quedó convertido en una flamante camioneta artesanal, donde bastante amontonados, cabíamos todos. 

Mi papá, con el correr de los días, a mi parecer, se puso medianamente diestro en el manejo de esta cafetera, que no tenía motor de arranque, por lo cual, para hacerla partir, era necesario darle vuelta a una manivela ubicada en la parte delantera del motor, incluso cuando hacía mucho frio había que levantarle con gata una rueda trasera para que arrancara, de lo contrario “pateaba”, es decir la manilla daba vueltas al revés y podía quebrar la muñeca de la mano de quien estaba dándole manilla, por esta "patada" es que a estos vehículos se les llamaba coloquialmente burras. En realidad tenía muchas mañas.

En este antiguo vehículo, viajamos muchas veces a cazar torcazas a las montañas (bosque chileno) del fundo Pichaco, donde andaban por miles, este predio estaba ubicado al lado del pequeño pueblito de Curaco y era propiedad de don Ernesto Herdener Schneider quién, cuando mi padre vivía en la ciudad de Lautaro, fue su compañero de colegio, incluso se sentaban juntos, por tal razón siempre autorizaba a mi viejo para que ingresara en su propiedad y le disparara a los pájaros.

Algunos fines de semana hacíamos viajes a La Esperanza, villorrio ubicado a unos 12 kilometros al norte de Collipulli a orillas del río Renaico, lugar donde habíamos vivido unos años antes y mis padres tenían compadres, comadres y muchos amigos de la familia de los Poblete y los Vásquez, tales como Don Fermin, Doña Cupe, Don Tato, la Cheché y muchos más, cuyos nombres ya se me han olvidado.

En otras oportunidades viajábamos más cerca, generalmente hasta el río Caillín, que está a mitad de camino entre Collipulli y La Esperanza, en ese hermoso lugar donde existe un salto de agua espectacular, nos bañábamos, pescábamos truchas y también sacábamos camarones de río desde debajo de las piedras. Para cerrar bien el día de campo se calentaba en una fogata la rica comida casera que mi madre llevaba preparada, mientras esto sucedía, ella misma picaba y aliñaba las ensaladas. Los niños de tanto correr, jugar y bañarnos quedábamos muertos de hambre y dábamos buena cuenta de este delicioso condumio, que terminaba con ricas frutas del sector.

Con el tiempo, ya con más confianza en el manejo de su vehículo, mis padres decidieron en el verano del año 1946, hacer un viaje hasta la costa del Pacifico, que para esos tiempos era una verdadera aventura, viajaríamos hasta un lugar que ya conocían desde jóvenes, en el cual tenían amigos de la época en que vivían en la cuidad de Gorbea y que les habían prometido que cuando viajaran allí, les prestarían una cabaña para que se quedaran.

El día de la partida de este homérico viaje, nos levantamos al alba, cargamos la cacharra y salimos de madrugada de Collipulli, una quiltrería nos persiguió ladrando desaforamente hasta la salida del pueblo. Como primer desafío, para calentar el cuerpo, nos tocó bajar y subir la empinada y peligrosa cuesta del río Malleco, la pasamos exitosamente y nos endilgamos hacia la zona austral, siguiendo la ruta del mentado longitudinal sur, este camino que teóricamente unía todo el país, siempre estaba en regular estado, era angosto y peligroso, poseía una delgada capa de ripio que en algunas partes desaparecía por completo, esta vía pasaba por el centro de todos los pueblos y ciudades grandes y chicos que había a lo largo del camino.

Por esa época, esta difícil ruta, se podía transitar durante toda la época estival pero no durante los crudos meses del invierno. La velocidad a la que se podía recorrer normalmente esta vía era de 25 Kmts./hora dado que siempre el ripio estaba suelto, había cientos de curvas, cuestas, bajadas, esteros, puentes de madera en mal estado, además en esos tiempos, los viajantes tenían que tragarse toda la nube de polvo que se generaba cuando pasaba un vehículo en contra. 

Después de pinchar una rueda y de un montón de peripecias, de las cuales una fue causante de que estuviéramos a punto de que el viaje terminara de manera terrible, me explico, íbamos pasando por un tramo bastante recto del camino, bordeado de grandes eucaliptus a la altura de Perquenco, cuando de repente, por alguna razón que desconozco, el vehículo se metió al ripio suelto que orillaba la ruta, patinó arriba de las piedras, se ronceó, dio tres o cuatro saltos espectaculares y finalmente la cacharra quedó vuelta para atrás, es decir mirando para el norte, en circunstancias que viajábamos hacia el sur; para que les cuento, nos dimos cabezazos y golpes por todos lados, pero al parecer el Angel de la Guarda estuvo de nuestro lado, en realidad no nos pasó casi nada, solo nos quedó un gran susto y un recuerdo imborrable, muy asustado mí papá detuvo la cacharra, se bajó en medio del tierral y revisó las ruedas, nos contó para ver si todavía estamos todos en la carrocería, enseguida le dijo a mi mamá, quien llevaba a nuestro hermano más chico en brazos, ¡No se cayó ninguno!, rápidamente se subió a la cabina, cerró la puerta, enderezó el vehículo y seguimos raudamente hacia el sur, finalmente sin otros inconvenientes llegamos a la cuidad de Gorbea, tras las seis largas horas de viaje que nos llevó recorrer los 150 kmts. que hay desde Collipulli hasta esa ciudad.

Ahí llegamos a la casa de mis abuelos paternos que nos recibieron con alegría y después de muchos abrazos y palabras conceptuosas, nos sirvieron una suculenta once, con harta leche, queso y pan amasado, como estábamos muy cansados y molidos por los saltos y corcoveos de la cacharra, rápidamente nos fuimos a la cama y dormimos como lirones.

Al día siguiente, muy de madrugada, nos sacaron de la cama y después de un rico desayuno, servido en la cocina nos despedimos de nuestros abuelos, José y Eudocia y de nuestros tíos y tías: Tito, René y Tatán, enseguida retomamos el camino para completar la segunda etapa de este viaje.

Desde Collipulli viajamos 8 personas en la burra, entre grandes y chicos, ellos eran: mis papás, cinco hermanos y una nana, en la casa de mis abuelos, se agregó a esta comitiva nuestra prima mayor, Zoila Kucera, para ir a pasear al mar y ayudarle a mi mamá con el lote de niños. 

Esta segunda jornada, la iniciamos con muy buen tiempo, pero transitando por un camino mucho peor que el del día anterior, esta ruta, que en gran parte orillaba el caudaloso río Toltén, era bastante peligrosa, muy angosta y no tenía casi nada de ripio, por lo cual la polvareda que levantábamos y que nos tocaba tragar era inmensa, después de más o menos una hora de viaje entramos al pueblito de Toltén, al doblar por una esquina, salieron un montón de chiquillos corriendo y gritando a todo pulmón, ¡Están llegando los gitanos, cuiden sus cosas!, la gente al escuchar esto se apresuró a fondear gallinas, patos, gansos, etc, dada la mala fama que tenían por ese entonces estos personajes, con los cuales nos confundieron. 

Una cuadra después, nos detuvimos frente al único negocio del pueblo, y mis papis hicieron las últimas compras de provisiones para la larga estadía en la costa, salimos de ese pueblito y pasamos a visitar a unos antiguos amigos de mis padres de apellido Maure, quienes nos atendieron y les dieron las instrucciones a mi papá, para llegar con seguridad al lugar al cual nos dirigíamos. 

En este último tramo del viaje prácticamente no había camino, apenas una huella, por tal razón le aconsejaron a mi viejo, que hiciera el viaje por la orilla del mar, donde revienta la ola, ya que según le señalaron, la arena es mucho más firme ahí, afortunadamente recorrimos esa larguísima playa sin inconvenientes, aunque con mucho susto, ya que a veces las olas pasaban por debajo de la camioneta. Siempre pienso que arriesgado era mi viejo en ese entonces.

Llegamos sanos y salvos a la  playa de Nigue a media tarde, mis viejos, como lo señalé antes, conocían a varios pescadores de esa caleta, especialmente había uno que era más amigo de ellos, este les prestó o arrendó, no me acuerdo bien, una choza bastante grande, con techo de totora y piso de tierra, ahí nos instalamos con camas y petacas, dormíamos en el suelo en camastros que se armaban durante la noche, a la mañana siguiente todos ellos se amontonaban en un lado y se despejaba la pieza, la cual tenía un fogón en el centro, donde se cocinaban los alimentos, también había allí una mesa artesanal, muy rustica, donde todos sentados en forma muy apretada: desayunábamos, almorzábamos y nos servíamos la once-comida y que por la noche, para poder armar las camas, se sacaba y se ponía en un rincón.

Como letrina comunitaria, existía una pequeña casita forrada en lata que estaba instalada cerca de la vivienda, en cuyo interior contenía un cajón de madera agujerado, que se usaba como W.C. Por supuesto, no existía agua potable, para cocinar, beber o lavarse era necesario sacar el agua con balde de un pozo común, que estaba ubicado a unos 50 metros de la casa, el agua que se usaba para beber era previamente hervida.

El lugar era espectacular, con un gran cordón de cerros de unos 50 metros de altura. Ubicadas en la parte de atrás de la playa, las casas de los pescadores estaban a los pies de estos empinados lomajes, con vista al hermoso océano pacifico, que se abatía incansablemente sobre la costa, la distancia que había entre las viviendas y el mar era de unos 100 metros, la playa estaba cubierta de ripio y arena negra. Por las tardes sentados en las piedras, mirando como el sol se iba por el horizonte, conversábamos con nuestros amigos y hermanos de mil cosas, a lo mejor, algunas serían mentiras, no lo sé, pero que espectáculo era ese, ver como el sol se hundía en el mar, como desaparecía lentamente y cuando ya no estaba, aparecía una suave penumbra luminosa que nos encogía el alma, después nos parábamos en silencio y lentamente nos íbamos para las casas, con esa imagen del sol que moría en el horizonte grabada en nuestras almas de niños. 

La familia amiga de mis padres, que nos facilitó la cabaña, tenía como 8 hijos, más o menos de nuestra edad, con los cuales, como niños hicimos una gran amistad, nos enseñaron a fabricar hondas de ñocha, pilguas de pita, en las que echábamos los crustáceos que capturábamos, a sacar locos del mar, a pescar jaibas, a hacer atados de cochayuyo, tejer redes de pesca, en fin, mil cosas que desconocíamos por completo. Todos los nombres de aquellos niños terminaban en berto, por ejemplo: Roberto, Adalberto, Rigoberto, Nolberto, Gilberto, etc. 

Yo soy el mayor de mis hermanos y en esa época tenía 9 años, el Dube 8, la Carmen 6, el Chocho 5 y el Poroto 4. Pienso la tremenda responsabilidad que tenían los mayores con todos estos niños, que corrían como locos por todos lados, sin conocer los peligros del mar, afortunadamente nunca nos ocurrió algo grave, el ángel de la guarda debe haberles dado una buena mano a mis padres. 

Por las mañanas nos levantábamos muy temprano, sintiendo el constante ruido de las olas, al estrellarse contra los altos roqueríos, apresuradamente arrollábamos nuestras camas y las acomodábamos en un rincón de la pieza, enseguida los mayores nos mandaban a recolectar leña seca, para encender el fuego y de esa manera calentar el agua en una gran tetera, que siempre estaba negra con el hollín, una vez que estaba hirviendo, se procedía a servir el desayuno a todos en grandes tazones enlozados color blanco, que mis padres habían comprado especialmente para esta ocasión. Quizás porque en la infancia teníamos las papilas gustativas casi nuevas o porque la alimentación era poco variada, el caso es que por primera vez probamos como niños unos desayunos tan especiales, con un producto llegado de los países industrializados y se denominaba nesmilkafe. Era una mezcla de café con leche muy especial, por supuesto que acompañado por las exquisitas galletas de miel, confeccionadas con mucho amor por las dulces manos de nuestra querida madre Francisca, ¡Qué sabor tan exquisito, qué aroma inconfundible, qué recuerdos imborrables!.

Lo más de los días, con nuestros amigos bertos, íbamos a pescar jaibas reinas a los roqueríos, previamente recolectábamos machas, lapas, caracoles o simplemente usabamos un trozo de carne como carnada, esta carnada la atábamos con trozos de pita, juntábamos tres de ellas y las anudábamos a una lienza, la otra punta se amarraba a una garrocha y listo el equipo de pesca, para que este equipo se fuera a fondo se le ataba una piedra, la tirábamos al mar y esperábamos que se fuera a fondo, después de unos diez minutos la levantábamos y ya venía un par de jaibas reinas agarradas a la carnada y no la soltaban, las subíamos a la roca donde estábamos y las echábamos a la pilgua, que era una especie de bolsa tejida, donde cabía de todo.

Me recuerdo como si fuera hoy, que nos tocó en esa oportunidad, las tres bajas mareas más grandes del año, nosotros como lo señalé, éramos niños, así y todo sacamos grandes cantidades de locos, que quedaban al descubierto en las rocas de la baja mar, después de desconcharlos, limpiarlos, apalearlos y hervirlos, entre todos en la casa dimos buena cuenta de ellos, qué tiempos aquellos, aún la pesca era artesanal y a muy baja escala, el mar estaba lleno de moluscos y peces, las rocas tapizadas enteras de choros maicos que hoy brillan por su ausencia. 

En una oportunidad en que la Zoila, el Dube y yo andábamos por unos grandes roqueríos que estaban pegados a la escarpada costa y que eran batidos permanentemente por las olas y el viento, miraba para todos lados con mucha atención cuando de repente vi como a unos 15 metros, en el borde del peñasco en el cual estaba parado, un nido de patos liles, con dos polluelos bastante crecidos, que me miraban muy asustados, este tipo de aves acuáticas costeras son muy abundantes en las playas chilenas. Como en esos tiempos yo era un niño de apenas 9 años, lo primero que se me ocurrió, fue ir hasta el nido y tomar estas aves, que al parecer estaban al alcance de la mano, el Dube y la Zoila me dijeron no vayas, que es muy peligroso, te pueden mandar al agua, ellos tenían toda la razón, ya que este roquerío tenía una caída hacia el mar de unos 35 metros y todo era muy resbaloso con la humedad y las algas, pero yo porfiadamente, desoyendo lo que me decían, me boté de guata en la saliente de la mojada roca  empecé el avance hacia el lugar donde estaba el nido de las aves, recorrí como 5 metros y comencé a correrme  peligrosamente hacia la orilla de la saliente, la cual estaba totalmente humedecida con la neblina que producían las olas al chocar contra las rocas, con mis dedos crispados, me aferré como pude a las pequeñas salientes, pero se me puso difícil y me empezó a dar pánico, me di cuenta de que nunca podría llegar hasta el lugar donde estaban los polluelos, pensé en volver atrás pero mis manos y mis pies patinaban, muerto de susto empecé a gritar no me acuerdo qué, esto al parecer me dio mas fuerzas y prácticamente hundí mis uñas en la jabonosa piedra, el miedo es cosa viva, después de unos 15 minutos agobiantes y terribles, en que estuve a punto de caer al abismo, logré trabajosamente regresar al punto de partida, ahí, cansado como perro, quedé tendido de espaldas mirando el sol esplendoroso y jurándome a mí mismo que nunca más intentaría una cosa así, mientras mi hermano y mi prima me reconvenían duramente. Pero el juramento que hice en un momento tan crítico, lo olvidé a los dos trancos y al día siguiente estaba corriendo peligros iguales o peores, cosas de la infancia, al parecer la suerte estuvo siempre de nuestro lado, a pesar de todas las barbaridades que hacíamos. 

Todos los pescadores de esa caleta, trabajaban en comunidad, es decir tenían dos grandes botes a cuatro remos y un par de buenas redes, cuando las calaban cogían una gran cantidad de peces de todo tipo, me acuerdo que en una carreta tirada por bueyes iban a vender solo las corvinas a Toltén, ninguna de ellas pesaba menos de 10 kilos, el resto de los peces que capturaban, algunos los secaban, a los bacalaos le cortaban la cola y los colgaban al sol, colocaban una olla debajo de ellos para juntar el aceite que goteaba con el calor, otros tipos de peces eran charqueados y algunos los más chicos o desconocidos eran desechados.

Lo más de los días nos tocaba escalar y cruzar el cerro que estaba inmediatamente detrás de la casa, caminábamos hasta una pequeña parcela, donde nos vendían dos litros de leche de vaca recién ordeñada, al regreso, aprovechábamos la oportunidad para cosechar frutas silvestres de la zona como chupones, chupallas y otros muy exquisitos cuyo nombre ya no recuerdo.

En algunas oportunidades, cuando el mar estaba calmo, nos bañábamos en pozas que se hacían entre las rocas, el caso es que al final de nuestra estadía en ese paraíso, nuestros cuerpos estaban muy tostados con la exposición constante al sol. Para suerte de nosotros, aún la capa de ozono estaba firme, por lo que no corríamos ningún riesgo, como sucede hoy en día. 

Estábamos como a mediados de nuestras vacaciones en la costa, cuando una mañana fuimos despertados por un inusual y estrepitoso ruido del oleaje marino, las aguas reventaban con furia sobre los altos roqueríos y diseminaban para todas partes la blanca espuma que ellas producían, en realidad se trataba de una muy poco común braveza de mar, que los pescadores no habían podido prever, por esta razón, como era su costumbre, la tarde anterior calaron sus dos redes, con la esperanza de tener una buena captura de peces, sin saber lo que ocurriría al día siguiente, a la mañana del otro día, el oleaje y los vientos eran tan intensos, que no pudieron entrar a sacar sus aperos, a raíz de esto empezaron a aparecer en la playa, peces descabezados de distintos tipos, todos nos dirigimos hasta la costa a contemplar este espectáculo, la orilla quedó cubierta de peces de diferentes clases, grandes y chicos, prácticamente todos sin cabeza ya que habían quedado atrapadas en las redes.

Al tercer día, cuando los vientos amainaron y las olas bajaron su intensidad, los pescadores entraron a recoger sus aparejos de pesca, que prácticamente no tenían peces enteros y estaban todos rotos, lo cual fue una gran desilusión para ellos, pero como eran hombres curtidos en el rigor de la vida marina, con mucha paciencia y con los ovillos de cáñamo de repuesto que poseían, apenas se secaron las redes, comenzaron a repararlas a lo cual nosotros también ayudamos, ya que los bertos nos habían enseñado el uso de navetas de madera, con las cuales se tejían y se parchaban estos implementos de pesca.

Como aparecieron tantas corvinas muertas en la playa, que los pescadores ya no podían comercializar, todos fuimos a la playa a buscar estos peces, nosotros recogimos como 10, las limpiamos, salamos y las pusimos al sol para que se charquearan, a raíz de esto, estuvimos comiendo charquicanes y caldillos de pescado todo el verano. 

Cuando terminaron estas hermosas y enriquecedoras vacaciones y nos volvimos a Collipulli, éramos otros, habíamos conocido un mundo diferente, compartimos con otros niños que nos enseñaron un montón de cosas y seguramente ellos algo aprendieron también de nosotros. 

Quiero, también señalar que dos años después de este inolvidable paseo a la costa, hicimos otro viaje al mismo lugar, pero esta vez, viajamos en un antiguo camión de un rojo indefinido, marca White, modelo 1939, que mi padre había comprado como de quinta mano. 

Esta segunda vez, se agregó a la expedición un nuevo integrante de la familia, nuestro hermano Lucho que había nacido el año anterior. 

Lo pasamos de maravilla como la primera vez, además todos estábamos más grandes y también teníamos en nuestro bagaje, todas las experiencias del paseo anterior. 

Pero en este viaje, mi papá fue solo a dejarnos a la costa y volvió inmediatamente a Collipulli, ya que según le señaló a mi madre, por razones de fuerza mayor no le pudieron dar vacaciones, posteriormente, a finales del mes de Febrero nos fue a buscar, por lo cual, durante todo ese largo periodo estival, estuvimos a cargo de nuestra querida madre Francisca, quién nos cuidaba como una gallina con pollos, de tal manera que ninguno de nosotros sufrió algún tipo de accidente o daños. 

Hoy día ya viejo, recuerdo con honda nostalgia, esos días luminosos de la infancia, esos viajes tan especiales donde conocí el mar y su gente maravillosa, que nunca se irán de mi corazón. 

Agradezco a mis padres, esa gran oportunidad que nos dieron cuando aún éramos unos niños, al llevarnos a conocer lugares hermosos. Con el correr de los años he ido a miles de partes, he visitado cientos de lugares remotos, pero ninguno como esa luminosa playa de mi infancia. 


Dube: Duberly Póo Kutscher
Carmen: Carmen Póo Kutscher
Chocho: Sergio Póo Kutscher

El Poroto: Denis Póo Kutscher 



FIN 

Armando Póo Kutscher.
18 de Marzo de 2017
Frutillar. 

martes, 7 de marzo de 2017

Fundo Copihue, Noviembre de 2016

Cuando me faltaba poco para cumplir 14 años de edad y después de aprobar con empeño el primer año de humanidades, en el Liceo Nocturno Coeducacional Mixto de Collipulli, llegaron las ansiadas y merecidas vacaciones de verano del año 1952. Como siempre mi querida tía Lily, quien es a la vez mi madrina de bautizo, me invitó junto con mi hermano Duberly (el Dube, un año menor que yo), a pasar la larga temporada estival de ese año, en el fundo que administraba su marido, el recordado tío Cano.

En la carta que me escribió, me señaló claramente la forma de llegar a ese lindo lugar denominado fundo Copihue, ubicado cerca del pequeño poblado de Rariruca.

Nuestros papás estuvieron de acuerdo con este viaje y para tales efectos, nuestra madre Francisca, nos lavó, remendó y planchó las pilchas necesarias para nuestra larga estadía en el campo, también nos entregó los pesos necesarios para comprar los pasajes, y por supuesto muchos y sabios consejos: que nos portáramos bien y le obedeciéramos y ayudáramos en todo a la tía Lili.

Cuando llegó el ansiado día de la partida, nos despedimos afectuosamente de la mami y también de nuestros hermanos menores, que con pena y una pizca de envidia nos vieron partir. A fin de llegar a ese alejado lugar, era necesario que abordáramos el tren de pasajeros, que a media mañana pasaba hacia el sur. Como siempre lo hacíamos en estos viajes, llegamos unos 20 minutos antes del horario de embarque, pensando que si uno llega a la hora o atrasado a la estación, lo va a dejar el tren, mi papá se puso en una pequeña fila y nos compró los pasajes, estos eran unos cuadriláteros de cartón bastante rústicos y había que tenerlos a mano cuando el conductor pasaba revisándolos.

La locomotora apareció por el norte con unos 15 minutos de atraso, piteando y echando humo y vapor, apenas se detuvo el convoy con una chirriadera de frenos, nos despedimos con un abrazo fuerte del papi, enseguida portando nuestros bultos y paquetes, subimos al carro de tercera que se detuvo frente a nosotros, no viajaban muchos pasajeros, por tal razón fue fácil encontrar un lugar en que ambos quedáramos sentados junto a la ventanilla, acomodamos nuestro escaso bagaje en los maleteros ubicados en la parte alta del carro y, después de un largo pitazo, partió el tren. Agitamos nuestras manos en señal de despedida al papá y, acto seguido, el convoy atravesó el imponente viaducto del Malleco y ya más relajados nos fuimos mirando entretenidos el paisaje que pasaba raudo por delante nuestro, el viaje duró alrededor de una hora hasta llegar a la ciudad de Victoria, lugar donde debíamos transbordar al ramal ferroviario que terminaba en la localidad de Lonquimay, con mucha premura nos bajamos cargando nuestro equipaje y nos cambiamos de tren.

Esperamos sentados unos 15 minutos en el carro que nos tocó, hasta que partió el pequeño convoy, compuesto por una locomotora a vapor más chica que la del primer tren y cuatro carros de pasajeros. Traqueteando y resoplando inició su azaroso avance, para tratar de alcanzar las alturas de Los Andes. Después de viajar una media hora, llegamos a nuestro lugar de destino, el pequeño poblado y estación ferroviaria de Rariruca, cuando bajamos del tren, miramos para todos lados y al final dimos con el campero que nos estaba esperando, esta persona enviada por el tío Cano para llevarnos hasta el fundo, nos trajo dos caballos tusones ensillados.

Que felicidad tan grande cuando vimos los pingos, como pudimos nos encaramamos arriba de las monturas, que estaban cubiertas por mullidos cueros de cordero, agarramos firmemente las riendas, metimos los pies en los estribos, pusimos nuestros bultos por delante y partimos al tranco, conversando con el lugareño que nos fue a buscar; le hicimos mil preguntas, que él, con paciencia campesina, respondió; se trataba de un personaje moreno, curtido por vientos, soles y lluvias, producto de vivir permanentemente al aire libre. Tenía una pierna de palo que, según nos enteramos después, se la cortó un tren cuando era pequeño, aunque así y todo era un jinete muy diestro. 

No demoramos casi nada en salir del pequeño poblado y empezamos a recorrer un largo y polvoriento camino bordeado de grandes árboles chilenos; era un suelo trumao con muy poco ripio, por lo que los caballos levantaban bastante polvo. Esta ruta antigua era cruzada por muchas vertientes y tenía innumerables cuestas y curvas. 

Después de más de una hora de caminar al tranco de los llocos (caballos), llegamos a las puertas de entrada del fundo Copihue. El predio al cual estábamos arribando, tenía alrededor de dos mil quinientas hectáreas de extensión, hacía pocos años que se estaba abriendo espacio para la agricultura y ganadería así que todavía quedaban unas mil hectáreas de montaña chilena (bosque nativo) virgen, donde crecían grandes robles, raulíes, coihues, laureles, avellanos, lingues y tantos otros cuyo nombre no recuerdo en este momento. En los espacios habilitados para la ganadería había enormes rumas de árboles que habían sido derribados con hachas y corvinas. En estos espacios cercados con palos parados o tranqueros se manejaba una gran cantidad de vacunos, caballares y ovinos, también se ocupaba parte de estos lugares despejados denominados roces, para sembrar pastos forrajeros y cereales tales como trigo y avena.   

Cuando llegamos a las casas del fundo, nos recibieron la tía Lili, el tío Cano y sus dos hijos mayores (aún pequeños) nuestros primos Juanito y Mabelita. Vivían en una casa bastante grande y usaban el segundo piso, ya que la dueña del predio, doña Mercedes Badilla Padilla, tenía reservada la parte baja, la cual ocupaba muy de tarde en tarde ya que residía casi permanentemente en la ciudad de Santiago.

Nos instalamos en una pieza con dos camas, que la tía nos arregló con mucho cariño, y desde ahí comenzó nuestra estadía en ese paraíso de la naturaleza, hoy desde la distancia de los años lo aprecio más que nunca, recuerdo sus verdes infinitos, el cielo siempre azul, las frescas aguas de sus innumerables arroyos, vertientes, esteros y ríos, todo tenía ese sabor dulce de la infancia y la adolescencia, las manzanas parece que eran más rojas, los quesos más sabrosos, las sonrisas más abiertas y por sobre todo el cariño y el afecto que nos brindaban nuestros tíos y primos era sin dobleces. 

Los días transcurrieron plenos de aventuras, por las mañanas, el tío mandaba que nos tuvieran dos caballos ensillados para salir a recorrer y ayudar a arrear los piños de animales, en algunas oportunidades con mi hermano corríamos carreras a rienda suelta, talón y varilla. El Ángel de la Guarda debe habernos tenido mucha consideración, ya que nunca, a pesar de nuestras imprudencias, tuvimos una caída o un accidente. Con el pasar de los días nos volvimos diestros en el manejo de riendas, monturas y monturas así como en ensillar los pingos y arrear vacunos, ovinos y caballares, participábamos prácticamente en todas las variadas actividades que diariamente se llevaban a cabo en ese predio. En algunas ocasiones visitamos el lugar donde se procesaba madera nativa de primera, también recorrimos los espacios en el bosque donde los campesinos estaban botando inmensos árboles, con los cuales se alimentaba el aserradero de donde salían transformados en tablones, postes, tranqueros, etc. La mayor parte de la producción se comercializaba y el resto se ocupaba en el mismo fundo. 

Cuando andábamos por los potreros con nuestras hondas de elástico, que nunca dejábamos en casa, le corríamos piedrazos a los abundantes choroyes (loros pequeños) que siempre se ubicaban muy alto en los árboles, era raro que lograramos pegárles.

Con el Dube teníamos una cancha de saltos para caballos, en un potrero donde había montones de restos de maderas, palos y troncos arrumados, los cuales usábamos como obstáculos para saltar con los pingos. En una ocasión me dispuse a traspasar un montón de palos que a simple vista se veía pequeño, sin pensarlo dos veces, chicotié el pingo y partí a mata-caballo hacia la ruma, pero al llegar ahí, el rocín se retacó porque el salto que tenía que dar era descomunal, él caballo había dimensionado correctamente el brinco que tenía que realizar (cosa que yo no había hecho), pegó como un latigazo con el cuerpo y se elevó para pasar los tres metros de ancho que tenia la ruma de marras, con el envión fui a parar al anca del caballo, de alguna manera me sostuve sobre él y finalmente cuando aterrizó al otro lado, llegué al cogote de la pobre bestia, con empeño y mucha suerte logré mantenerme sobre el animal y regresar a la montura, me llevé un tremendo susto y quedé con el trasero muy dolorido.

Algunas veces, después de andar toda la mañana a caballo y dar mil vueltas por los amplios espacios, terminábamos -como se dice vulgarmente- con la lengua afuera, y para recuperarnos nos bañábamos en una piscina artesanal, que estaba ubicada al fondo del jardín y que era alimentada por un fresco chorrillo que corría desde el monte. Estas heladas aguas nos refrescaban y reconfortaban por lo que nos quedábamos un buen rato allí y como habíamos aprendido a nadar como a los ocho años de edad, bañándonos en el río Malleco, prácticamente no corríamos riesgo alguno.

Nos tocó participar también en el gran arreo anual de todos los animales del predio, para: contarlos, castrarlos, pilcharlos, descornarlos, marcarlos en la oreja y señalarlos con marca de hierro caliente, esta variada función duraba alrededor de tres agotadores días, nos acostábamos a la hora de los quesos (tarde) y nos levantábamos al canto de los gallos. Se hacía una gran minga (comida) y se cocinaba para toda la gente que participaba, que eran muchos, en esta ocasión se carnearon dos vaquillas y varias borregas. Para efectos de alimentar al gentío grandes ollas y asadores tenían pega permanente durante esos agotadores y enriquecedores días, el tinto y la chicha de manzana tenían una moderada presencia, ya que todos los participantes, para hacer bien su pega, debían estar sobrios y alertas, porque los vacunos nerviosos y doloridos por los procesos a que se veían sometidos, podían embestir, cornear, patear u atropellar a quienes no estuvieran alertas.

Otra de las permanentes actividades diarias, era la faena de la ordeña, para este fin, cada día por la tarde se separaban los terneros de las vacas, que eran alrededor de 100, los guachos -como se les dice en el campo a los becerros- eran encerrados en recintos especiales en la bodega donde funcionaban la lechería y la quesería. Las vacas eran arreadas hasta un potrero cercano, donde pastaban y permanecían toda la noche. Por la mañana siguiente muy temprano, eran traídas por un campero hasta un corral que estaba contiguo a la lechería.

Ahí unas 10 personas jóvenes, en general mujeres, se preparaban para comenzar este trabajo, unos mozos ataban las vacas a un varón (poste) y las maneaban (les amarraban las patas traseras), posteriormente soltaban el ternero que correspondía a cada vaca, este se venía derecho hasta donde estaba su madre y se ponía a mamar desesperado, ahí entraban en función las lecheras, después de unos 5 minutos el ternero era atado con un lazo y separado de la vaca, entonces los lecheros y lecheras se sentaban en sus banquetas, se ponían un balde entre las piernas y comenzaba la ordeña a mano. A medida que se iban llenado, se vaciaban en un gran recipiente. En esta faena, ocurrían variadas situaciones peligrosas, en algunas oportunidades llegaban vacas a las que nunca les habían puesto un lazo y eran muy bravas, incluso en una o dos oportunidades, estando atadas a un varón y de tanto echarse para atrás con el cordel al cuello, murieron ahorcadas.

Con esta leche, obtenida en muchos casos con gran riesgo, se hacía un solo queso enorme, redondo como una rueda de carreta chancha, que se dejaba madurar en una zaranda colgada a gran altura, posteriormente cuando estaban listos, se despachaban a Santiago para que la dueña del predio, que residía allá, los comercializara.

También en el mes de febrero, se cosechaban unas 200 hectáreas de trigo sembradas el año anterior, cuadrillas de hombres contratados de afuera, con hechonas cortaban la caña del trigo maduro y confeccionaban gavillas que iban amontando en el potrero, posteriormente carretas con barandas de coligüe, muy altas, manejadas por trabajadores muy diestros en el uso de horquetas, acarreaban todos los atados y los apilaban en la era, lugar en que estaba instalado el equipo trillador, compuesto por la máquina y un locomóvil de gran tamaño que funcionaba a vapor, ambos estaban unidos por una larga y gruesa correa que se mecía al compás del gran volante que poseía esta importante máquina motriz cuya caldera era alimentada con leña seca y agua constante para producir vapor, tenía el motor un ritmo tan especial, que aún hoy me parece escucharlo y relacionarlo con esos lejanos e incomparables días.

Con el Dube y el Paulino, que era un joven ayudante de las casas patronales, íbamos a sacar choroyes nuevos, siempre los nidos de estos se ubicaban en grandes árboles secos y los huevos los ponían en los huecos de dichos palos, nunca a menos de veinte metros de altura. Teníamos una vieja escalera que estaba en desuso, la agrandamos un poco más y en una punta le pusimos un par de ruedas y en  la otra un coligue atravesado que hacía las veces de yugo para transportarla, parábamos la escalera en el tronco escogido y cuando ella no alcanzaba hasta el nido, íbamos clavando peldaños de palo que previamente habíamos confeccionado, incluso con clavos a medio enterrar y de esta peligrosa manera llegamos a veces hasta el hueco de los palos donde estaba el nido, aquí creo que también nos protegió el Ángel de la Guarda ya que mirado desde hoy, pienso que era una maniobra de alto riesgo y requete peligrosa.

Me acuerdo siempre que el veinte de enero de ese año, mis tíos y primos partieron en auto a Yumbel, a pagarle una manda que habían hecho a San Sebastián, el Dube y yo quedamos alojados solos en esa gran casa, pero como nos habían contado que la dueña del fundo tenía pacto con el diablo, nos acostamos muertos de miedo y cualquier crujido o correteo de ratones nos hacía saltar a la cama. Al más mínimo ruido que escuchábamos parecía como si el “cola de ballico” nos fuera a caer encima, aquella noche fue espantosa, infinitamente larga, no dormimos casi nada, cuando empezó a alumbrar el sol, sentimos un gran alivio, nos levantamos rápidamente y los miedos y temores desaparecieron de un viaje. La nana llegó temprano y nos preparó un suculento desayuno, compuesto de tortillas, queso, mantequilla, dulces y un rico café con leche calientito, volvimos a la vida diaria montando a caballo y haciendo mil cosas.

Aún me parece ver al tío Cano, montando en su potro, dirigiendo las maniobras del arreo anual a gritos con el huaserío, para que atajaran a los animales que se estaban metiendo a la quebrada, o diciéndole al Chipe, ¡Arrea esa punta de novillos para que  no se vayan a los quilantos!, o cuando le gritaba al capataz Torres: ¡Anímales los perros a los terneros para que no se metan al río! A su lado como ayudante iba el Paulino al cual, en una oportunidad, el tío lo quedó mirando y le dijo ¡Aprieta la cincha si no vas a terminar en el suelo! Así transcurrían esos días excepcionales entre el ladrido de la perrería, que perseguía  sin tregua por dentro de la montaña a los animales caitas (salvajes) para juntarlos con el piño así como se escuchaba por todos lados el griterío permanente de la gallada, mientras camperos y capataces arreaban juntos esa inmensa masa de vacunos.

Había también unas dos mil ovejas que todos los años eran esquiladas, se castraban los machos y se les cortaba la cola a todas. Al mismo tiempo se tenía separados a los carneros que eran alrededor de veinte y que todo el día en su potrero especial, se estaban dando cabezazos, que retumbaban estrepitosamente en los montes, estos machos eran animales muy fuertes y hasta peligrosos, el personal encargado los juntaba con los piños de ovejas más o menos en Junio, para que las pariciones de los corderos se produjeran al comienzo de la primavera.

Hoy en día ya viejo, agradezco esa infancia y adolescencia hermosa, en la cual mi tía Lili, el tío Cano y mis primos jugaron un papel importante, muchas veces estuve en su casa, y siempre fui bien recibido y mejor atendido.

Soy un agradecido de la vida, de mis padres, hermanos, tíos, parientes y amigos, ojalá el tiempo se hubiera detenido en ese entonces, pero desafortunadamente no es así la vida, siempre en el alma queda ese dulce sabor de la infancia, adolescencia y juventud llena de aventuras, correrías y vivencia que nunca volverán.  


FIN