sábado, 15 de octubre de 2016

El Camino

Armando en Dichato, retrato por Marcelo Poo Rocco
Unos cuatro meses después de egresar de sexto Humanidades, que cursé en  el Instituto Victoria de los Padres Mercedarios, por razones económicas no había podido seguir estudiando y tampoco había encontrado trabajo. En conocimiento de esta situación, mi tía Lili, hermana de mi padre, que es a la vez mi madrina de bautizo, me escribió una carta, ofreciéndome una pega (trabajo) en el aserradero que estaba dentro del predio, “San José de Coliumo”, administrado por el tío Cano, su marido, ubicado muy cerca de la costa de Dichato, acepté, junté unas pocas pilchas y me las envelé en tren rumbo a ese hermoso balneario, corría el año 1957, mi querida tía me recibió en su casa con gran cariño, como lo había hecho muchas veces, cuando era estudiante y salía de vacaciones.

El trabajo consistía en hacer las labores de capataz, o más bien encargado de que el aserradero funcionara con regularidad y ojalá sin fallas, mis conocimientos eran muy pocos, pero con empeño y esfuerzo aprendí lo necesario para desenvolverme más o menos bien. En esta procesadora de maderas, que era muy avanzada para la época, todo funcionaba eléctricamente, mi labor comenzaba a las 6:30 horas de la mañana, me levantaba, tomaba desayuno en la casa y posteriormente me dirigía hasta el lugar del trabajo, que estaba a unos 500 metros, llegaba a eso de las 7:00, conectaba la electricidad que alimentaba los motores, también controlaba la llegada del personal y me ponía de acuerdo para todo con el “Palanquero”, que era el encargado de manejar la máquina más importante de la empresa.

Por la mañana registraba los trozos que traían del campo o lugar de volteo y por las tardes, antes de retirarme, contaba las pulgadas de madera de pino que se habían hecho, en fin era un trabajo bastante complejo pero aprendí a realizarlo bien.

El personal del aserradero, estaba constituido por chilenos de distintas edades, historiales y de cataduras muy diferentes, algunos de miradas aviesas que prácticamente no hablaban, otros muy extrovertidos, la mayoría tenía un largo historial, algunos no muy buenos, pero eso sí, todos eran excelentes trabajadores. Uno de ellos que operaba en la salida de la sierra canteadora y que frisaba los 30 años, era de carácter alegre y conversador así que hicimos amistad, y en las horas de descanso me narraba historias que le habían sucedido a lo largo de su vida de obrero, fueron muchas y algunas muy fuertes como la que paso a relatar ahora en sus propias palabras:


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En una ocasión a finales de los años 30 cuando tenía como 13 años, un pariente me llevó a trabajar como conductor de carretas en una faena de construcción de un camino que llegaba hasta Valdivia, la faena era a la altura de Pishuinco.

El jefe de la cuadrilla tratera, en la cual comencé mi vida laboral, era un hombre curtido, endurecido por la vida y las eternas faenas al aire libre, manejaba un grupo de seis carretas tiradas por bueyes, con sus respectivos conductores, además de varias personas que, con palas y picotas, rebajaban los lomajes y cargaban los carros para redistribuir la tierra y emparejar el camino. Todo de acuerdo a las instrucciones que les daba el ingeniero a cargo de la obra.

El equipo de obreros eramos como 25 personas a cargo del jefe de la cuadrilla que mencioné antes, trabajábamos solos, sin la supervisión del profesional encargado, que aparecía de tarde en tarde por ese lugar, especialmente para verificar el avance de la obra y también para cancelar los salarios. Se trabajaba a tratos, es decir se pagaba por metro de camino terminado. 

Podría agregar muchas cosas más, pero mencionaré que se trataba de hombres muy duros que por un "quítame allá esas pajas”, se trenzaban a golpes o a cuchilladas. Simplemente en esos grupos reinaba la ley del más fuerte en toda su expresión. 

Un día caluroso de verano, estabamos afanados trabajando, cuando a media tarde y en la distancia, vimos venir a un campesino a caballo que avanzaba con paso lento, el montado vestía una chaqueta corta de color claro, seguramente de paño delgado y se dirigía directamente hacia el lugar donde estabamos trabajando, en la cabeza llevaba puesto un sombrero alón muy desteñido, el resto de su ropa era oscura, calzaba zapatos de huaso y un par de espuelas de mediano tamaño, muy carreteadas. El pingo (caballo) que montaba era un viejo alazán tranqueador ensillado con una antigua montura chilena, rematada por un mullido cuero de oveja, la rienda era de tientos trenzados y terminaba en una penca de zuela, todo se notaba muy usado, ya que seguramente lo ocupaba a diario en sus faenas, por delante llevaba una manta y un par de alforjas con alimentos al igual que en la parte trasera de la montura.

El jefe de la cuadrilla y su segundo, cuando lo vieron acercarse se miraron de manera cómplice y esperaron la llegada del jinete, que obligadamente debía pasar por ese lugar. Se pararon en medio del camino cada uno afirmado en su picota. Al enfrentarlos el jinete detuvo su caballo .

Los obreros le dijeron: 
¡Buenas tardes don!

Respondió el montado: 
¡Buenas tardes caballeros! 

Le preguntaron: 
¿De donde viene y pa donde va?

Les contestó un poco nervioso:
¡Fui al hospital del pueblo por un dolor que tengo en la pierna derecha, y me vuelvo para mi casa con algunas cositas para mi mujer y mis hijos chicos!

¡Qué bueno! dijeron los dos. Pero no se hicieron a un lado para darle la pasada.

El de a caballo se dio cuenta de que algo querían hacerle y para tratar de evitarlo, tras decir ¡Con permiso! picó espuelas en las costillas de su bestia, esta dio un salto hacia adelante y en ese instante sucedió algo horrible, nunca en mis 13 años me había enfrentado con algo así, todavía era un cabro nomás y me tocó ver algo que hasta hoy no me lo puedo sacar de mi mente, y que muchas noches no me deja dormir.

El jefe de la cuadrilla fue más rápido que el jinete, levantó la picota, la hizo dar una voltereta mortal y la clavó en medio de la frente del alazán, este lanzó un relincho agónico y antes de que llegara al suelo pataleando, el de la otra herramienta -el segundo del jefe- con un golpe tan certero como el primero, ensartó sin piedad su picota en la cabeza del jinete, ambos murieron en el mismo instante, yo quedé paralizado mirando la escena cuando, sin ni una pizca de sentimiento, el jefe de la cuadrilla me ordenó: ¡No estís paveando!, desamarra la carreta y trae los bueyes enyugados y una cadena, lo hice casi en forma mecánica, el mismo amarró el caballo y el jinete muerto y me dijo: "Arrástralos hasta el lugar que estamos rellenando con tierra"; antes el y su segundo le sacaron de sus bolsillos todo lo que era de valor, entre ellos un reloj de bolsillo y unos pocos pesos, además al caballo le retiraron las bolsas y prevenciones llenas de comestibles y embelecos para los niños.

Con mucho susto y pena hice lo que se me ordenó, se me llegó a encoger la guata y no era capaz ni de hablar siquiera. Arrastré al pobre lloco (caballo) y al jinete hasta el lugar que me dijeron. Todo el mundo guardó silencio cómplice, nadie hizo comentarios, las carretas con tierra rápidamente enterraron los cuerpos, en menos de media hora no quedó ningún rastro de que alguien hubiera pasado por ese lugar. Quedaron bajo la ruta para siempre, ¿Cuántos miles de personas y vehículos habrán pasado sobre ellos sin tener idea?

Al día siguiente, pasaron por ahí unos niños un poco menores que yo, preguntando por el jinete, se me partió el corazón al decirles que nunca lo habíamos visto, cuando en realidad estaba enterrado a unos pocos metros de nosotros, uno de los jefes se acercó y  con gran descaro les dijo: ¡a lo mejor se jué pa’ la Argentina!

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Eso fué lo que me relató ese amigo en aquella ocasión, quizás esta historia resulte muy dramática y dura para muchos, pero fue la triste realidad que aconteció en todo los caminos y vías férreas, que se construyeron a finales del siglo XIX y principios del XX, en esta larga y angosta faja de tierra llamada Chile. La cuota de sacrificios en aras del progreso fue alta, muchos murieron en accidentes, otros peleando a cuchillos o a balazos y también a los que se les quitaba la vida para robarles sus pertenencias, como ocurrió en este caso que he relatado y que me lo contó un testigo directo de este hecho.

Las cosas en el devenir del tiempo no han cambiado mucho, el hombre es un ser impredecible: las necesidades, la política, las guerras, el hambre y las diferencias de razas hacen que todos los días: leamos en la prensa, escuchemos en la radio y observemos en la televisión hechos como el descrito o peores, espero que en un futuro cercano, ojalá todo cambie y que haya más equidad, menos hambrientos y una sociedad más justa, que todos se respeten y que hayan mucho mas manos abiertas y menos puños cerrados.



Glosario: 
Tía Lili: Lidia Póo González, hoy a sus 96 años reside en Collipulli.
Tío Cano: Juan Orlando Guzmán Sánchez (QEPD).

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