domingo, 30 de octubre de 2016

Frutillón

Durante varios años, mientras duró mi permanencia en Santiago y mi participación en el club de pesca y caza de los funcionarios del Banco del Estado de Chile, trabé una permanente amistad con Baldo Vilina Ansieta, descendiente de esforzados inmigrantes dálmatas, oriundo de la nortina Vallenar y en esa época ya jubilado del Banco del Estado de Chile. A pesar de que tuve algunos inconvenientes en mi comienzo en "Los Pumas", nos hicimos muy amigos y de hecho constituimos una muy buena “Yunta”, e innumerables veces llevamos adelante memorables jornadas de caza o de pesca, hombre muy ordenado, responsable, mejor dirigente y devoto del buen libar y del mejor yantar.

En una oportunidad en el invierno de 1985, con posterioridad al gran terremoto que remeció la zona de Santiago, nos pusimos de acuerdo para ir a cazar patos al tranque “Perales”, ubicado a la altura de Casablanca más o menos a 100 kilómetros de la capital. Como siempre la hora de salida el día Sábado, era tempranísimo, debíamos llegar al lugar antes que aclarara, para que las aves no se nos arrancaran. Yo partía en  mi Datsun 150Y desde Colón 8270 como a las 4:30 horas y pasaba por Eliodoro Yáñez a recoger a Baldo a las 5 en punto.

En esa oportunidad por una razón u otra, que no es del caso comentar, llegué a las 5:20 horas, detuve el auto frente al edificio donde vive con Fresia y su familia y no estaba a la vista, me extrañó ya que siempre era absolutamente puntual, me bajé del vehículo para ir a buscarlo, en ese momento con cara de asustado salió de la mampara de entrada a los departamentos y yo en son de broma le dije: ¿Chis?, te atrasaste, recién vienes bajando y el con voz media temblona, me replicó: ¡Dentro del auto te voy a contar la media tallita que me pasó, casi me cagan!

Quedé preocupado sin tener la más mínima idea de que se trataba, acomodó sus bultos y la escopeta en el maletero del auto, junto a mi perro el Frutillón, que incluso se molestó y gruñendo le mostró amenazadoramente los dientes, se subió al cacharro, cerró la puerta medio enojado y dijo: ¡Chutas, lo único que faltaba es que me hubiera mordido el perro!

Partimos, terminó Eliodoro Yáñez y entramos de lleno a la Alameda, como continuaba en silencio, ¿Y?, le dije, ¿Qué te pasó?, por lo asustado parece que viste al león, me miró diciendo, ¡Si fuera eso no habría sido nada! y empezó a relatarme su odisea diciéndome: Salí como a las 4:50 horas a esperarte y como estaba oscuro me acompañó el nochero que cuida el edificio, que ahora se arrancó para adentro y no creo que salga hasta que aclare. Como tú  siempre pasas  a la hora justa, vi venir un vehículo como a las 4:55 horas con mucha rapidez calle abajo, pensé que eras tú y te estabas pasando de largo, baje a la calzada y empecé a hacer señas con las manos, el auto frenó bruscamente como a cinco metros del lugar donde nos encontrábamos, ahí me di cuenta de que no eras tú, se abrieron las puertas y salieron cuatro ñatos jóvenes y maceteados, cada uno portando una metralleta y me encañonaron al igual que al nochero, el que hacía de jefe con la cara desencajada de rabia y que con la media luz de las ampolletas de la calle se le veía realmente siniestra, gritó, ¡Arriba las manos mierda! Y dirigiéndose a mi masculló, ¿Que buscai huevón, queris que te matemos?, no supe que hacer, quedé aterrorizado, traté de balbucear algo, diciéndole que te estaba esperando a ti para ir a cazar, el mismo tipo rugió, ¡Cállate, todos los huevones que pillamos salen con cualquier chiva!, terrorista de mierda, a quien si no a ustedes par de infelices se les ocurre, salir a las cinco de la mañana, en pleno invierno, a atajar la policía en medio de la calle, agradezcan que no les disparamos a la primera, no lo hicimos porque a ti te hallamos cara de abuelo, en ese momento sentí un miedo parido, no hallaba que hacer, cualquier cosa que intentaba decir me hacían callar de un viaje, finalmente nos dijo, vayan a acostarse y no se les ocurra más salir a hueviar a las cinco de la mañana.

Dieron media vuelta, se subieron al auto y partieron rajados, junto con el cuidador quedamos tiritando sin atrevernos a hacer nada, el automóvil avanzó como treinta metros y de nuevo se detuvo bruscamente, se abrió una puerta, pa’ que te digo lo que se me pasó por la cabeza, lo único que se me ocurrió decirle al nochero fue, ¡Aquí cagamos, ahora nos van a matar! Se bajó el que hacía de mandamás, avanzó rápidamente hacia nosotros, venia sin la terrorífica metralleta, instintivamente levantamos las manos, en esos instantes sentía que me corría un chorro helado por la espalda, se detuvo frente a mí y con otro rostro y otra voz totalmente distinta, hasta amable diría yo, nos dijo, ¡Bajen las manos y perdónennos lo bruscos que fuimos con ustedes!, somos del servicio de inteligencia, andamos de patrulla y recién como  diez cuadras de aquí  nos dispararon, al verlos a ustedes en la calle moviendo los brazos, pensamos que pertenecían a la banda terrorista que nos atacó. En todo caso logré entender que ibas de cacería, si hubieras estado con la escopeta en la mano o al hombro les habríamos disparado sin pensarlo dos veces, buenas noches, nos miramos, respiramos hondo y esta vez sí se fueron definitivamente.

Ese día el Baldo llenó la bolsa de patos, le apuntaba a todo, al parecer les disparaba con rabia como si fueran los machucados que le dieron el gran susto matutino, incluso el Frutillón, andaba al ladito de él recogiendo y sacando las aves del agua y moviéndole la cola como pidiéndole perdón, por haberle mostrado los dientes en un momento tan inoportuno.

Baldo resumió el final de la abundante cacería diciendo: “Entre los huevones que me querían cagar en la mañana y los dientes del Frutillón, de todas maneras, me quedo con el perro de mi amigo Armando”.

martes, 25 de octubre de 2016

De dulce y de agraz (Octubre 1988)

El sábado 14 de octubre recién pasado, se llevó a efecto una reunión de camaradería y pesca a orillas del tranque Rapel, malamente llamado así cuando en realidad es un gran lago artificial. El motivo de este evento fue celebrar dignamente los veintiún años de la fundación de nuestro querido Club de Pesca y Caza, del cual afortunadamente formo parte y que me ha dado tantos amigos y amigas, hermosos momentos y vivencias imborrables, su nombre, “Los Pumas”, haría pensar a muchos que se trata de un grupo predador y tal vez agresivo, más no es así, está formado por un selecto número de personas que aman la naturaleza, practican entusiastamente la pesca y la caza, pero que sobre todo, disfrutan de la amistad que se profesan.

Se estaba procediendo a premiar aquellas socias y socios que tuvieron más suerte y habilidad en coger algunos pejerreyes de la magra cantidad que nos entregó el lago ese día y más precisamente se galardonaba merecidamente con el primer premio, en la categoría damas a la juvenil y hermosa integrante del Club, Cristinita Pinto, de lo cual me alegré mucho, puesto que es una entusiasma y esforzada cultora de esta disciplina.

Alguien del grupo, por casualidad levantó la vista hacia un aromo que con su agradable sombra nos protegía del quemante sol y apuntando con un dedo, dijo: ¡Miren!, varios lo hicimos, elevamos la vista hacia lo alto y vi algo que me conmovió, un pajarillo de esos que corren por las orillas de lagos, lagunas, ríos y cursos de agua, picoteando sus alimentos, se encontraba muerto y suspendido al extremo de un trozo de nylon de pesca, enredado en una alta rama de la despejada acacia bajo la cual nos encontrábamos, la mayoría que miró no le dio más importancia sin embargo yo me puse a reflexionar acerca de como llegó hasta allí, cual fue su sino trágico, eché a volar mi imaginación y creo que fue así: se levantó una mañana feliz como todas las avecillas, rindiéndole culto al astro rey con sus trinos, gorjeos y cánticos, voló con la fresca brisa matinal hacia su lago amado, se posó en los mismos lugares en que lo hacía siempre, sabiendo que su diario sustento lo encontraría allí, picoteó feliz pequeñas algas, piedrecillas e insectos, cuando de repente, ¡ Oh sorpresa! un amarillo y apetitoso gusano de tebo, un manjar para el, sin pensar se lo tragó al instante, ¡pero que terrible engaño!, en su interior se encontraba un afilado anzuelo, el cual tenía atado un invisible y largo trozo de nylon, se asustó, voló, giró y trató por todos los medios de librarse de ese molesto elemento, el cual con la velocidad del vuelo empezó a clavarse en su pequeño cuerpo, se desesperó, se dirigió hacia los árboles que estaban cerca de la playa, se posó en una elevada rama que ya había perdido su ropaje amarillo primaveral, descansó, su respiración era azarosa, la desesperación estaba haciendo presa de él, quiso volver de nuevo hacia su querido lago, más el destino le tenía preparada una cruel jugada, la delgada lienza de pesca se enredó en la rama en que estaba posado, al iniciar de nuevo el vuelo, alcanzó a avanzar no más de un metro, fue retenido violentamente por la cuerda enredada, sintió que sus entrañas se deshacían, aleteó inútilmente, nadie se percató de 
su terrible drama, luchó solo, no hubo quién le tendiera una mano, el cansancio y el dolor lo doblegaron, al final se quedó quieto con su cabecita apuntando hacia lo alto, mirando por última vez al luminoso sol que tanto amó, la muerte piadosamente acabó con su inútil e infructuosa lucha.

¡Cuantas aves, animales, árboles y toda la naturaleza misma es dañada insensatamente de manera tan terrible por las irresponsabilidades nuestras!. Ese pescador que dejó la carnada en la playa, no se imaginó que con ello sellaba el destino de aquella avecilla, que tan dolorosamente, como un péndulo trágico movido por la brisa, nos acusaba desde lo alto de ese aromo.

jueves, 20 de octubre de 2016

Lágrimas

Dibujo: Marcelo Poo Rocco
Acompañado de mis incondicionales, el Mau y el Rescoldo (Fox-terrier y Siamés respectivamente), mirando como las últimas brisas del sur mueven acompasadamente los ramajes de notros y radales, me puse a recordar nostálgicamente el pasado y me vino a la mente una emotiva vivencia que le ocurrió a mi querido hermano Sergio, a fines de la década de los 50 del siglo pasado, cuando aún vivíamos en Collipulli, y el tenía como diecisiete años de edad, para que ustedes la conozcan, con  mucha humildad usaré la ilustre herramienta del Manco de Lepanto para recrearla de la mejor forma, no creo para nada, que lo haga como él, pero al menos intentaré que la conozcan.

A Sergio le gusta mucho la vida a cielo abierto, desde siempre ha sido aficionado a la pesca y la caza, en la oportunidad en que este hecho sucedió, era  periodo indicado para coger peces y el clima estaba especial, por tal razón, el “Chocho” como le decía cariñosamente la “mami”, decidió ir a sacar una pocas truchas al río Malleco.

Para llegar al lugar deseado salió caminando del pueblo con rumbo norte por una ruta  que va hasta Angol, paralela al cauce de este hermoso curso de aguas, avanzó en esa dirección como cinco kilómetros, teniendo a su derecha el extenso Fundo Santa Cruz, sembrado de trigales, aún muy verdes por esos días primaverales, y que alegraban la vista de los caminantes, también lo sobrevolaron grandes y ruidosas bandadas de choroyes que se dirigían a dormir a los enormes pinares de Lolenco, después de este entretenido y largo andar llego a la altura de otro predio denominado Mariluán, ahí se desvió por un camino lateral hacia la izquierda y casi de inmediato comenzó a bajar una larga, sinuosa y empinada cuesta, llegando finalmente a la orilla del agua, en dicho lugar hay un vado que cruza el Malleco, que es atravesado durante la primavera y el verano por carreteros y jinetes a caballo que viajan a la zona de Chihuaihue. El campo agrícola que se ubica en ambos costados de este camino y que llega hasta el río, se llama El Toronjil y era de propiedad en esos tiempos de Donato Samur, “el Nono”, quién nos permitía pescar sin ningún inconveniente.

Comenzó su faena como a las cinco de la tarde, la cual es una muy buena hora ya que el calor comienza a bajar y las truchas salen a comer, el elemento o artilugio que usaba para este  fin  y que todos en esos tiempos empleábamos para capturar peces era una tarra, consistía en un tarro de nescafé, por supuesto vacío, al cual en su parte abierta se le colocaba atravesado un pedazo de palo de escoba que servía de agarradero, en este se amarraba la base de la lienza que se enrollaba por fuera de este envase de latón, en la punta de la lienza que permanecía libre se ataba el señuelo que era o un terrible plateado de pulgada y media o una cuchara española, llamada así ésta última por sus colores amarillo y rojo, los mismos de la bandera de España, patria de mi abuela Eudocia y también de Cervantes.

Para efectuar este tipo de pesca avanzaba ya caminando por la ribera, ya desplazándose por dentro del agua, incluso con ella a la cintura, lanzando y recogiendo el aparejo, tratando de llegar con precisión a los mejores lugares y enganchar las truchas más gordas, evitando, por supuesto, enredar el señuelo en las piedras, trozos de árboles o ramas. En esa oportunidad como casi siempre, le estaba yendo muy bien, había cogido como siete piezas de buen tamaño, entre arcoíris y farios, llevaba de avance río arriba como dos kilómetros y había dejado atrás un largo y profundo raudal (pozón), bordeado el río por el frente de innumerables sauces llorones, cuyas dobladas ramas llegaban hasta el agua, también teñían de amarillo ese entorno luminoso los extranjeros aromos, cuyo aroma enriquecía el aire junto a miles de otras fragancias sutiles con que la primavera inundaba todos los espacios, a ese hermoso tramo del Malleco lo denominábamos en jerga pesqueril como “El Botellón”, en ese lugar había un predio llamado “El Naranjo”, propiedad rural de una antigua y prestigiosa familia collipullense muy aficionados a remar y a disfrutar del río, por tal razón bajo ese dosel de verdes tenían un pequeño atracadero, donde amarraba “el bote John”, tío paterno de quién es ahora: gran educador, concejal emérito, tocayo y gran amigo, Don Pato Gacitúa, pero esa es otra historia, sigamos pescando con mi hermano.

Se encontraba llegando a la parte final de la Genética, campo fiscal en el cual se hacía o decían que se hacían ensayos de cultivos de distintas semillas de uso agrícola. Estaba lanzando el aparejo con mucho entusiasmo cuando de repente el silencio y la quietud de esa cálida tarde fue roto por una estruendosa quebrazón de ramas, seguida del persistente y continuo ladrido de un perro, al parecer de gran tamaño, que venía corriendo cerro abajo, no se veía pero sonaba como si el can estuviera acosando muy de cerca a una asustada presa. En ese enmarañado bosque, tapizado de verdes infinitos, se estaba dando una vez más el eterno drama de la vida o la muerte, la presa huyendo despavorida buscando alguna forma de salir con vida y el cazador tratando de conseguir su fin. 

Sergio estaba en medio del río, con el agua hasta más arriba de las rodillas, recogió presuroso la lienza y se quedó muy quieto, escuchando de donde venía ese bochinche, paró la oreja, percatándose que esto sucedía hacia arriba como a media cuadra, miró atentamente a ese lugar, estaba en eso cuando una figura fugaz saltó al cauce con  mucha prisa, levantando una pequeña cortina de agua, de inmediato vio que asomaba una cabecita por encima de la corriente, dedujo en ese instante que era el animalito perseguido, despistando a su enemigo, pero no supo de que se trataba, venía presuroso nadando directo hacia el lugar donde el se encontraba, al parecer sin percatarse de su presencia, dudó entre agarrarlo o no, pues podía tratarse de un gato montés o de una guiña que lo podía dejar todo rasguñado, mi hermano es arriesgado y decidió tomarlo igual, se dijo a si mismo, si trata de morderme o arañarme lo meto debajo del agua y listo, aguardó dentro del río esperando el momento preciso en que pasara por su lado, cuando esto sucedió, con un movimiento rápido lo agarró del cuello a la pasada, el animalito pataleó y trató de escapar, lo sumergió bajo del agua para que se sosegara, posteriormente salió con el hasta la orilla, lugar en que tenía su mochila artesanal con sus ropas secas y las truchas que había pescado, ahí se dio cuenta que había atrapado un pudú, en ese entonces nosotros lo conocíamos como venado, el animalito a pesar de su gran susto y probablemente por el remojón, se quedó quieto como entregado a su suerte, se trata de un cérvido muy pequeño que habita en Chile y cuyo color es café oscuro con un tono opaco muy especial, en suma es un animal escaso y muy hermoso.

Sergio que era un gran proveedor de la casa, primero pensó que esta era una buena presa para ser cocinada, pero por alguna razón que solo el conoce, decidió llevarlo vivo para que lo vieran sus hermanos, lo sujetó con una mano y con la otra vació la mochila y colocó el pudú dentro de ella, este venadito debe haber pesado entre tres y cuatro kilos, lo acomodó echado con la cabeza afuera, después que lo tuvo amarrado y listo, se hizo la pregunta del millón, ¿cómo voy a seguir pescando tan cargado?, capaz que se corten los tirantes de este viejo morral y se caiga todo al suelo o al agua, dudó de llevarlo, miró de nuevo el bolso y en ese preciso instante algo le llamó poderosamente la atención, el pudú estaba llorando, gruesas lágrimas le corrían copiosamente de sus oscuros y grandes ojos que lo miraban fijamente, a pesar de que mi hermano es bastante duro, este inusual hecho le tocó el alma, se acordó de las historias que nos había contado nuestra querida madre Francisca, de situaciones similares con respecto a estos pequeños cérvidos, en las cuales hasta las personas del corazón más endurecido se conmovieron al contemplar escenas como la más arriba relatada.

Mi hermano se sintió muy conmocionado al ver la infinita pena reflejada en la mirada del animalito, al mismo tiempo observó su ropa seca, zapatos de repuesto y el producto de la pesca tirados en el suelo y no sabía en que llevarlos, además tenía ganas de seguir pescando, se rascó la cabeza, lo pensó dos veces y fue para suerte del pudú, con cuidado desamarró la tapa de la mochila, el ciervito estaba muy quieto, lo sacó y lo puso parado sobre el pasto, no hizo ningún intento de salir arrancando, volvió la cabeza hacia el con su orejas muy derechas, lo miró como dándole las gracias por perdonarle la vida, posteriormente paso a paso caminó muy lento hasta la entrada del bosque, ahí se detuvo y volvió a mirarlo largamente, ya no tenía lágrimas y se perdió en la floresta como una suave sombra.

El Chocho se sentó en el suelo, conmovido por esta situación tan especial, que nunca antes le había ocurrido, miró un rato correr las aguas del Malleco, se sintió mejor y pensó, este venadito estaba hoy en su día de suerte, primero escapó del perro, que si lo hubiera cogido, jamás lo habría perdonado, luego saltó valerosamente al caudaloso río donde también se pudo ahogar y finalmente vino a parar a mis manos y gracias al recuerdo de las hermosas narraciones que nos había entregado la mami y sus lágrimas que me conmovieron, pudo volver a su bosque amado y vivir un día más, o muchos días más, escuchando el eterno murmullo de las aguas y el leve susurrar del viento entre las hojas de los robles, peumos y boldos que crecen allí por doquier.

Calmadamente, rellenó su vieja mochila artesanal, la amarró bien y se la echó al hombro, se comió una rica manzana silvestre y siguió pescando río arriba.

sábado, 15 de octubre de 2016

El Camino

Armando en Dichato, retrato por Marcelo Poo Rocco
Unos cuatro meses después de egresar de sexto Humanidades, que cursé en  el Instituto Victoria de los Padres Mercedarios, por razones económicas no había podido seguir estudiando y tampoco había encontrado trabajo. En conocimiento de esta situación, mi tía Lili, hermana de mi padre, que es a la vez mi madrina de bautizo, me escribió una carta, ofreciéndome una pega (trabajo) en el aserradero que estaba dentro del predio, “San José de Coliumo”, administrado por el tío Cano, su marido, ubicado muy cerca de la costa de Dichato, acepté, junté unas pocas pilchas y me las envelé en tren rumbo a ese hermoso balneario, corría el año 1957, mi querida tía me recibió en su casa con gran cariño, como lo había hecho muchas veces, cuando era estudiante y salía de vacaciones.

El trabajo consistía en hacer las labores de capataz, o más bien encargado de que el aserradero funcionara con regularidad y ojalá sin fallas, mis conocimientos eran muy pocos, pero con empeño y esfuerzo aprendí lo necesario para desenvolverme más o menos bien. En esta procesadora de maderas, que era muy avanzada para la época, todo funcionaba eléctricamente, mi labor comenzaba a las 6:30 horas de la mañana, me levantaba, tomaba desayuno en la casa y posteriormente me dirigía hasta el lugar del trabajo, que estaba a unos 500 metros, llegaba a eso de las 7:00, conectaba la electricidad que alimentaba los motores, también controlaba la llegada del personal y me ponía de acuerdo para todo con el “Palanquero”, que era el encargado de manejar la máquina más importante de la empresa.

Por la mañana registraba los trozos que traían del campo o lugar de volteo y por las tardes, antes de retirarme, contaba las pulgadas de madera de pino que se habían hecho, en fin era un trabajo bastante complejo pero aprendí a realizarlo bien.

El personal del aserradero, estaba constituido por chilenos de distintas edades, historiales y de cataduras muy diferentes, algunos de miradas aviesas que prácticamente no hablaban, otros muy extrovertidos, la mayoría tenía un largo historial, algunos no muy buenos, pero eso sí, todos eran excelentes trabajadores. Uno de ellos que operaba en la salida de la sierra canteadora y que frisaba los 30 años, era de carácter alegre y conversador así que hicimos amistad, y en las horas de descanso me narraba historias que le habían sucedido a lo largo de su vida de obrero, fueron muchas y algunas muy fuertes como la que paso a relatar ahora en sus propias palabras:


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En una ocasión a finales de los años 30 cuando tenía como 13 años, un pariente me llevó a trabajar como conductor de carretas en una faena de construcción de un camino que llegaba hasta Valdivia, la faena era a la altura de Pishuinco.

El jefe de la cuadrilla tratera, en la cual comencé mi vida laboral, era un hombre curtido, endurecido por la vida y las eternas faenas al aire libre, manejaba un grupo de seis carretas tiradas por bueyes, con sus respectivos conductores, además de varias personas que, con palas y picotas, rebajaban los lomajes y cargaban los carros para redistribuir la tierra y emparejar el camino. Todo de acuerdo a las instrucciones que les daba el ingeniero a cargo de la obra.

El equipo de obreros eramos como 25 personas a cargo del jefe de la cuadrilla que mencioné antes, trabajábamos solos, sin la supervisión del profesional encargado, que aparecía de tarde en tarde por ese lugar, especialmente para verificar el avance de la obra y también para cancelar los salarios. Se trabajaba a tratos, es decir se pagaba por metro de camino terminado. 

Podría agregar muchas cosas más, pero mencionaré que se trataba de hombres muy duros que por un "quítame allá esas pajas”, se trenzaban a golpes o a cuchilladas. Simplemente en esos grupos reinaba la ley del más fuerte en toda su expresión. 

Un día caluroso de verano, estabamos afanados trabajando, cuando a media tarde y en la distancia, vimos venir a un campesino a caballo que avanzaba con paso lento, el montado vestía una chaqueta corta de color claro, seguramente de paño delgado y se dirigía directamente hacia el lugar donde estabamos trabajando, en la cabeza llevaba puesto un sombrero alón muy desteñido, el resto de su ropa era oscura, calzaba zapatos de huaso y un par de espuelas de mediano tamaño, muy carreteadas. El pingo (caballo) que montaba era un viejo alazán tranqueador ensillado con una antigua montura chilena, rematada por un mullido cuero de oveja, la rienda era de tientos trenzados y terminaba en una penca de zuela, todo se notaba muy usado, ya que seguramente lo ocupaba a diario en sus faenas, por delante llevaba una manta y un par de alforjas con alimentos al igual que en la parte trasera de la montura.

El jefe de la cuadrilla y su segundo, cuando lo vieron acercarse se miraron de manera cómplice y esperaron la llegada del jinete, que obligadamente debía pasar por ese lugar. Se pararon en medio del camino cada uno afirmado en su picota. Al enfrentarlos el jinete detuvo su caballo .

Los obreros le dijeron: 
¡Buenas tardes don!

Respondió el montado: 
¡Buenas tardes caballeros! 

Le preguntaron: 
¿De donde viene y pa donde va?

Les contestó un poco nervioso:
¡Fui al hospital del pueblo por un dolor que tengo en la pierna derecha, y me vuelvo para mi casa con algunas cositas para mi mujer y mis hijos chicos!

¡Qué bueno! dijeron los dos. Pero no se hicieron a un lado para darle la pasada.

El de a caballo se dio cuenta de que algo querían hacerle y para tratar de evitarlo, tras decir ¡Con permiso! picó espuelas en las costillas de su bestia, esta dio un salto hacia adelante y en ese instante sucedió algo horrible, nunca en mis 13 años me había enfrentado con algo así, todavía era un cabro nomás y me tocó ver algo que hasta hoy no me lo puedo sacar de mi mente, y que muchas noches no me deja dormir.

El jefe de la cuadrilla fue más rápido que el jinete, levantó la picota, la hizo dar una voltereta mortal y la clavó en medio de la frente del alazán, este lanzó un relincho agónico y antes de que llegara al suelo pataleando, el de la otra herramienta -el segundo del jefe- con un golpe tan certero como el primero, ensartó sin piedad su picota en la cabeza del jinete, ambos murieron en el mismo instante, yo quedé paralizado mirando la escena cuando, sin ni una pizca de sentimiento, el jefe de la cuadrilla me ordenó: ¡No estís paveando!, desamarra la carreta y trae los bueyes enyugados y una cadena, lo hice casi en forma mecánica, el mismo amarró el caballo y el jinete muerto y me dijo: "Arrástralos hasta el lugar que estamos rellenando con tierra"; antes el y su segundo le sacaron de sus bolsillos todo lo que era de valor, entre ellos un reloj de bolsillo y unos pocos pesos, además al caballo le retiraron las bolsas y prevenciones llenas de comestibles y embelecos para los niños.

Con mucho susto y pena hice lo que se me ordenó, se me llegó a encoger la guata y no era capaz ni de hablar siquiera. Arrastré al pobre lloco (caballo) y al jinete hasta el lugar que me dijeron. Todo el mundo guardó silencio cómplice, nadie hizo comentarios, las carretas con tierra rápidamente enterraron los cuerpos, en menos de media hora no quedó ningún rastro de que alguien hubiera pasado por ese lugar. Quedaron bajo la ruta para siempre, ¿Cuántos miles de personas y vehículos habrán pasado sobre ellos sin tener idea?

Al día siguiente, pasaron por ahí unos niños un poco menores que yo, preguntando por el jinete, se me partió el corazón al decirles que nunca lo habíamos visto, cuando en realidad estaba enterrado a unos pocos metros de nosotros, uno de los jefes se acercó y  con gran descaro les dijo: ¡a lo mejor se jué pa’ la Argentina!

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Eso fué lo que me relató ese amigo en aquella ocasión, quizás esta historia resulte muy dramática y dura para muchos, pero fue la triste realidad que aconteció en todo los caminos y vías férreas, que se construyeron a finales del siglo XIX y principios del XX, en esta larga y angosta faja de tierra llamada Chile. La cuota de sacrificios en aras del progreso fue alta, muchos murieron en accidentes, otros peleando a cuchillos o a balazos y también a los que se les quitaba la vida para robarles sus pertenencias, como ocurrió en este caso que he relatado y que me lo contó un testigo directo de este hecho.

Las cosas en el devenir del tiempo no han cambiado mucho, el hombre es un ser impredecible: las necesidades, la política, las guerras, el hambre y las diferencias de razas hacen que todos los días: leamos en la prensa, escuchemos en la radio y observemos en la televisión hechos como el descrito o peores, espero que en un futuro cercano, ojalá todo cambie y que haya más equidad, menos hambrientos y una sociedad más justa, que todos se respeten y que hayan mucho mas manos abiertas y menos puños cerrados.



Glosario: 
Tía Lili: Lidia Póo González, hoy a sus 96 años reside en Collipulli.
Tío Cano: Juan Orlando Guzmán Sánchez (QEPD).

martes, 11 de octubre de 2016

Primavera del 53

Armando (a nuestra derecha) y Oscar "Tito" Carrasco
En 1950, cuando recién había cumplido los 12 años de edad, cursé el “sexto de preparatorias” en la Escuela Superior de Hombres de Collipulli, cuyo director por esos tiempos, era el señor Alberto Encina Millar y que funcionaba en un hermoso y antiguo edificio de ladrillos, construido a finales del siglo XIX, bajo la presidencia del insigne mandatario don José Manuel Balmaceda y Fernández, con las primeras platas del salitre. 

Ahí teniendo como profesor jefe al recordado maestro Don Teobaldo Morales Pacheco, conocí como compañero de curso a quien fué mi amigo y compadre, el “Tito Carrasco” (Oscar Sergio Carrasco Seguel) QEPD y a través de él trabé amistad con sus hermanos Mario y Luis (el Meluga) así como conocí a toda su extensa familia que vivía en una pequeña casa ubicada en el recinto de Ferrocarriles, situada en el extremo Sur de los terrenos de dicha Empresa.

Su madre, doña Carmen, me atendió siempre con cariño, como uno más en la mesa, su padre don Gregorio, un buen hombre, era funcionario de ferrocarriles cuando aún no existía la Ruta 5 y la carretera que unía a Chile, denominada pomposamente “panamericana”, apenas merecería hoy el nombre de “camino vecinal”. En atención al mal estado crónico que siempre presentaba dicha ruta, aún no había camiones que se atrevieran a transitar en forma permanente por ella, por tal razón obligadamente los trenes acarreaban toda las mercaderías del país, debido a ello las estaciones ferroviarias manejaban un impresionante flujo de convoyes que iban y venían y los funcionarios, como “don Goyo”, tenían una gran responsabilidad.

Siempre permanecerá archivado en mi memoria el pitazo largo -y a veces triste- de las locomotoras a vapor, el olor tan especial a carbón de piedra quemado en las calderas de esas ennegrecidas máquinas, el chás-chás de sus aceleradas con patinazos en los rieles y los golpes sordos y secos al unirse las muelas de los carros, sus resoplidos y el traslúcido y mágico velo de vapor que constantemente las envolvía.

También haré una corta mención a los sufridos hombres que manejaban las locomotoras, los Maquinistas, siempre tiznados y pasados de aceite, con la piel arrugada y tostada por todos los vientos del territorio, recibiendo de frente el fiero calor de la caldera y por la espalda el frío que bajaba de los Andes o subía del mar, ellos sabiendo la inmensa responsabilidad que les pesaba, viajaban siempre alertas con una mano en el freno y la vista puesta fijamente en las infinitas vías.

La Estación de Ferrocarriles era un mundo bullente y distinto, hoy ya totalmente en retirada, siempre una gran multitud de personas acudía al horario de pasada de los trenes, entre ellos el de 8, el de 11, el de 6, el rápido y otros. Las bodegas del recinto estaban siempre rodeadas de carretones tirados por caballos, sacando las mercaderías que abastecían todos los negocios, boliches y cantinas del pueblo, hoy las sombras del olvido rondan por sus rincones, el pasto y el silencio han cubierto sus oxidadas vías ¡Que pena me da ir allí!, incluso los ancianos eucaliptus que galanamente daban la bienvenida al extenso patio de bodegas y que quizás cuantas generaciones de carreteros y jinetes cobijaron a su fresca sombra, ya no están.

Por las noches cuando el silencio se apoderaba de Collipulli y la mortecina luz que proporcionaba la Cía. Molinera El Globo al pueblo apenas iluminaba las oscuras calles, acostado en mi cama escuchaba el paso de los trenes y me impresionaba sobre todo, el ruido tan especial que hacían al cruzar por sobre el metálico viaducto del Malleco, era un sonido fuerte, profundo y poderoso, que aún hoy en mis noches de insomnio me parece sentir, mi imaginación volaba, pensando a que remotos parajes llegarían, cuantas lluvias y soles los acompañarían en sus interminables jornadas, en fin, mil viajes que mi mente joven creaba con infinitos matices.

¿Cuántas veces anduve en esos trenes?, no lo sé, pero siempre fue un agrado hacerlo, recuerdo mis primeros viajes desde mi natal Gorbea a mediados de la década del 40 del siglo pasado, especialmente, algunos que hice con mi tía Lili ó mi abuela Eudocia, quien me daba una fruta o un dulce y siempre me colocaba al lado de la ventanilla, para que me entretuviera contemplando los paisajes y la gente, mientras ella me hablaba con nostalgia de su lejana España. Me encantaban sus espacios interiores, los boletos de cartón, los barnizados asientos de madera de los carros de tercera, el abigarrado grupo de pasajeros que daba vida a esa comedia incomparable que significaba cada viaje, ahí estaban las familias que sentadas frente a frente degustaban pollos y viandas exquisitas, los serios conductores con sus negras gorras, los pequeños contrabandistas que acarreaban aguardiente de Diuquín, los que se hacían los dormidos para no pagar los pasajes, el ir y venir de vendedores con sus gritos característicos: ¡Malta, papaya y pilsen!, ¡A las ricas tortas de Curicó!, ¡Pruebe los sabrosos pollos de San Rosendo! ó ¡Sírvase las ricas sustancias de Chillán!, y siempre, siempre el verde e incomparable paisaje de esta angosta faja, corriendo raudo por las ventanillas y que nunca me cansé de admirar.

En ese mundo de pitazos, ruidos de trenes y ajetreo constante vivían Oscar y Luis, para mi siempre fue placentero ir donde ellos. Jugábamos y nos divertíamos como nadie.

Con mis amigos “Los Carrasco”, recorrimos a pie cuanto lugar agreste había en la zona de Collipulli, las distancias se medían por el poder de nuestras ágiles zancadas, no se nos escapó nada: ríos, quebradas, cerros, lagunas, valles, cavernas, llanos, oscuras montañas, esteros y chorrillos, conocieron las huellas de nuestras pisadas, escucharon nuestras voces y supieron de nuestras penas y alegrías. En estos constantes recorridos, no hubo arbustos o árboles frutales que no fueran honrados con nuestra golosa presencia, nos encaramabamos en añosos perales, apaleamos quintas enteras de manzanos, les corrimos garrotazos a macetas de digueñes ubicadas en lo mas alto de los hualles, sacudimos cerezos, dimos cuenta de uvas y zarzamoras, en fin, para la vehemencia y las ganas de la juventud que corría por nuestras venas, no hubo espinas, peligros o árboles altos que nos impidieran gozar de cuanta fruta ponía la naturaleza a nuestro alcance, creo que si hubiéramos vividos en el Paraíso, la serpiente se habría quedado sin su mítica manzana.

Cuando llegaba la primavera con sus cantos de vida y sus mantos de flores, el aire se entibiaba, los días comenzaban a alargarse y los ríos a disminuir su cauce, sus agitadas aguas achocolatadas se calmaban y tornaban a un verde profundo, que reflejaba nostálgicamente en sus ondas, el mágico color de la desaparecida selva araucana. Entonces iniciabamos nuestra alegre temporada de pesca, los aperos que usábamos eran mínimos: un tarro y un terrible, primero con lienzas trenzadas que nos producían, al enrollarlas profundos cortes en las coyunturas de los dedos, posteriormente, cuando apareció el nylon monofilamento, este problema se acabó.

Estos viajes siempre duraban todo un día, de madrugada, tipo 5:00 a  5:30 de la mañana, cuando el  sol apenas empezaba a derrotar la penumbra iluminando tenuemente las adormiladas calles del pueblo. Me levantaba y rápidamente me vestía, tomaba todos los elementos que había dejado preparado el día anterior, entre los cuales no podía faltar la bolsa de “roquín” que mi madre Francisca me ayudaba a preparar y que generalmente contenía: pan, tomates, sal, harina tostada y pare de contar, emprendía el viaje solo o a veces acompañado por alguno de mis queridos hermanos, endilgaba o endilgábamos por Saavedra hacia abajo, que en esa época era una polvorienta y ancha avenida, donde durante el año se llevaban a efecto importantes eventos de la comunidad, tales como la instalación de las ramadas para celebrar el 18 de Septiembre o las concurridas y gritadas carreras de caballos a la chilena y también en este ancho callejón, en el verano, cuando el sol calcinaba su desnudo suelo, era adornado con las carpas multicolores de circos y también de los gitanos.

Caminábamos con paso rápido hasta el viejo molino de Don Armando Gacitúa Lillo, que era prácticamente el límite del pueblo por el lado norte, al llegar a él, doblábamos a la izquierda y tomábamos por Bilbao, en la segunda cuadra de esta calle se encontraba la cárcel, antiguo y vetusto edificio amurallado de ladrillos, también construido a fines del siglo XIX con los ingreso del nortino nitrato y que en esos tiempos tenía fama de ser un presidio temido, albergando en su interior a los más connotados hampones de la nación. Por esa vía se llegaba directamente al recinto ferroviario.

Mis amigos estaban siempre listos para emprender el viaje, salíamos por el camino que va a la ciudad de Angol y que pasaba justamente por un costado de su casa, era una ruta solo ripiada y en regular estado, bordeada de viejos cercos de alambre e innumerables  matas de rosa-mosqueta que aún en esos tiempos lucían todos su rojos frutos, debido a que los ávidos comerciantes, todavía no les habían hincado el diente.

Conversando de mil cosas, jugando, corriéndole hondazos a los pájaros, cercos y postes, tirando tallas, haciendo bromas y riéndonos de todo, recorríamos ese solitario camino, pasando por la Genética, el Fundo Mariluán, que en lengua mapuche significa 10 guanacos, animales que seguramente en el pasado, antes que llegaran las huestes castellanas, poblaban profusamente estas tierras, continuaban los predios el Toronjil y Lolenco y finalmente llegábamos a los comienzos de la gran Hacienda Santa Elena, que partía con un ancho cerco vivo de matas espinosas y continuaba con una inmensa avenida de eucaliptus; al empezar esta arboleda nos desviábamos a la izquierda abandonando la ruta, pasábamos frente a una vieja y arruinada casa de lata y por un polvoriento camino para gente de a pie, comenzábamos a bajar la cuesta del Malleco, la cual tenía mucho menos pendiente que en Collipulli, a media falda cruzábamos un ancho canal de regadío por sobre un delgado madero, ubicado precariamente encima del cauce. Teníamos que actuar como verdaderos equilibristas para atravesarlo.

En una oportunidad, era la primavera del 53, en que íbamos bastante apurados, el Meluga perdió pie y cayó al profundo canal como a las siete de la mañana, corrimos hacia abajo y dificultosamente logramos sacarlo del agua, se mojó entero y tiritaba de frío, rápidamente mi compadre y yo le proporcionamos pilchas secas para que se vistiera y pudiera continuar, afortunadamente la cosa no pasó a mayores y quedó de manifiesto -una vez más- la gran camaradería y solidaridad que reinaba entre nosotros.

Terminada la cuesta, ingresábamos a una gran vega empastada con trébol rosado siempre húmedo por las mañanas, a veces salían corriendo liebres o conejos y también volaban asustadas perdices, gritábamos con entusiasmo y les lanzábamos peñascazos con las hondas de elástico, para darle mas color a la cosa les animábamos los quiltros que nos acompañaban, como estos siempre estaban con el diente largo y la guata pegada al espinazo, obedecían al instante y corrían como poseídos, ladrando desaforadamente, con la quimérica idea de conseguir un suculento desayuno, pero siempre lo único que ganaban era llegar muertos de cansados y con la lengua afuera.

Habitualmente nos encontrábamos con el río Malleco en un lugar donde en la primavera se construía un precario tranque artificial, para desviar parte de las aguas y regar campos ubicados en el lado oeste de su cauce.

Alegremente, nos sentábamos a la orilla, mirando correr sus cristalinas aguas, que aún no estaban contaminadas pues Collipulli no contaba con alcantarillado, hacíamos comentarios alegres acerca de la cantidad y tamaño de los peces que nos gustaría coger ese día, rápidamente nos cambiábamos de ropa, vistiéndonos con trajes de baño artesanales o algún viejo pantalón de gimnasia y en los pies, zapatos o zapatillas al final de su vida útil, guardábamos todo en mochilas o bolsos que nosotros mismos confeccionábamos, las colgábamos al hombro y partía la jornada de pesca.

Tarro en mano, borneando con agilidad el terrible, lo lanzábamos a las heladas aguas para tratar de coger el primer pez, casi siempre algo enganchábamos en este pequeño tranque, seguidamente comenzábamos a caminar río arriba, tirando el señuelo en cada rincón del cauce, donde a nuestro experimentado parecer pudiera picar alguna pieza, sobre todo nos gustaba lanzar casi debajo de los sauces llorones, cuyas ramas llegaban hasta el agua y eran peinadas por las corrientes, este tipo de árboles junto con los aromos son muy abundantes a orilla del Malleco, acompañados por interminables matorrales de zarzamora, desde cuyo interior a veces, aparecen las claras y anchas hojas de las parras, cuyas semillas el río robó alguna vez de las viñas franciscanas y para deleite nuestro las sembró por sus extensas riberas.

El día empezaba a correr y los bolsos por supuesto a llenarse, en las corrientes suaves y semi profundas, donde el fondo se ve de un color verdoso y hay grandes piedras sumergidas, casi siempre detrás de ellas está esperando una trucha para alimentarse con lo que sea, son muy voraces, Cuando la trucha se lanza como una centella sobre el terrible y lo muerde, se siente un fuerte tirón, esto siempre iba  aparejado con una gran exclamación del dueño de la lienza, si el pez era de tamaño grande, arrancaba a cualquier parte dando impresionantes saltos, haciendo silbar el sedal, ahí funcionaba la muñeca y la pericia del pescador, para transformar después de una ardua lucha, el pez en pescado. El pescador una vez que lo tenía fuera del agua, lo levantaba orgulloso para mostrarlo al resto, los demás aguijoneados por un poco de sana envidia, redoblaban sus esfuerzos para coger otro ojalá más grande.

A la hora de almuerzo, nos deteníamos en un recodo del río con muy buena vista, una agradable sombra y mucha arena, hacíamos una fogata con palos resecos por el sol, que el río había arrastrado y acumulado en sus crecidas invernales, una vez que el fuego  estaba ardiendo con fuerza y empezaba a transformarse en una buena braserada, nos acercábamos al agua y limpiábamos una trucha para cocinarla, casi siempre la más bonita (la más grande), previamente aliñada con sal o lo que lleváramos, la ensartábamos a lo largo en una gruesa varilla de mimbre descascarado, que hacía la veces de asador, enseguida la envolvíamos con las mismas tiras de cáscara y la colocábamos encima de las brasas, quizá sería por el hambre joven de esos años o que la papilas gustativas las teníamos en mejores condiciones, pero nunca recuerdo haber comido truchas tan sabrosas como aquellas, y eso que no disponíamos del rico vino blanco para honrarlas.

Una vez que el hambre era derrotada por este suculento almuerzo, nos tendíamos en las calidas arenas a descansar y a conversar del resultado parcial de la jornada, escuchábamos embelesados el sonido de las aguas discurriendo alegremente entre ramas y piedras, el canto de las cigarras, el zumbido de abejas y moscardones en su incansable tarea de polinizar cuanta flor estuviera a su alcance y también el trinar de entonados parajillos, enfrascado en la dura faena de alimentar a sus nuevas generaciones, era un concierto de vida-primavera inigualable, dirigido por la cálida brisa del sur, quien acompasadamente mecía los aromos llevando el ritmo de esta sinfonía si  par.

Los soles de esos tiempos no eran tan dañinos como los de hoy, el ozono existía en cantidades normales y solo nos tostábamos, transcurrido un rato prudente nos tirábamos al agua, nadábamos, jugábamos y hacíamos piruetas lanzándonos en piqueros desde altas rocas, para demostrar nuestra audacia y que no le teníamos miedo al río.

Después de una media hora de retozar en el agua, decidíamos continuar la pesca y de nuevo a caminar por dentro y fuera del cauce. En nuestro avance cruzábamos quintas, huertos, chacras, casas abandonadas y en todas partes había frutas verdes y también maduras tales como manzanas, peras, duraznos, uvas, etc., las cuales pasaban a constituir nuestro postre, además estaban las autóctonas como: el maqui, boldo, cóguiles, quilo y muchas otras a las cuales les hacíamos un espacio en nuestra selecta dieta.

Cuando por una mala maniobra se nos quedaba enredado el terrible, teníamos que recuperarlo de cualquier forma, así estuviera enganchado en la mas larga rama de un roble, colgando hasta la mitad del río o enredado en una profunda piedra en medio de una oscura corriente, era el único señuelo que llevábamos y si llegábamos a perderlo nos quedábamos sin poder continuar pescando, por esta razón y tal vez por muchas otras, nos transformamos en eximios escaladores de árboles, incansables caminantes y avezados nadadores.

En las partes correntosas y hondas, para poder cruzarlas, formábamos una cadena humana con las manos apoyadas en los hombros, los más chicos iban siempre al medio, ya que si la corriente del agua les impedía afirmarse en el pedregoso fondo, los más grandes los sujetaban hasta llegar al otro lado, a pesar de que éramos jóvenes y arriesgados, nunca estuvimos realmente en peligro de ahogarnos o que nos sucediera alguna desgracia. Conocíamos todos los rincones y vericuetos del Malleco y tanto recorrerlo creamos un mapa geográfico no escrito con nombres como: el raudal de la perra, el peumo, la peña, la turbina, la vuelta de don Pioco, el codo, el puente de cimbra, la vuelta del toronjil, la casa de lata y muchos más que hoy se me escapan.

En una oportunidad le picó un gran pez al Meluga y como estaba al medio de una amplia corriente, la trucha empezó rápidamente a dar vueltas alrededor de él y prácticamente lo maneó, cuando estuvo la lienza bastante corta y tensa, pegó un tremendo salto, seguido de un fuerte tirón y cortó el duro sedal, casi lo lanza de espaldas al agua y el nylon le dejó unas profundas marcas en las piernas, se quedó sin pez y sin su único terrible, muy apenado debió ir detrás nuestro, conformándose con tirar hondazos y apalear manzanos.

Tanto caminar por el agua, casi siempre los zapatos o zapatillas terminaban haciéndose pedazos, el fondo del Malleco, es casi todo de piedra ya que tiene mucha corriente y no acumula arena, esto ayudaba a que se desarmara cualquier tipo de calzado a veces también usábamos alpargatas de cáñamo, estas apenas duraban  dos o tres salidas y se rompían ya que la parte superior era de género, por lo que generalmente la mitad de la pesca la hacíamos a pata pelada, al finalizar el día apenas podíamos caminar, pero estas constante salidas a pescar y caminar por las piedras endurecieron nuestros pies y hasta hoy puedo andar por rocas y suelos muy disparejos sin ningún tipo de problemas.

Cuando el sol se iba por detrás de los cerros de Chihuaihue y caía la tarde, casi siempre salíamos en la vuelta del Toronjil, profundo raudal que se hacía en un recodo venerable del río, ahí nos vestíamos y calzábamos con la ropa y zapatos secos que nos quedaban y emprendíamos la vuelta, subiendo la  cuesta por un antiguo camino labrado, que empalmaba frente al predio Mariluan con la ruta Angol - Collipulli, distante este último unos cuatro kilómetros hacia el sur oriente, los que recorríamos con paso cansino, distinto al que llevábamos por la mañana cuando pasábamos por el mismo lugar hacia el norponiente, llenos de ilusiones, rumbeando firmemente hacia la entrada de Santa Elena.

Primero llegábamos a la casa de mis amigos, ahí su madre nos servía una abundante y reponedora once, una vez que esta concluía, continuaba mi viaje hasta Bulnes 401 con Saavedra, esquina en la cual estaba la “mansión” de la numerosa familia Poo Kustcher, de la cual sin afán de heredar nada, soy el primogénito. Después de una segunda once mostraba orgulloso el producto de mi pesca, que siempre era aplaudido por mis padres y muy comentado por mis hermanos, un rato de conversación y una cuota de cachiporreo, y el cuento de lo que le pasa siempre a todo pescador, relataba con lujo de detalles como se me escapó el más grande de todos los peces, todos me agarraban para el chuleteo, diciéndome que ese era un cuento demasiado viejo y trillado como para creerlo, posteriormente a la cama y a dormir como tronco.

Incontables veces, a lo largo de muchos años, efectuamos estos inolvidables viajes y en la medida que pasa el tiempo, ellos crecen y se agrandan en mis recuerdos, pienso que conforman una de las etapas más hermosas de mi juventud y quise escribirlas, para compartir este tesoro de la adolescencia, con mis amigos entrañables y participantes directos, Oscar y Luis Carrasco y también mis queridos hermanos: Dube, Carmen, Chocho, Dénis, Lucho, Rafael y por supuesto mis padres Armando y Francisca.

Aún me parece sentir el fresco de las mañanas, resbalando por mi rostro al salir por las dormidas calles y también la suave caricia de los vientos del sur, que me envolvía y reconfortaba al regresar por las tardes.

viernes, 7 de octubre de 2016

El Paro

En 1962, cuando cumplí dos años como funcionario del Banco del Estado de Chile, la situación económica del personal era bastante mala y el sindicato en representación del personal solicitó un aumento sustantivo de las rentas de todos los funcionarios, pero el gobierno archiconservador de la época encabezado por el “Paleta” Alessandri, estimó que esta pedida estaba con el tejo absolutamente pasado y su Ministro de Hacienda lo rechazó de plano, entonces los aguerridos dirigentes sindicales de esos tiempos llamaron a sus huestes bancarias a una huelga reivindicatoria de todos los derechos conculcados y por supuesto del negado aumento de rentas.

Se hicieron reuniones de emergencia en la oficina de Tierras Coloradas (Collipulli), donde yo trabajaba, a la que asistimos todo el personal, entre ellos: Dn. Héctor, “El Rodaja”, El “Nato”, el “Chico de las Nieves”, “Setiembre”, “El Guatón”, y otros atletas, todos encabezados por don Arca, que era nuestro delegado del personal y sin más, en vista de la obstinada intransigencia de las autoridades del Banco, se votó el paro indefinido por unanimidad, apoyando irrestrictamente lo dispuesto por la Directiva Nacional. Nuestro espigado dirigente después de encendidas arengas, nos recomendó inmediatamente, que teníamos que hacernos humo y desaparecer del pueblo, porque en cuanto se iniciara el paro se dictarían órdenes de detención en contra de todo el personal que se adhiriera, ya que según señaló, se nos aplicaría “La Ley Maldita”, o Ley de Defensa Interior del Estado, que había sido promulgada algunos años antes -durante el último gobierno radical presidido por “Don Gabito”- para sacar a los comunistas de las lides políticas. A raíz de este feo panorama, el personal de la Oficina, jóvenes y casados la mayoría, decidimos ir a fondearnos en grupo y para tales efectos un amigo agricultor, soltero, cliente y amigo, nos ofreció el fundo que administraba que era relativamente cerca de Collipulli, donde el mismo residía.

Todos pensamos ingenuamente que la huelga a lo más iba a durar una semana y que le quebraríamos la mano al gobierno, ¡que ilusos fuimos!. Nos preparamos con ropas y vituallas, cargamos una vieja camioneta en la cual todos quedamos sentados arriba de garrafas y botellas, en general se llevaron casi puros bebestibles ya que el dueño de casa señaló taxativamente que el pondría el “mastique”, el predio estaba ubicado a unos quince kilómetros del pueblo, era entrado otoño y los frágiles caminos rurales de esa época, estaban convertidos en largos lodazales, partimos después de almuerzo por la fangosa ruta, nos desviamos y entramos a la senda que llevaba al interior del fundo, que estaba mucho peor, quedamos pegados y debimos bajarnos a empujar, todos nos embarramos y mojamos con el fango de la ruta y la lluvia torrencial que caía sobre nosotros, llegamos atardeciendo a la casa del predio, hambrientos, con una inmensa sed, entumidos y mojados como pitíos.

Haré algunas observaciones sobre esa antigua vivienda, que conocí en mi infancia cuando un tío administró ese fundo, y que pertenecía en esos tiempos de mi infancia a una dama descendiente de generales que participaron gloriosamente en la Guerra del Pacífico y a los cuales el gobierno de esos tiempos, les entregó terrenos en la Araucanía en compensación por los servicios prestados a la Patria. Ella al parecer era viuda y su único hijo murió siendo muy pequeño, manejó sus predios y haciendas como una terrateniente de antiguo cuño y según los lugareños tenía pacto con el diablo, pero ella intentaba bajarle el perfil a esto llevando constantemente misiones católicas a sus fundos, para casar, confesar y bautizar al peonaje, estos curas la ayudaban bastante, ya que le aconsejaban a la gente que se portara bien, que no tomaran mucho trago, que la patrona era lo mejor y que por ningún motivo le robaran ya que ese era un pecado muy grave, después de esto los frailes se volvían a la ciudad con sus buenos sacos de trigo, quesos, etc., frente a esta casa, como testimonio de su Fe, en la base de una pequeña colina, había un gran Cristo blanco crucificado, que recortaba su flagelado cuerpo contra el verde fondo.

Cuando ella habitaba esa sobria mansión, especialmente en verano, era temida por su comentado pacto con Satanás, por su Fe y su amistad con autoridades y curas, todos los peones, inquilinos, camperos y capataces que tenían que hablar con ella, se acercaban en forma sumisa y respetuosa a su puerta con la chupalla o el sombrero en la mano y casi siempre les tocaba solo escuchar y responder con monosílabos: -¡Si misiá, ¡No misiá!

Cuando por alguna razón debía viajar al pueblo, lo hacía en un elegante coche cerrado, color caoba, tirado por cuatro caballos negros, con auriga y ayudante en el alto asiento de conducir, que llevaban las riendas y dirigían el hermoso carruaje, también se hacía acompañar, como resguardo, por tres o cuatro peones a caballo, esto aumentaba el aire de misterio y miedo que siempre le rodeaba. Cuando la casa estaba deshabitada, nadie se acercaba a ella, el temor a todos los cuentos e historias que se tejían a su alrededor y que seguramente ella no desmentía, hacían de esta casa de ventanas tapiadas y cortinajes corridos cuando ella no estaba, un lugar intocable; era de un piso, de amplios corredores con grandes ventanales, muy espaciosa confeccionada con maderas nativas de primera calidad, su color era blanco como el Cristo que la miraba desde el frente, era pues una muy buena casa.

Al fallecer esta señora, a finales de la década del cincuenta, no dejó descendencia directa y todos sus predios y bienes, se repartieron entre sus escasas amistades, la iglesia y varios sobrinos, este campo al cual fuimos a refugiarnos estaba a cargo de un amigo, hombre joven, gran participante en cuanto rodeo se hacía en la región, de gran corazón y amigo de sus amigos.

Cuando llegamos en esa tarde otoñal a la referida mansión, todo estaba preparado, conjuntamente con nosotros llegó otro grupo de amigos corraleros del dueño de casa para ayudarnos a matar la soledad y el encierro, nos instalamos y empezó la fiesta, se destaparon garrafas, se carnearon corderos, en las viviendas de los inquilinos más cercanos se hicieron tortillas y sopaipillas, de las mismas, llegaron guitarristas y bailarinas; esa hermosa vivienda, que en otros tiempos medianamente recientes, fue sinónimo de respeto, tranquilidad y silencio, se convirtió de la noche a la mañana en una taberna, era como si las leyendas del diablo se hubieran hecho realidad, se bailaron cuecas de pata en quincha, guitarreadas y cantadas por las voces achispadas y gritonas de los campesinos, donde las huasas, haciendo remolinos en la pista, mostraban sus gordas piernas hasta más arriba de la rodilla, lo que arrancaba un griterío de la eufórica concurrencia, las viejas y desteñidas guitarras casi se desarmaban después de tanto tamboreteo, en un rincón El Nato, a medio filo, con mucho entusiasmo entonaba melodiosamente "Antofagasta Dormida", acompañándose de un par de cucharas en la mano, que con mucha gracia hacía sonar rítmicamente, en la pieza de al lado, el Rodaja con su voz privilegiada de tenor, cantaba, acompañado por muchos el "Mendigo Errante", aún hoy no me explico cómo después de tantos cigarros, juergas, parrandas y trasnoches, poseía aún esa voz maravillosa.

Afuera el temporal arreciaba, el viento y la lluvia del crudo otoño sureño, hacían sonar las viejas planchas de zinc, crujían lastimosamente los herrajes de puertas y portones, los árboles se doblaban hasta el suelo y las gruesas gotas de lluvia lavaban y lavaban el cuerpo del Cristo crucificado, como si quisieran redimir todos los pecados del mundo.

Dentro de la casa  el calor de la parranda y el sudor de los cuerpos, empañaban los pocos vidrios buenos que iban quedando en los ventanales, el humo de los cigarros, los vapores etílicos y el polvo levantado por las zapateadas cuecas y corridos, enrarecían aún más el viciado aire, todos hablaban al unísono, el Chico contaba chistes picantes, el Nato hacía alarde de conocer todos los pelambres del pueblo, don Arca descueraba sin misericordia a los políticos, todo daba vuelta en esa palestra donde Baco era el rey, las honras de damas y muchachonas rodaban por el suelo, el cachiporreo de algunos con incontables mujeres, hacían parecer niños de pecho a Casanova y a Don Juan Tenorio, cada cual poseía una mejor historia que contar y levantando la voz trataba de imponerse en esa baraúnda, todo era realmente apoteósico y eso que aún el pisco no había hecho su entrada triunfal en la mesa bancaria, incluso algunos los más acalorados, para despejarse, se bañaban en una antigua y hermosa tina blanca llena de agua sucia y helada, lugar donde con toda finura, pocos años antes, entre perfumes y jabones caros, la antigua dueña de casa se acicalaba para su diarias labores. 

Todos los que allí estábamos, no éramos ningunos santos, es más, incluso había bebedores célebres, sibaritas de fuste y también asiduos visitantes de chincheles y locales nocturnos, pero lo que ocurrió en esos días lo superó todo, como dicen en el campo, corrió vino como para bañar yeguas y nadie estaba preparado para tanto, don Héctor con los ojos semi cerrados por tanta juerga y días sin dormir, en razón de su antigüedad y ascendencia sobre el agotado grupo, dispuso, de acuerdo con todos, retirarse de esa pesada y áspera lid y que cada uno se escondiera por su lado, ya que si hubiéramos esperado allí los treinta días que duró el paro, ninguno sale vivo.

Fueron tres días de fiestonga, nadie durmió ni podía hacerlo, por que el que se subía arriba de una cama lo botaban al suelo, se quebraron prácticamente todos los vasos, se rompieron vidrios y muebles, el suelo crujía y resonaba al pisar ya que estaba lleno de pedazos de vidrio, lozas y cristales y sorprendentemente una gran radio de tubos, no cesó de tocar en esos tres días y eso que no había electricidad, finalmente cuando salió el sol y nos quisimos retirar en nuestros vehículos, descubrimos con sorpresa que todas las baterías estaban agotadas ya que se habían usado para hacer funcionar la radio de marras.

Finalmente de ahí me fui a esconder a Victoria al fundo “El Granero”, que era propiedad entonces, de don Enrique Reuse y de doña Alicia Cretton, padres de mis grandes y queridos amigos: Ricardo, Irma y Eduardo, este último fue compañero de curso desde cuarto a sexto humanidades en el Instituto Victoria. Para matar el tiempo recorrimos cuanto campo de caza había en los alrededores persiguiendo perdices, conejos, liebres, patos, etc. Por las noches jugábamos al naipe, conversábamos de mil cosas de la juventud, contábamos chistes y chascarros, planificábamos el día siguiente, cargábamos cartuchos de caza y recordábamos con mucho cariño a nuestros ancestros suizos, don Enrique con su tono especial de voz contaba innumerables historias de cacerías, en fin eran unas tertulias incomparables, siempre nos acostábamos tarde y con el corazón lleno de alegría, totalmente distinto a lo acontecido en la casa donde estuvimos fondeados en Collipulli.

Con una pequeña radio a pilas marca Sanyo, que había comprado como  novedad, me enteraba diariamente del estado de la huelga mientras duró.

Disfruté del cariño y del afecto de los dueños de casa y de sus hijos, todos me estimaban mucho y me brindaron todo su apoyo en esos tiempos difíciles, los llevo para siempre en mi corazón.

Cuando el paro terminó y volvimos a la vieja Oficina, no nos subieron un peso los sueldos, nos descontaron los días no trabajados y tuvimos que ordenar y procesar la heterogénea ruma de papeles y documentos que amontonaron en esos treinta días los jefes de la sucursal.

Como conclusión podría decir que en lo material no ganamos nada, es más, perdimos, pero si obtuvimos una experiencia inolvidable y el personal demostró una unidad férrea e inquebrantable en la lucha por sus derechos, muchos cayeron presos y lo pasaron requetemal, fueron épocas duras, pero muy enriquecedoras.

Gremios como el del Banco del Estado, que ha sobrevivido a distintos regímenes y gobiernos, es un ejemplo de unidad y lucha por el pilar fundamental de toda empresa, sus trabajadores.

lunes, 3 de octubre de 2016

La Pesca Milagrosa

A comienzos de la década de los 60, después de empezar a trabajar en el Banco del Estado de Chile, tuve por primera vez en mi vida la oportunidad de comprar un automóvil y este fue un furgón Opel Caravan Olympia modelo 1957, como era un vehículo viejo y muy maltratado, lo más del tiempo estaba en el garaje de mis amigos y vecinos: Hernán y Mario Célis Vargas, cuyo taller estaba ubicado al lado de la carretera Panamericana, ellos hacían milagros reparándolo de la mejor forma posible, para que yo pudiera viajar tranquilo y seguro con mi familia, a raíz de esta cercanía y encuentros constantes nos hicimos muy amigos, vivíamos en la misma población y además los tres éramos integrantes del Club de Pesca y Caza “Los Cuervos de Collipulli” y participábamos en conjunto en: pescas, cacerías, eventos y muchos y recordados campeonatos provinciales y regionales de ambas disciplinas deportivas. 

En alguna de esas largas y calurosas tardes de verano, en que nos sentábamos en las afueras del taller a conversar de mil cosas, me contaron una sabrosa anécdota, que tiene que ver con la pesca y que les sucedió cuando eran niños de diez y once años y aún vivían en la zona de Melipilla.

Me señalaron que la casa de sus padres estaba cerca del  Maipo y que muchas veces fueron a ese río a pescar truchas y pejerreyes, cabe señalar que por esos tiempos a fínales de la década de los cuarenta, este curso de agua tenía poca contaminación y su cauce aún lucía de un color verde oscuro.

También me contaron que tenían un gran grupo de amigos de su edad, con los cuales después de salir de la escuela jugaban y compartían tardes enteras, y algunos fines de semana iban a pescar. Un día llegó un chico nuevo al barrio, que tenía un par de años más que ellos, su papá venía trasladado de Santiago y asumió en el Departamento de Vialidad como experto en detonar piedras y rocas con dinamita.

Dejemos que sean los mismos protagonistas los que nos relaten el resto de esta historia, tal como me la contaron a mí:

En una ocasión en que estábamos conversando, este nuevo amigo que como santiaguino era muy agrandado, sabiendo nuestra afición por la pesca nos dijo: los invito a capturar peces y les aseguro que sacaremos muchos salmones y harto más grandes que las porquerías que enganchan con anzuelo y lombrices, ante esta elocuente perorata, nos entusiasmamos y le prometimos que lo acompañaríamos.

Al día siguiente después de clases, nos reunimos en la cancha de fútbol del lugar, subimos a las tribunas y nos sentamos en las graderías, ahí nos explicó de que manera llevaríamos adelante su novedosa forma de pescar. Para asombro nuestro, nos aclaró que esta se haría con un cartucho de dinamita que le había sacado de un cajón a su papá. Nosotros habíamos escuchado hablar algo al respecto, pero no teníamos la más mínima idea de que manera se hacía, como éramos muy jóvenes y temíamos a los peligros que entrañaba dudamos un poco, pero para no pecar de cobardes y gallinas, le dijimos que si, nos pidió que guardáramos el más absoluto secreto y por ningún motivo se lo contáramos a nuestros padres, le juramos que no les diríamos nada.


Al domingo siguiente muy temprano, encabezados por el autodidacta experto en explosivos, nos reunimos en la placita que había frente a su casa, ahí mientras salía el sol nos lanzó las últimas y encendidas arengas y los diez amigos que formábamos el aguerrido grupo, portando bolsas y canastos, partimos a paso redoblado hacia el lugar elegido para tan magno evento, casi convencidos que nos iría mucho mejor que a Pedro en el Mar de Galilea.


Caminamos por una polvorienta senda rural, cercada con alambre de púas, rodeada de zarzamoras, plantas y florecillas silvestres, después de andar unos veinte minutos, pateando piedras, tragando polvo y hablando de mil cosas, decidimos acortar camino y comenzamos a cruzar unos extensos potreros, sembrados de pasto forrajero, cuyas hojas aún estaban humedecidas con las luminosas gotas de rocío matinal, que nos mojaban los pies al caminar, finalmente por detrás de unos espesos matorrales llegamos a la orilla del río, al vernos aparecer una asustada pareja de patos de anteojos, emprendió el vuelo corriente abajo, agitando vigorosamente sus hermosas alas manchadas de blanco y emitiendo su característico y estridente graznido, al mismo tiempo, en ese idílico lugar, volaban a ras de agua una veintena de golondrinas, buscando su alimento, como siempre vestidas de gala, con su frac azul y su pechera blanca luminosa, desplegando su bella, ágil y eterna danza alada, que alegró nuestros espíritus y que a lo largo de los siglos a inspirado a tantos y tantos: escritores, poetas y trovadores, de cuando en cuando tocaban levemente la superficie del agua, formando allí pequeñas ondas viajeras esparcidas por esa parte del río, que parecía un espejo, para coronar este bello espectáculo, en la orilla opuesta, grandes y añosos álamos apuntaban sus ramajes hacia el cielo, como diciéndo a todos "somos los guardianes de esta ribera".


Para los ojos de nuestra infancia, este espacio que visitamos innumerables veces y que nos dio tantas alegrías, era un verdadero lugar de ensueño.


El río en esa parte formaba un gran raudal (pozón) muy profundo que tenía de largo unos cien metros, sus aguas eran de un tono verde que contrastaba con el color de los árboles de sus orillas, enseguida continuaba una corriente muy suave, que tenía una profundidad promedio de cincuenta centímetros, con un fondo de ripio suave, al terminar ésta, después de unos sesenta metros desembocaba en otro raudal más angosto, sobre el cual cruzaba un viejo puente de madera por el que transitaban mayormente personas a pie, carretas tiradas por bueyes, jinetes a caballo y muy de tarde en tarde lo atravesaba un cacharro motorizado.


Antes de salir del pueblo el dinamitero en ciernes, nos pidió que lleváramos elementos para acarrear la abundante cantidad de salmones y pejerreyes que pescaríamos y que también fuéramos con pantalones cortos, trajes de baño y que lleváramos ropa de repuesto, para que cuando terminara la exitosa pesca, nos vistiéramos con pilchas secas y de esa manera volviéramos más cómodos a nuestras casas, que estaban como a cinco kilómetros del río.


Al momento de arribar al lugar elegido, que detallé anteriormente, nos dio las últimas y precisas instrucciones, para que esta memorable excursión diera los frutos esperados por todos, nos dijo que nos instaláramos a pata pelada en la corriente bajita premunidos de nuestros bolsos y  canastos, cada uno separado del otro por unos tres metros, para que de esta manera formáramos una cadena humana de lado a lado y ningún pescado muerto por la explosión pasara rio abajo y se perdiera, nosotros dos como éramos los más chicos nos instalamos cerca de la orilla.


Después de estas claras instrucciones, se dirigió caminando río arriba hasta el comienzo del primer raudal que estaba a cien metros de nosotros. Todos lo quedamos mirado atentamente, llegó a ese lugar y se sentó en el suelo, sacó con cuidado de su bolso el mentado cartucho de dinamita, le puso el fulminante con la mecha y lo amarró a una piedra, posteriormente se puso de pie, lo encendió con un fósforo y con todas sus fuerzas lo lanzó al medio del raudal, se quedó esperando la explosión que mataría los peces, pero no pasó nada, transcurrieron cinco minutos y ¡nada!, se preocupó y corrió hasta llegar cerca de nosotros, a grito pelado le preguntamos que pasaba, el un poco nervioso nos dijo, que tuviéramos paciencia hasta que reventara el cartucho, que a veces se demoraba un poco y según el, estaba en el fondo del lugar donde lo había lanzado.


Como éramos niños,  no estábamos al corriente del inminente peligro que nos amenazaba, por tal razón no nos movimos del lugar y seguimos esperando la gran explosión que llenaría nuestras bolsas y canastos, esperamos y esperamos, el dinamitero muy nervioso miraba para todos lados y nos dijo, ¡cabros, parece que se chingó el tiro!, pero continuamos al aguaite esperanzados en la pesca milagrosa, estábamos en eso, cuando de repente a nuestras espaldas, debajo del viejo puente de madera, se produjo una terrorífica explosión que remeció el valle y también nuestras piernas, se levantó una gran cortina de agua, más encima justo en ese momento lo iba cruzando una carreta tirada por bueyes, la detonación hizo que las vacunos y el carro dieran un salto encima del puente que afortunadamente no se derrumbó, el carretero pillado de sorpresa se cayó de espaldas al suelo y quedó todo revolcado, los bovinos arrancaron a la perdición con la carreta a la rastra dando saltos. En el lugar quedó una gran polvareda que bajó hasta el río y se mezcló con el humo de la dinamita que emitía un olor fuerte y especial. El ahora inexperto en explosivos gritó muy asustado con voz tiritona, ¡cabros salgan del agua y arranquemos!, todos salimos corriendo muy apurados muertos de miedo, recogimos nuestras pilchas, que estaban en la orilla y apretamos cachete para el pueblo.


Si bien es cierto nadie salió herido, solo el carretero debe haber quedado delicado con el porrazo, hay que pensar que la suerte jugó a favor nuestro puesto que la dinamita encendida pasó flotando a media agua por entremedio de todos nosotros y unos cien metros más abajo reventó, si hubiera ocurrido la explosión cuando estaba pasando por el lado nuestro, es más que seguro que no te estaríamos contando esta historia.


Hay que reconocer que el dinamitero con su inexperiencia absoluta, seguramente le puso una mecha muy larga o calculó mal el peso de la piedra y la velocidad del agua, o simplemente no tenía idea de lo que estaba haciendo, pero de todos modos esa inexperiencia, el Ángel de la Guarda que seguramente nos cuidaba o la suerte de los principiantes, hizo que esta aventura de pesca, donde solo pescamos un gran susto, sea recordada como una de nuestras grandes experiencias de la infancia y tal vez un potente aviso para que no volviéramos a participar en eventos tan peligrosos, ya que este nos pudo costar la vida a varios.


Por supuesto que al dinamitero nunca más se le ocurrió invitarnos a cosechar salmones y pejerreyes en bolsas y canastos, después de un tiempo continuamos pescando a la antigua con anzuelos y lombrices. Acholado el inexperto en detonaciones retardadas, nos confesó con vergüenza que esa fue la primera vez que tiraba un cartucho de dinamita y que no lo haría nunca más, aprendió a pescar con nosotros y como éramos unos niños, al poco tiempo de esta peligrosa experiencia estaba olvidada y perdonada.


Solo ahora después de viejos, la recordamos y cuando miramos los ojos de nuestros hermosos hijos, le agradecemos al “Dinamita”, como lo apodamos desde entonces, que no tuviera la mas mínima idea de lo que estaba haciendo, lo que permitió que el mortífero explosivo, pasara flotando tranquilamente por entre todos nosotros perdonándonos la vida y haya elegido para reventar, para susto del carretero y los bueyes, la oscura sombra del viejo y destartalado puente de madera.


Eso fué lo que me relataron ese par de hermanos y amigos en aquella ocasión. Por poco no la cuentan.