jueves, 29 de septiembre de 2016

El Vuelto

La historia que voy a relatar ahora, se basa en hechos reales sucedidos hace ya muchísimos años. Me la contó un pariente cercano que aún vivía en los tiempos en que los hechos sucedieron. El, a su vez, la oyó de primera fuente e incluso conocía a la mayoría de las  que estaban allí esa noche.

No daré nombres, fechas ni lugares, solo describiré de la mejor forma que pueda lo sucedido una lluviosa noche de invierno, al interior de una chichería de un pueblito del sur de Chile.

El local en el cual funcionaba este expendio de bebidas alcohólicas, era pequeño y tenía en el frente una entrada con doble puerta, para que no se filtrara la lluvia cuando alguien entraba o salía, pero igual el viento se colaba por la rendijas de la viejas tejuelas de madera que cubrían el exterior de la pared, la cual no tenia forro interior. Por tal razón en los meses de invierno, ninguno de los personajes que frecuentaba el lugar, se sentaban cerca de la puerta o paredes. Al centro de este chinchel, colgaba desde el cielo raso un cable eléctrico con una sucia ampolleta, llena de polvo y el recuerdo de las moscas, que no alcanzaba a iluminar bien sus rincones. Tres oscuras y pequeñas mesas con cuatro sillas de mimbre cada una, componían el pobre mobiliario del interior.

Para atender a sus clientes, el tabernero se ubicaba detrás de un rústico mostrador de un color indefinido, a sus espaldas estaban las estanterías, donde además de las botellas  se amontonaban desordenadamente: embudos, cañas, vasos, sacacorchos y algunas mangueras. Debido al mal tiempo reinante, al centro del negocio se había instalado un tarro duraznero vacío, el cual recibía una rítmica gotera de lluvia que se filtraba por el techo. A la derecha del mesonero, se encontraba colgado un calendario del año, que mostraba una pareja de huasos a caballo, haciendo una atajada de cuatro puntos en la quincha. En la otra pared de enfrente, sujeta de un clavo, estaba una sucia litografía enmarcada, que al parecer llevaba una montón de años en ese lugar, la cual mostraba un gran racimo de uvas que alguna vez fueron blancas pero con el humo de los cigarros, los vapores etílicos , la humedad y el polvo, ya parecían pasas.

En la parte de atrás de este local, unida por un corto pasillo había una bodega pequeña donde se almacenaba la chicha de manzana fuerte. Para tales efectos apegada a una de sus paredes interiores, existía una especie de banqueta o encatrado confeccionada con tablones gruesos que se ubicaba a unos cuarenta centímetros del suelo de tierra, sobre la cual estaban instaladas tres pipas de madera de encino, que contenían aproximadamente doscientos litros cada una, todas tenían puestas llaves de madera que permitían extraer la sidra que llenaba botellas y garrafas. Era un lugar mas bien oscuro con un olor muy fuerte, hasta hediondo se podría decir, característico de la chicha de manzana. En las paredes se observaban numerosos clavos a medio enterrar, desde los cuales colgaban embudos de latón, envases de un litro enlozados de color blanco con algunas saltaduras, productos de golpes y caídas; también había allí utensilios con los que se trasvasijaban los líquidos.

En este lugar, el dueño del negocio hacía sus mixturas y arreglines para que la chicha no se pusiera picante y no se transformara en vinagre. En realidad este cantinero era un alquimista consumado en el difícil arte de arreglar y revivir chichas y vinos, que comenzaban a echarse a perder y lo más importante, nadie lo notaba.

Corría como la una de la mañana de un día de Agosto y la lluvia torrencial continuaba sin parar. En ese momento quedaban solo seis parroquianos en el local, todos activos y destacados integrantes de la bohemia chichera y al parecer esperaban que amainara el temporal para retirarse a sus casas, también por supuesto, estaba allí el dueño del local, aburrido de escuchar a los curados, muerto de sueño y no hallaba la hora de cerrar para irse a dormir.

Estos seis parroquianos, que estaban ahí esa tormentosa noche de invierno, no eran ningunos aficionados al trago, en realidad todos eran profesionales expertos, cada uno de ellos con un amplio curriculum en el arte de empinar el codo y ponerle hasta quedar botados, algunos de ellos podrían catalogarse como masters en el copete y dos de ellos, por los años que llevaban chupando sin parar, se merecían en justicia el doctorado, uno de los cuales era perito avezado en degustar mostos, chichas fermentadas, lagrimillas y sidra de manzana fuerte, el segundo más humilde y con menos billete, le correspondía mas que a nadie este justo galardón, por beber constantemente a la bolsa de los demás, degustar bigoteados, conchos, sobras y de un cuantuay por más de veinticinco largos años.

En una de las mesas del rincón se habían instalado tres de estos asiduos parroquianos que mientras tomaban, charlaban animadamente, todos hablaban fuerte para sobrepasar el ruido que hacia la lluvia y también por los grados alcohólicos que tenían en el cuerpo. Uno de ellos: flacuchento, desgarbado, de pelo largo, nariz ganchuda y con un diente delantero de menos, con pinta de director de orquesta venido a menos, se encontraba sentado a horcajadas en una silla, afirmado en el respaldo y con una caña de chicha en la mano, en ese momento miró para todos lados, hizo un esfuerzo y trabajosamente se levantó y enderezándose a duras penas, se  dirigió a la escasa concurrencia, diciendo: 

- ¡Brindo por mis queridos amigos que día a día, que con su presencia honran este local, que lo pueden denominar chinchel, tabuco, taberna, tugurio, chichería o como quieran, pero para nosotros los que aquí estamos, es nuestra segunda casa, aquí nadie nos reta, no nos manda nadie, en cambio en nuestros hogares nos tratan de borrachos, alcoholizados, inservibles, flojos y un sartal de epítetos soeces más, por tal razón, creo que esta debería denominarse con justicia nuestra primera casa. En honor a todos ustedes y a este lugar en particular, voy a recitar una poesía arrítmica que se me ocurrió y que lleva por nombre “la chicha de manzana”, no se parece para nada al caldillo de congrio de Neruda, puesto que las manzanas están aquí al lado y el mar lleno de peces de Pablo esta muy lejos. Dice así:

Con una caña de chicha
mi guata se recalienta,
mi alma se pone liviana
y mi cuerpo se llena de dicha.

Con dos cañas de chicha de manzana
mi cuerpo se suelta al tiro,
mis rodillas temblequean,
no se como amaneceré mañana.

Con tres cañas de chicha fuerte
caminaré muy despacio,
hablaré un montón de leseras
y le haré cachañas a la muerte.

Con cuatro cañas bien llenas
dormiré echado en el mesón,
amaneceré botado en un rincón,
pero me olvidaré de las penas.

A la mañana siguiente
mi vieja vendrá a buscarme,
me llevará de una oreja,
y no emitiré ni una queja,

dirá que soy un desgraciado
pero no haré mucho boche,
porque a la siguiente noche
feliz, aquí estaré sentado.

Terminada esta enjundiosa alocución, todos aplaudieron a rabiar, porque se sintieron totalmente identificados con los versos de su amigo.

El segundo curadito que estaba sentado en la mesa del vate, escuchó atentamente el recitado de su amigo y para no ser menos señaló:

- Se que estoy harto curao, pero me gustó lo que dijo mi amigo y yo le agregaría lo siguiente:

Si el río fuera de chicha 
y yo no supiera nadar
botado de guata a la orilla,
me lo podría tomar.

Se produjo una risa general con aplausos y griteríos. El tercer personaje de la mesa del poeta era un chico paticojo, ordinario y con la sopaipilla pasada, quién elevando la voz con su lengua estropajosa, aseguró que la chicha de manzana era bíblica.

El poeta, que lo escuchaba atentamente lo increpó.

- Por la flauta que hablai leseras, no vengai a meter la religión aquí.

- Párale, párale-,  dijo el chicoco y escúchame bien lo que voy a decir:

Al Adán una manzana Eva le dio
el la estrujó una mañana,
y desde ese mismo día aciago
en que nació la chicha de manzana,
estamos metidos en el trago
¿o alguien dice que no?


Aquí, casi se vino abajo el chinchel con las risotadas y los aplausos, incluso los que estaban afirmados en el mostrador se volvieron a mirar y se llegaban apretar la guata tanto reírse, dos de ellos siguieron conversando animadamente y el tercero que estaba apoyado en el mesón, se mandó su última caña al seco y empezó a discurrir a quien le iba a bolsear un trago, ya que la poca plata que tenía se le había acabado. Paró la oreja y escuchó a sus vecinos cuando comentaban de una carrera de caballos a la chilena, en la cual habían ganado bastante dinero. Uno de los que más hacía alarde de su buena suerte, llamó al mesonero y le dijo con una voz estropajosa, ¡tráeme la última jarra, que aquí con mi amigo la vamos a tomar y después nos iremos a dormir a nuestras casas, ya que el tiempo está bastante malo, además que ya es muy tarde y mañana temprano tenemos que salir a la pega sin falta!, para lo cual le pasó un billete de mayor denominación que el valor de la bebida comprada, el encargado del negocio recibió el pago, abrió la cajonera donde guardaba el dinero, ingresó el billete recibido y sacó lo que correspondía dar de vuelto y lo puso al lado del que le pagó, junto con la jarra de chicha. Este último seguía conversando animadamente con su amigo. El tercer personaje, al cual se le había acabado el dinero, se percató que el vuelto seguía arriba del mesón y el que debía recibirlo estaba de espaldas empinando el codo. Tampoco el dueño del negocio estaba mirando y como la ocasión hace al ladrón, en un tris se apropió del vuelto ajeno, guardándoselo en un bolsillo y haciéndose el leso como si nada.

Un instante después, el que había pagado la sidra, miró hacia el lado y viendo que no estaba el vuelto correspondiente, con una voz un poco subida de tono por los grados de alcohol ingeridos, le reclamó al tabernero que le devolviera su plata. El cantinero molesto replicó:
- ¡Yo te la entregué dejándotela al lado de la jarra. Tienes que habértelo guardado en el bolsillo y no te diste cuenta.

El cliente replicó:
- Parece que estas acostumbradito a hacerte el leso con los vueltos, no es la primera vez que me pasa aquí.

El tabernero muy molesto le dijo:
- A quien venís a tratar de ladrón desgraciado.

El parroquiano aludido, con vos fuerte le contestó:
- A ti pus guatón pillo y sinvergüenza.

El dueño de la chichería tenía harta paciencia para tratar con los borrachos, pero las injurias y el tono insultante con que se las dijeron, lo hicieron perder el control. Tomando impulso y sin medir las consecuencias, desde detrás del mesón le pegó un fuerte puñetazo al cliente, como este estaba bastante ebrio y desprevenido, recibió de lleno el feroz combo en pleno rostro, retrocedió trastabillando y se fue de espaldas, con tan mala suerte que pegó con la nuca en la solera de concreto que orillaba el interior de la cantina, esto le produjo un severo traumatismo cerebral y cuando el resto de los clientes que estaban allí, llegaron para auxiliarlo y tratar de pararlo, constataron que tenía un corte profundo en la parte de atrás de la cabeza, también presentaba muestras de sangre en la comisura de los labios y en la nariz, parpadeaba en forma rápida y movía las manos esporádicamente.

Muy asustados no hallaban que decisión tomar, por unos segundos se quedaron paralizados, hasta que al poeta se le ocurrió una solución rápida y dijo al resto de los que estaban ahí: Vamos a dejarlo a la casa de su hijo que vive como a una cuadra de la plaza, le diremos que se cayó solo, el lo cuidará y lo llevará al médico si es necesario. En realidad ninguno de ellos tenía idea de la gravedad en que se encontraba el accidentado, todos estuvieron de acuerdo en llevarlo al lugar que señalara el poeta, el cantinero sabiendose responsable de lo sucedido se apresuró a ir a buscar una frazada, entre todos tomaron al herido que se quejaba en forma continúa, lo pusieron con cuidado arriba del elemento antes citado, a una voz lo levantaron, abrieron la puerta del local para salir a la calle, ahí el temporal desatado los golpeó de frente, estaba lloviendo a chuzos, entre trastabillones y tropezones endilgaron hacia la plaza, que estaba como a tres cuadras, cuando iban cruzando por el medio de ésta, se percataron que el herido no se movía, lo depositaron en un asiento de la plaza y uno de ellos le tomó el pulso no sintiendo nada, para asegurarse el poeta hizo lo mismo y exclamó:
- ¡ No tiene pulso, parece que se nos fue.
- ¡ Esta muerto exclamo otro, asustado!

Ante esto, a todos se les anduvo espantando la mona, se miraron consternados, nunca se habían encontrado en una situación tan dramática, el cantinero sintiéndose culpable no hallaba que hacer, todos vieron que él le propinó el golpe mortal, pero también escucharon la retahíla de insultos y garabatos que le lanzó la victima antes del puñetazo.

Uno de los mas avispados dijo:
- Si esto se sabe, vamos a estar metidos en un medio forro y la policía para solucionar el caso nos va a mandar a todos a la cárcel.

El flaco que había recitado la oda a la chicha de manzana, muy amigo del cantinero dijo:
- Este fue un accidente casual y mi amigo aquí presente en ningún momento tuvo intención de matarlo. Y le propuso al resto: Ya esta muerto, no va a sentir nada, ¿por que no lo vamos a dejar a la carretera para que parezca que fue atropellado por un vehículo?.

El amigo que estaba tomando con el finado reaccionó indignado y dijo: 
- Puchas que es fácil para ustedes deshacerse de mi compadre, yo lo estimaba mucho, como lo vamos a ir a botar como a un perro, no podemos hacer eso.

De nuevo tomó la palabra el recitador y le dijo:
- Acuérdate que tienes un juicio pendiente por apalear sin misericordia a dos rotos y que casi los mataste, ¿crees que el juez te va a tomar en cuenta?, capaz que te deje preso al tiro.

Quedó pensando el reclamante y después de unos minutos dijo: 
- Tenis razón, hagamos lo que dices.

El resto del lote de curados, mojados hasta los huesos, apoyó unánimemente la idea y a duras penas reemprendieron la marcha, esta vez hacia la Carretera Panamericana (actualmente ruta 5 sur). Mientras caminaban, los truenos retumbaban estrepitosamente en los cerros cercanos y la luz de los relámpagos iluminaba la torrencial lluvia que los vientos huracanados desparramaban para todos lados, parecía como si el cielo estuviera despidiendo con un millón de lágrimas la trágica partida del malogrado parroquiano.

Las luces de la calle apenas alumbraban, más se guiaban por los relámpagos, caminaron un par de cuadras por el barro y la semipenumbra, llegaron a la carretera y entre destello y destello miraron para todos lados, asegurándose que nadie los viera y colocaron al muerto atravesado en la calzada que iba de norte a sur. El dueño de la cantina recuperó su frazada y todos en medio del relampagueo y la tronadera se retiraron apresuradamente hasta la cantina. El gran culpable que se apropió del vuelto ajeno no dijo ni pio, el cantinero para aliviar el peso de su conciencia, les sirvió una ronda de trago gratis a todos, uno de ellos fue a soltar el caballo del occiso, que aun estaba atado al varón y lo correteó para que se volviera a su querencia.

Antes de retirarse del tugurio, todos se juramentaron que no le contarían nada a nadie, pero hay un pero, “juramento de curados, con dos tragos es olvidado”.

Cuando aclaró el día y paró la lluvia, una persona que pasó temprano por la carretera, vio un cuerpo semi destrozado, que había sido pisoteado por varios vehículos y dio aviso a la policía. Se apersonó un juez y autorizó el levantamiento del cuerpo, que fue llevado a la morgue para que se le practicara la autopsia de rigor.

El parte de la policía fue simple: “persona ebria atropellada en la carretera con resultado de muerte”. No se pudo determinar que vehiculo lo atropelló, por que al parecer, fueron varios los que le pasaron por encima al no percatarse de su presencia, ya que la lluvia y la oscuridad no dejaban ver casi nada.

Las autoridades no se preocuparon de averiguar más acerca de este accidente, debido a que el finado siempre trataba muy mal a la policía, por lo que el caso se cerró sin más ni más.

Con el correr de los años, uno de los borrachitos que estaba esa noche en la chichería y que había jurado no decir nada, al calor de unos botellones en una mesa de amigos contó con lujo de detalles lo que ocurrió en la cantina, pero nadie lo tomó en serio ni le creyó, quizás porque era un alcohólico consuetudinario al que le gustaba inventar historias para beber a la bolsa de los que le escuchaban, aquí todos se olvidaron de una antigua máxima que dice: “los niños y los curados dicen siempre la verdad”.

Los familiares del muerto intentaron reabrir el caso, pero no pasó nada, hubieron muchos comentarios de pueblo chico y también se tejieron historias, pero no pasó a más. La justicia dio por solucionado el caso con rapidez y el difunto pasó a engrosar la larga lista de personas, que han sido atropelladas accidentalmente en la carretera... o que han sido puestas allí.

domingo, 25 de septiembre de 2016

La Carrera del Zas, escrita el 2009

A comienzos del año 1961, se llevó a cabo una gran re-estructuración del Club de Pesca y Caza “Los Cuervos” de Collipulli, debido a una serie de problemas e irregularidades que se habían suscitado a lo largo de la vida de esta querida institución deportiva y que no son del caso comentar. Es mejor para todos que ellas duerman en la noche de los tiempos.

La nueva directiva quedó conformada por Jorge Standen Burgos, como presidente, Mario Troncoso de Armas, tesorero y el suscrito como secretario, a partir de entonces, en forma ordenada y responsable, se llevaron a cabo incontables y exitosas salidas, tanto de pesca como de caza y por supuesto en los períodos que correspondía. 

El hecho en particular al cual me voy a referir, ocurrió en una oportunidad en que se efectuó la apertura de la temporada de pesca en el río Malleco. Corría el mes de Octubre de 1962 y para llevar a efecto esta actividad, se nombraron las comisiones organizadoras de rigor, hubo acuerdo unánime que se hiciera con la modalidad de “Morral Libre”, es decir cada uno llevaba su cocaví y lo compartía con su grupo, se escogió la movilización y se eligió la zona de pesca, que correspondió en esa oportunidad a los fundos “El Veinte” y “ El Veintidós”, ambos predios lindaban con el río Malleco y distaban de Collipulli unos 30 o 35 kilómetros, hacia la cordillera.

Partimos de madrugada rodando por el antiguo camino que cruza Las Toscas y Curaco. Por esa época la ruta por la cual transitábamos era ripiada, bordeada de matorrales y cercos de tranqueros, muy polvorienta, llena de curvas, hoyos y baches. Todos íbamos encaramados arriba del viejo y vetusto camión del "Gitano Sánchez" (Luis), también socio del club. Nos pusimos de acuerdo para juntarnos por la tarde en un lugar determinado y regresar a la ciudad. Después de tragar polvo y saltar por alrededor de una hora, llegamos a los lugares escogidos, nos dividimos en cuatro grupos y empezamos a bajarnos del vehículo en forma escalonada. 

Mi equipo estaba conformado por: Abel Toledo, funcionario de la compañía molinera “El Globo”, el Cloro Cerda (José), empleado en la tienda de Donato Samur, Juan Castillo, obrero de la construcción conocido por todos como  “El Charrasqueado”, apodado así debido a que en todas las convivencias y reuniones de camaradería, el con mucho empeño y gracia cantaba el corrido mexicano “Juan Charrasqueado”, coreado alegremente por todos, y "el Zás" (Marco Aravena), escribiente de Carabineros en la Comisaria de Collipulli, este amigo pescador tenía la costumbre de remarcar siempre sus afirmaciones con la expresión Zás, por esa razón sus amigos de confianza, lo conocían y nombraban con esta sonora muletilla, además tenía una característica muy especial, yo diría que casi única: cuando bajaba caminando por una pendiente más o menos inclinada, empezaba a trotar en forma descontrolada y posteriormente comenzaba a correr sin poder detenerse hasta llegar a algún lugar plano, todos sabíamos esto y el incluso se despedía diciendo..¡Chao cabros, abajo los espero!

El camión se detuvo en la parte de arriba del fundo “El Veintidós”, para dejarnos a nosotros, que éramos el último equipo,  los tres primeros grupos ya se habían bajado en los lugares que les habían sido asignados, abrimos las trancas de madera, pasamos y caminamos con paso rápido a través de un húmedo potrero sembrado de trébol rosado, para llegar luego al borde del risco.

En el lugar que nos correspondió, el río va profundamente encajonado, debe haber desde el plano superior hasta el fondo del cauce unos 150 metros de distancia que discurren por una fuerte y empinada pendiente. El camino serpenteante por el cual debíamos llegar hasta  el lugar de pesca, era una vieja huella de carretas y caballos, que estaba abandonada hacia bastante tiempo, llena de renovales (bosque nativo juvenil), esteros y piedras. 

Empezamos a bajar y ocurrió lo de siempre, el Zás al inicio de la pendiente comenzó a trotar y se despidió, señalándonos que cuando llegáramos abajo, el ya habría enganchado un par de lindas truchas, todos le gritamos: ¡Chao cachiporra! y seguimos descendiendo con tranquilidad, conversando animadamente, riéndonos y haciéndonos ilusiones con lo bien que nos iría.

Era una hermosa mañana de primavera, muy despejada y con poco viento, el ambiente estaba fresco y un gran silencio lo invadía todo, solo los alegres cantos de tencas y zorzales saludando la llegada del sol, rompían esa quietud matutina, llevábamos como diez minutos descendiendo cuando de repente todo cambió, se escuchó un potente grito humano que más parecía un alarido descontrolado, que retumbó en el valle, seguido de un ruido parecido a un rugido con gran quebrazón de matas y ramas, todos nos miramos con cara de preocupación, Abel exclamó: ¡Algo le pasó al Zás, apurémonos para ver que fue!

Aceleramos nuestros pasos y trotamos avanzando por el enmarañado camino, buscando señales de lo acontecido, miramos para todos lados, primero pillamos botado su bolso con ropa y comida, enseguida un poco más adelante estaban desparramados sus elementos de pesca pero de él nada, recogimos las cosas y seguimos buscando, al final después de unos veinte minutos de conjeturas y preocupaciones llegamos al recodo del río, donde teníamos que iniciar nuestra jornada de pesca, justamente ahí estaba el Zás, metido dentro del agua que le llegaba a los sobacos, le gritamos muy preocupados, ¿Que estás haciendo ahí con tanto frio?, eran las 7 de la mañana, cuando nos vio comenzó a salir caminando con alguna dificultad, llegó afuera tiritando y mojado como pitío, apenas podía hablar, le preguntamos ¿Que te pasó?, pero antes que respondiera hicimos que se sacara la ropa mojada y se pusiera la seca que llevaba de repuesto y que nosotros le habíamos recogido en la bajada, se bebió un largo y reconfortante sorbo de pipeño y se recuperó un poco. 

Sentado en un tronco de pellín (Roble añoso), mas reanimado y repuesto, nos narró con lujo de detalles lo acontecido en medio de la cuesta diciendonos: 

Cuando me despedí de ustedes, empecé a trotar y como la pendiente era muy fuerte, tuve que acelerar el tranco, ¿Se acuerdan donde está ese gran trozo de laurel medio blanqueado?, ¡Si, claro!, le dijimos, prosiguió: en la vuelta que sigue, pasa un estero que hace una poza de agua en el centro, bueno al llegar corriendo hasta allí, vi con infinita sorpresa y espanto que un gran puma, color café claro medio rojizo, estaba tomando agua, como no pude detenerme me fui derecho hacia él, al escuchar el boche de mis pisadas levantó vivamente la cabeza, yo ya estaba a unos tres metros del león, lancé un grito que no sé de donde me salió, desconozco si fue de miedo o para espantar al bicho, pero éste al ver que yo estaba casi encima, pegó un tremendo rugido y saltó como cinco metros hacia la quebrada, cayendo de lleno sobre un tupido quilantal, se escuchó un pataleo y una gran quebrazón de ramas secas, en menos de medio segundo pasé justo por el espacio que dejó el felino, es decir estuve a centímetros de pegarle un feroz caballazo, quizás con que consecuencias, de ahí en adelante, con la adrenalina al tope, mi corazón saltando como loco y los pelos erizados de punta, apreté chaqueta guarda-abajo, como alma que lleva el diablo, corrí, corrí, haciéndole el quite a ramas y piedras, me tropecé varias veces y me mandé como dos porrazos, llegué a arar por el suelo, ¡Miren como me quedaron mis rodillas y codos, todos pelados!, mis bolsos saltaron lejos, que me iba a parar a recogerlos, cuando en todo momento pensaba que me venía pisando los talones, con ganas de darme un zarpazo y mandarme para el otro mundo, era una cosa aterradora, detrás de cada mata me parecía ver sus ojos, no demoré nada en llegar al río, muerto de miedo no me quedó otra que tirarme al agua, para tratar de salvarme si el animal me atacaba. Ahí llegaron ustedes, estaba esperando con ansia que aparecieran, re nunca había pasado un susto tan grande como éste, casi me cagué.

Nosotros le dimos seguridad, señalándole que no vimos al puma por ninguna parte y le dijimos que a lo mejor el animal se llevó un susto mucho más grande, al ver por primera vez en su vida que un ser humano se le venía encima con tanta determinación y a grito pelado. 

Después de esta espeluznante narración, sacamos un termo con agua hervida y nos servimos un buen desayuno con café calentito y ricos sánguches, se habló in extenso sobre este peligroso acontecimiento, donde el Zás las vio negras, salieron como siempre los chascarros y los cachiporreos, el Cloro Cerda señaló muy suelto de cuerpo, que él le habría pegado un solo garrotazo en la cabeza para usarlo como carnada de pesca, Abel dijo: si a mí me hubiera tocado encontrarlo lo despellejo y me hago una chaqueta de cuero, el Charrasqueado no se quedó atrás diciendo: en cuanto Abel lo hubiera descuerado, yo me lo habría comido asado al palo con toda mi familia y también habría invitado a Los Cuervos para que se pusieran con los flecos, después de esto la conversación se distendió y nuestro común amigo se calmó bastante, pero igual nos dijo: ¡Yo hubiera querido que se encontraran ahí, con el puma al frente mostrándoles los dientes, a ver si hubieran sido tan gallos!.

Posteriormente empezamos a pescar, el Zás no se apartó de nosotros, caminaba cojeando debido a los raspones que se había hecho, de vez en cuando pegaba desconfiadas miradas hacia los matorrales de la orilla, cogió bastantes truchas, al parecer la mala suerte de la mañana, cambió radicalmente por la tarde, cuando el sol se comenzó a ir por el oeste, subimos la cuesta por otro camino, mucho más despejado que el anterior, lo único que arrancó delante de nosotros fue un asustado conejo, nos reunimos todos en el alto del risco, caminamos hacia el camión y regresamos sin novedad hasta Collipulli. 

Este particular hecho pasó a engrosar el nutrido anecdotario de Los Cuervos, quizás no fue uno de los más novedosos, pero quedó bien en claro que el DO de pecho que se pegó el Zás frente al león de montaña, le ganó por lejos al gran tenor italiano Enrico Caruso y el posterior carrerón que se mandó cuesta abajo hasta llegar al río, es probablemente un record mundial no cronometrado, que ya se lo hubiera querido el eximio velocista húngaro Emil Zatopek.  

Por medio de esta corta pero emotiva historia, quiero recordar y agradecer con mucho cariño y nostalgia mi paso por Los Cuervos, hice amigos entrañables, tuve grandes compañeros y mejores dirigentes, muchos de los cuales ya se han ido, no los quiero nombrar porque se me podría olvidar alguno y eso no sería justo, solo quiero decir muchas gracias a todos, fueron años hermosos de nuestra juventud, los disfruté intensamente y todos ustedes colaboraron de corazón, para que así fuera.

jueves, 22 de septiembre de 2016

Historia de Dos Sombreros, escrita el 2007

Collipulli es una joven ciudad provinciana, recostada apaciblemente, como una ñusta somnolienta, al borde de las verdes faldas del Malleco, contemplando embelesada la profunda quebrada por cuyas vegas corren las frescas y agitadas aguas de su río. Rodeada de grandes planicies, valles, cursos de agua, lagunas y montañas, es la cuna de muchos ilustres cultores de la pesca, la caza o ambas disciplinas a la vez, entre ellos, por señalar algunos que más recuerdo: Nombraré al humilde Juan Charrasqueado, el Gringo Erico, el Indio Puga, el Negro Fuentealba, el Corcho Sanhueza, Abel Toledo, mis compadres Humberto Risso y Oscar Carrasco, el Pato Venegas,  mi amigo y “yunta” de muchos años Gabriel Venthur, mi papá Armando, mis hermanos Dube, Sergio, Denis, Lucho y Rafa, y tantos más, cuyos recuerdos me acompañaran siempre. 

Por el continuo desarrollo de estas actividades, varias sabrosas anécdotas se fueron hilvanando en el correr del tiempo y siempre la primera víctima de escopetazos y afilados anzuelos era y sigue siendo “La verdad”, ya que ésta de boca en boca se diluye y desaparece, quedando todo, solo en las alas de la fantasía y la imaginación de cada uno, de tal manera que minitruchas minúsculas  han crecido después de muertas hasta transformarse en pescados descomunales, humildes bolsas con un par de zorzales se han convertido, como por arte de magia, en sacos de perdices, bandadas enteras de choroyes han sido abatidas de un solo disparo y así suma y sigue. De esta manera, cuentos, mentiras, inventos e historias de los amantes de la caña y el trabuco, han llegado a ser verdaderas leyendas.

Una de ellas, corresponde a la memorable cacería que dos conocidos y avezados practicantes de la cinegética (cacería), llevaron a cabo hace mucho tiempo atrás, en la época en que Don Eduardo Frei Montalva aún ocupaba la casa de Toesca. Me referiré en forma suscinta a estos dos distinguidos y predilectos discípulos de Diana, a quienes conocí personalmente y que me honraron con su amistad. El primero de ellos, dedicado de lleno a los negocios había logrado amasar una pequeña fortuna y, como sucede siempre, la había conseguido con su hábil inteligencia y el sudor de la frente de los demás, descendía de antepasados que huyeron de la miseria que reinaba en sus países, dominados entonces por el imperio otomano (que ya llegaba a su fin), por tal razón, todos los que arribaron provenientes de esas apartadas latitudes, fueron motejados de “Turcos”, y a él por supuesto lo apodaban "El Turco Jalil". Participaba activamente en todo tipo de cacerías y poseía un buen vehículo para tales efectos y  de tarde en tarde, invitaba a sus amigos a practicar este deporte. En la oportunidad que me voy a referir convidó a Marcelo Poblete. A este chilenísimo buen amigo, cazador y mejor cocinero la fortuna siempre le fue esquiva, prácticamente en todos los múltiples negocios que emprendía, le iba regular o mal, mas mal que regular diría yo. Era muy alegre y bromista y siempre se reía de la vida, muy estimado y querido por sus amigos, pero de negocios nadie quería conversar con el. El turco compró comida y trago para los dos, Marcelo solo cooperó con su alegría, su facilidad para contar chascarros y su habilidad para pelar y descuerar sin misericordia a toda la conspicua sociedad collipullana de esos tiempos.

Hablaré de las armas con las cuales pretendían llenar los morrales ese día, Jalil poseía una escopeta casi nueva, que según me contó, se la compró al dueño de una máquina cosechera, que en una oportunidad trilló las sementeras de su fundo, era de cañón superpuesto, calibre 12, excelente calidad y de tecnología muy avanzada para la época. La de Marcelo, en cambio, era harina de otro costal, para empezar la pidió prestada y daba la impresión por lo cacharrienta, que la había conseguido en un museo, viejísima y deteriorada, al parecer era un antiguo fusil acondicionado que seguramente acompañó a un patriota en la campaña de la independencia, de calibre indefinido y peligrosa por decir lo menos. 

Salieron de madrugada, por un polvoriento camino hacia la cordillera y les hizo un día radiante, era finales de Abril y una larga sequia estaba asolando el país, muy acalorados al mediodía con una magra cacería, no habían pillado casi nada, se instalaron debajo de un frondoso laurel apegado a un monte que los reconfortó con su fresca sombra, al lado del cual tenían estacionada la camioneta. Desplegaron sobre un mantel colocado en el suelo, el contenido del canasto de cocaví, consistente en dos perniles, jamón de pierna, queso, harto pan amasado, ají, etc., y Marcelo procedió al solemne acto del descorchamiento de la garrafa de Chudal. Cuando estaban degustando el primer sorbo para espantar la sed y limpiar las cañerías, el silencio de la campiña fue roto por el sonido de una monótono campanilleo, ambos bajaron la vista y divisaron como a cien metros, un piño de chivos que avanzaba cansinamente levantando un espeso tierral, dirigido por un viejo y barbado chivato, que en su cuello portaba un ruidoso cencerro de latón, Marcelo siempre dispuesto a los chascarros y a las bromas pesadas, le dijo de sopetón al turco: 

¡Te apuesto que no te animai a mandarle un cañonazo al chivato!

Le respondió el turco Jalil: ¡Tai mas gueón, si viene alguien detrás de los chivos en medio forro que me voy a meter!, 

Insistió inmediatamente Marcelo apuntando con el dedo: ¡No vis que vienen solos, nadie anda con ellos, total están re lejos y solo se van a espantar, o no será que como sos mas apretado que traje de torero, no queris gastar un tiro!

Ante estas razones, sobre todo porque lo estaba tratando de amarrete el turco tomó su escopeta y sin pensarlo dos veces, le descerrajó un disparo al cabrón, éste al recibir la rociada de municiones, que incluso le hicieron repiquetear el cencerro, lanzó un balido tremebundo, pegó un enorme salto y arrancó a la perdición en medio de una tremenda sonajera, seguido por todo el asustado piño, quedando en el lugar solo una gran nube de polvo, desde la cual, fantasmalmente apareció un asustado zagal , que por segundos se quedó mirando la escena sin comprender lo que había pasado. Se trataba de un pastorcillo de alrededor de 17 años, moreno, retostado por los soles y los vientos, templado en el rigor de la vida campesina, descendiente incuestionable de la mezcla de razas que conforman nuestra nación a la que representaba como nadie. Recuperado del susto y al darse cuenta del flagrante abuso de que había sido objeto el cual incluso puso en peligro su integridad física, arrugó el tostado rostro, le brillaron los ojos de rabia y furia, apretó con fuerza la vara de colihue que le servía de cayado y blandiéndola, arremetió valerosamente, como un caudillo antiguo contra los armados cazadores, estos se quedaron mirando un poco asustados, como se les venía encima y el Turco exclamó: ¡Aquí sí que la cagamos!.

Al irrumpir junto a ellos, esgrimiendo amenazadoramente su garrote, el mocetón los increpó diciéndoles: ¡Gringos busaores pa que le tiraron a mis chios, los goy a moler a palos!.

Marcelo rápidamente discurrió como controlar la situación, arriesgándose a recibir un garrotazo, se adelantó y le dijo:  ¡Párale, párale, pa que te enojai tanto, si solo fue una broma y al chivo no le va a pasar nada, no vís que tienen el cuero harto duro!, juntamente con decirle esto le alargó una copa de tinto y lo invitó al almuerzo, el joven al oír esto y ver el generosamente servido mantel, cambio de actitud y bajó el palo.

Marcelo insistió:  ¡Mandate este cañón (vaso de vino) para que pasis el polvo y te repongai de la mansa carrerita que te pegaste!

El muchachon cogió el vaso, aún manteniendo el ceño fruncido y sin mediar palabra se lo mandó al seco, se pasó el dorso de la oscura mano por la boca y con la manga hilachenta de su chaqueta, se limpió el resto del vino que le corrió por la comisura de los labios. ¡Guenazo! exclamó, con esto ya se calmó, le convidaron emparedados de pernil y queso que comió con saludable apetito ya que al parecer, tenía bastante hambre y sed acumulada.

Aquietado con el calor del tinto y el estomago trabajando, conversó con los cazadores y aceptó que todo fue una broma, quizás un poco pesada pero broma al fin.

Corrió el rato y a Marcelo se le ocurrió hacerle otra talla al sufrido pastor, habló muy quedamente con el Turco, mientras el responsable de los chivos, seguía tranquilamente dándole la tanda al comistrajo.

El Turco, con indiferencia, tomó su escopeta como para examinarla, en ese instante Marcelo le sacó rápidamente de la cabeza al confiado pastor, su viejo y huiliento sombrero y con fuerza lo lanzó al aire, Jalil levantó velozmente su escopeta, esperó que el llongo llegara a su punto más alto y cuando se detuvo en el espacio, le descerrajo dos certeros disparos y lo hizo pebre.

El cuidador de chivos miro consternado los restos esparcidos por el suelo, le volvió toda la furia, tanto por el balazo a los chivos como por el injusto destrozo de su único sombrero, se paró y medio champurriado les lanzó una sarta de improperios de grueso calibre, cogió con fuerza la vara de colihue con toda la intención de endilgarles un buen par de garrotazos, Marcelo ante esto, con mucha rapidez, le paso otra copa, diciéndole que no se enojara tanto, que le iban a dar plata para que se comprara uno nuevo ya que el que tenia era muy viejo, ante esta tentadora oferta, paró de golpe su chivateo y se mandó otro pencazo, más carne, más vino y volvió a reinar la calma en el convulsionado trio.

Transcurrió la tarde y cada vez que preguntaba cuando le iban a dar la plata, le encajaban otro trago y más comida, finalmente le cayó la chaucha y se dio cuenta de que lo estaban pescando para el chuleteo. Entonces ladinamente, como Pedro Urdemales, les siguió el juego, cuando estuvo totalmente satisfecho y la garrafa llegó a su fin, se paró del suelo, sacudió el polvo de sus parchados pantalones, amarro el corrión de una de sus chalas, miró indiferente a la lejanía donde apaciblemente pastaban los chivos, en ese momento Marcelo y el Turco estaban conversando bajito, seguramente discurrían otra broma a costillas del pobre pastorcillo y no lo observaban, éste como que no quiere la cosa, se agachó y de repente cogió el sombrero nuevo del Turco y apretó cachete como alma que lleva el diablo.

Cuando los cazadores cazados reaccionaron ya era demasiado tarde, el mocetón con el de fieltro en la mano, agitándolo alegremente como una bandera arrancada a las filas enemigas y chivateando como un valiente chileno corriendo hacia la gloria por las ásperas arenas del rápido Santa, en medio de la batalla de Yungay; daba vuelta a la loma envuelto en una nube de polvo. Marcelo y el Turco se miraron asombrados, ellos que hasta un segundo antes eran dueños de la situación y llevaban todas las de ganar, fueron burlados por ese humilde cuidador de chivos.

Podría resumir el término de esta singular cacería, señalando que Marcelo haciendo gala una vez más de su mal ojo, nuevamente le erró el palo al gato, al picarle la guía al Turco para que le aforrara un cañonazo al pobre chivato, situación de la cual salió libre de polvo y paja. El que realmente pagó las habas que se comió el burro, fue su amigo Jalil debido a que le tocó correr con la movilización, el copete, el mastique, los cartuchos disparados y de llapa, como una penitencia, dejar su elegante sombrero nuevo, adornando la hábil testa de un joven pastorcillo.

Finalmente, aquí en justicia, adquiere plena validez el antiguo dicho popular, que grafica mejor que ninguno, lo que ocurrió en esa lejana tarde de abril y que sabiamente dice: “El que ríe ultimo, ríe mucho mejor”. 

lunes, 19 de septiembre de 2016

El Bote del Toltén, se terminó de escribir en sept. de 2015

En el invierno de 1974 asistí a participar con varios integrantes de mi club Los Cuervos de Collipulli, entre ellos: Gabriel Venthur, Jorge Puga, Octavio Escobar, Erico Hornung, mi querido compadre Humberto Risso y algunos más, a una cacería interprovincial de patos, que se llevó a efecto en las vegas de Carahue y que organizó en esa oportunidad, el Club de Pesca y Caza de Nueva Imperial. Nos hizo un muy buen día y el producto de la caza fue abundante, al finalizar se llevó a cabo un gran almuerzo de camaradería y por supuesto muy bien regado, durante ese magnífico ágape, después de encendidos y enjundiosos discursos, se procedió a premiar a los mejores, posteriormente como siempre ocurre, se armó una gran rueda de amigos y conocidos y al calor del navegado que nos entibiaba el corazón y nos soltaba las lenguas, se contaron anécdotas, historias, chascarros y mentiras muy bien adornadas de cacerías y pescas de la zona, de las cuales voy a rescatar una que me pareció muy verosímil y a la vez emotiva, ella tiene que ver un poco con la pesca y nos la contó uno de sus protagonistas. A pesar del tiempo transcurrido trataré de relatarla de la mejor forma posible, ajustándome en todo a lo que nos dijo ese amigo, hace ya muchos años.

Un día, después de una abundante jornada de pesca en la desembocadura del caudaloso río Toltén, surcabamos un amigo yunta de mil aventuras y yo las aguas del Toltén en una lancha a motor, ibamos aguas arriba, es decir a contracorriente, cuando nos percatamos de un pequeño bote de madera con dos hombres que también iba río arriba, pero era propulsado a remos y a pesar del esfuerzo del remero apenas avanzaba ya que la corriente era muy fuerte, le dije a mi compañero. Démosle una mano, remolquémoslo … total ¿qué más nos cuesta?

Mi amigo estuvo de acuerdo, disminuimos la marcha, nos acercamos a ellos y les ofrecimos tirarlos con nuestra embarcación, aceptaron encantados, les arrojamos un cordel y lo amarraron en la punta de su bote, al preguntarles a donde iban nos señalaron que a la desembocadura del rio Dónguil. Al observar bien la pequeña embarcación nos percatamos de que llevaban varias cosas, entre ellas: canastos, cordeles, sacos, etc. y arriba de todo ese revoltijo iba un pequeño perrito medio lanudo, que se movía muy contento para todos lados, los arrastramos como veinte minutos y llegamos a la entrada del afluente que nos habían señalado, se soltaron, nos agradecieron efusivamente la paleteada y nos despedimos.

Quedamos intrigados, pensando que pretendían hacer en ese apartado y solitario rincón del cauce. Nos alejamos navegando lentamente por una larga corriente, sin dejar de mirar el botecito, habíamos avanzado como ciento cincuenta metros río arriba, cuando de repente empezaron a moverse en forma frenética para todos lados, se agachaban, se enderezaban, gesticulaban con las manos y gritaban, en un parpadeo uno de ellos tomó el perro y lo tiró al agua, enseguida cada uno por su lado saltaron al río. Paramos el motor asombrados por lo que estábamos viendo, no entendíamos por que habían hecho eso, no bien cayeron al agua empezaron a nadar en forma frenética y ya se habían alejados como cuarenta metros del bote, cuando para nuestro asombro, se produjo una gran explosión que retumbó por todo el valle, el bote se desintegró en mil pedazos, los remos volaron hacia lo alto dando vueltas como hélices, una humareda espesa se instaló en el lugar. A raíz de esto dimos media vuelta y nos dirigimos rápidamente hacia el lugar donde había acontecido este inusual hecho, recogimos a los náufragos y a su perrito, los tres estaban sanos y sin heridas, pero muy entumidos por el remojón y un poco sordos por la violenta explosión, una vez que los subimos a la lancha les servimos un trago de tinto para que pasaran un poco el frío, se tranquilizaron algo del susto, tomaron aliento y nos contaron lo que aconteció en el  bote, cabe señalar que estos dos personajes eran padre e hijo y contaban con alrededor de cuarenta y cinco y veinte años respectivamente.

El padre nos señaló, con un poco de vergüenza, que vinieron a pescar con dinamita a la desembocadura del Dónguil, como muchas veces lo habían hecho antes y siempre les había ido bastante bien, nos contó que cuando nosotros los dejamos, empezaron a preparar el cartucho de explosivo, poniéndole una mecha corta y amarrándolo a una piedra para que se fuera a fondo. El hijo sostuvo la dinamita en la mano y su padre con un fósforo la encendió y le dijo: ¡tírala luego al agua! Por razones inexplicables, al tomar impulso para lanzar el cartucho lo más lejos posible, la dinamita se le enredó en un cordel y se le soltó, al caer el cartucho pasó a golpear el borde del bote y solo la piedra cayó al río y la dinamita encendida rodó bajo la rejilla de madera de la embarcación que estaba clavada al piso, por lo cual, además del nerviosismo de ambos, no pudieron sacarla. Al quedar sin alternativa más que el agua, el joven cogió el perrito y lo lanzó al río, enseguida ambos lo siguieron abandonando el bote y nadaron como desaforados para alejarse, hasta que la débil embarcación estalló, afortunadamente no los golpeó ningún trozo de madera aunque se llevaron el susto de sus vidas.

En realidad con mi amigo no hallamos que decirles, tampoco podíamos hacerles reproches por su forma de pescar, fue una situación totalmente inesperada y fuera de toda lógica que afortunadamente tuvo un final feliz para los dos y el perrillo y, por su puesto que no para el pobre bote.

Después que estrujaron sus ropas y se secaron un poco, nos dieron las gracias de nuevo, esta vez más efusivamente que la anterior y nos pidieron que los ayudáramos a recoger los remos que estaban enteros y flotando, ya que servían para el otro bote que tenían en su casa, posteriormente los llevamos hasta la orilla y desde ahí ellos se fueron a pie hasta su casa, que no estaba muy lejos corriente abajo según dijeron.

Cuando volvimos al río para reiniciar nuestro regreso a casa, comentamos lo que nos quedó más grabado, que ante el inminente peligro en que estaban sus vidas, no dudaron un instante en salvar primero a su perrito lanzándolo al agua antes de lanzarse ellos mismos. Esto nos conmovió y nos sentimos afortunados de haber estado allí y haber sido testigos de una acción tan notable, de aquellas que de tarde en tarde iluminan y engrandecen el alma humana.

Y esa es la historia que nos contó ese amigo de Nueva Imperial en aquella ocasión y que he querido compartir.

jueves, 15 de septiembre de 2016

La Ultima Perdiz, escrito en octubre de 2015

Esta historia o acontecimiento que voy a narrar, me la contó hace ya muchísimo tiempo mi querido y recordado amigo victoriense, Eduardo Reuse Cretton (Q.E.P.D.), las personas a las cuales me referiré no tienen nombre, mi amigo no me los dio, diciendome "se cuenta el milagro pero no el santo".

Eduardo me describió con mucha claridad este suceso, que aconteció, según él, a finales de los años cuarenta y que en ese tiempo conmovió a la comunidad victoriense, dado que los cuatro amigos, protagonistas de esta historia, eran muy conocidos y apreciados, sus edades fluctuaban entre los veinticinco y los treinta años y les gustaba mucho ir de cacería juntos. Siempre partían a píe de madrugada para aprovechar bien el día, recorriendo las zonas aledañas a la ciudad, donde tenían datos de que las especies que buscaban cazar fueran abundantes.

Esta forma de salir de cacería la estuvieron practicando durante largo tiempo, hasta que uno de ellos juntó unos pesos y compró un viejo auto Ford modelo 1942.

Pensando siempre en la comodidad de su querido grupo, el dueño del auto decidió transformarlo, artesanalmente, en una camioneta, para lo cual le sacó la mitad posterior de la cabina y junto con sus amigos cazadores, le confeccionaron una carrocería de madera de pellín (Roble añoso) muy bien hecha, afirmada con hartos pernos y tuercas, también para que sus compañeros que les tocara ir atrás, no se mojaran ni entumieran, le puso una gruesa carpa de lona que entre todos sus amigos le ayudaron a armar.

Este vehículo les acortó bastante el tiempo requerido para llegar a los lugares de caza, y para comodidad de los cuatro, siempre un par iba en la cabina y los otros dos en la carrocería junto con el roquín, las armas, los perros y el producto de la cacería.

Ese año habían redondeado una temporada muy buena, a todos les había ido bastante bien y para cerrar ese exitoso período de caza, decidieron hacer la última salida del año por el camino que iba a Curacautín, dirigiéndose en esa oportunidad al campo de un amigo que los invitó, contándoles que en su predio había cosechado varios potreros sembrados de trigo y en los rastrojos que resultaron de esta recolección de granos, habitaba una gran cantidad de perdices y liebres.

Llegaron muy temprano al predio y el dueño del fundo ya los estaba esperando con un abundante desayuno campesino, posteriormente a este cariñoso recibimiento, les indicó el lugar al cual debían dirigirse, rápidamente caminaron muy entusiasmados hasta el rastrojo y no bien pisaron el potrero tapizado de cañas de trigo, los cuatro cazadores se distribuyeron en línea, colocándose a una distancia de unos diez metros los unos de los otros, los perros empezaron a rastrear delante de ellos y comenzó la partida de caza, volaban y volaban perdices y los cazadores tiro y tiro, cuando finalizó la jornada, como a la una de la tarde, cada uno de ellos tenía una gran cantidad de aves en el morral, más que suficiente para esa última salida de caza de la temporada, el día los acompañó presentándose nublado, muy especial para la actividad cinegética.

Dieron por finalizada esta abundante cacería, con un almuerzo de camaradería, que se llevó a cabo en el mismo potrero, al lado de la cacharra, en el cual también participó el dueño del predio, quien los dejó cordialmente invitados para el próximo año, después de varios brindis y palabras muy conceptuosas, se despidieron del amigo e iniciaron el regreso a Victoria.

Como siempre lo hacían, uno se fue acompañando al chofer y los otros dos en la carrocería, estos últimos iban sentados de espaldas hacia la cabina, conversando animadamente y sirviéndose unos ricos sorbos de pipeño de una bota española, que pasaba de mano en mano.

Ya habían avanzado bastante y estaban como a siete kilómetros de la ciudad, cuando de repente se cruzó corriendo por delante de la cacharra una linda perdiz, el acompañante del chofer reaccionó de inmediato y le dijo: ¡para, para!, se metió en esa manchita de zarzamora, te prometo que esta es la última que voy a cazar, el chofer contestó ¡para que vas a matar otra si llevamos tantas!; replicó el primero ¡si no la cazamos nosotros otro la va a pillar!, ante esta insistencia y para no discutir con su amigo, el dueño del vehículo lo detuvo, el acompañante abrió la puerta y se bajó de un salto, sin perder de vista el lugar en que se había escondido el ave, fue a la carrocería y les dijo a sus compañeros que iban atrás, ¡pásenme la escopeta!, que hay una perdiz echada a la orilla del camino, sus amigos que iban sentados cómodamente en el suelo de la carrocería, le dijeron, ¡para que vas a atrapar otra más si ya llevamos bastantes! y no le pasaron el arma; molesto el les dijo, ¡chitas que son mala gente! Prefieren mandarse unos pencazos de tinto antes que pasarme el arma, si no me la quieren dar la voy a sacar yo mismo, sin dejar de mirar el lugar en que se había fondeado la gallinácea, metió la mano por entremedio de la estrecha baranda y como pudo sujetó su escopeta por el cañón y la comenzó a jalar, el espacio era muy reducido, ya llevaba más de la mitad fuera de la baranda, cuando por esas razones que solo el destino conoce, el martillo derecho del arma se enredó en la correa de un morral, situación de la cual no se dio cuenta y al tironearla de nuevo para terminar de sacarla, esta se disparó accidentalmente, produciéndose un estruendo que espantó a todos.

El fuerte estampido retumbó en los bosques cercanos, una gran humareda envolvió la camioneta, los perros ladraban desaforadamente, en los primeros instantes no se veía ni se entendía nada, el tiro lo había alcanzado de lleno en el pecho, la fuerza del impacto lo hizo saltar como dos metros hacia atrás cayendo de espalda en el duro ripio del camino, la escopeta con el culatazo retrocedió hacia dentro de la carrocería, golpeando las piernas de los que iban sentados en el piso, se produjo un desconcierto total, el chofer abrió la puerta y saltó de un viaje al suelo, los de atrás hicieron los mismo, cuando llegaron al lado de su compañero, trataron de asistirlo, pero este ya había fallecido, una honda consternación los envolvió, se miraron acongojados y no pudieron articular palabra.

Esta tragedia que los afectó profundamente y que por el resto de sus vidas nunca los abandonaría, pudo haberse evitado si cualquiera de los cuatro que viajaban en la camioneta hubiera reaccionado de otra forma.

Comenzaré por el afectado, quien rompió una regla de oro de los cazadores, jamás se debe transportar una arma cargada en un vehículo si no se está usando.

El chofer, cuando la víctima le dijo que se detuviera, no debió hacerlo, señalando que ya llevaban bastantes pájaros y que no había necesidad de cazar uno más.

Los que iban atrás, cuando el vehículo se detuvo y el afectado les pidió la escopeta, cualquiera de los dos, en un acto de buena voluntad, se la debieron pasar por encima de la baranda, evitando así cualquier peligro.

Como corolario de este lamentable drama humano, se puede concluir que los cuatro amigos compartieron responsabilidades, para que uno de ellos perdiera la vida, es decir, entre todos le allanaron el camino a la muerte, que los estaba esperando escondida en ese boscoso recodo del camino, disfrazada como la última perdiz.

martes, 13 de septiembre de 2016

Fratello, escrito en octubre de 1998

En el año 1964 la Democracia Cristiana, arrasó en las elecciones presidenciales y Don Eduardo Frei Montalva, accedió a la primera magistratura de la Nación, a continuación se llevaron a efecto las parlamentarias, de nuevo ganaron los falangistas por amplia mayoría, de tal manera que sobraron votos y hasta los candidatos que iban de relleno en las listas fueron a sentar sus reales en los escaños del parlamento, a modo de chanza un chusco comentó en forma jocosa que uno de los tales diputados, intervino oralmente solo en una oportunidad durante los cuatro años que duró su mandato y esto ocurrió en los momentos en que un gran temporal estaba azotando con furia la zona central del país, justamente en esos instantes en el interior del parlamento se discutía acaloradamente, cuando en forma repentina se cortó el suministro de energía eléctrica, quedando el hemiciclo como una boca de lobo y produciéndose al mismo tiempo un silencio sepulcral, y ahí, solo ahí, desde la oscuridad más absoluta, todos pudieron escuchar su voz por primera y última vez, cuando exclamó: ¡Yo tengo jójoros!

Dentro del mismo período, en las comunas se eligieron regidores para conformar los gobiernos edilicios, una vez más triunfó el partido gobernante y mi compadre, Humberto Risso Barrientos, fue nominado Alcalde de Collipulli, su elección fue un gran acierto ya que era un hombre hábil que siempre dirigió sus negocios en forma eficiente y acertada, honrado a carta cabal, además poseía el título de Contador, que le permitió un manejo fluido y expedito de las cifras.

Realizó sus estudios superiores en el Comercial de Valparaíso, una vez que los concluyó con distinción, retornó a Collipulli y ayudó a su padre, don Pablo, en el manejo de su depósito de licores y otros negocios, posteriormente se independizó, dedicándose al comienzo al transporte de carga terrestre, especialmente ripio y arena, llegando a poseer tres camiones en esa época, cuando el parque automotriz del país alcanzaba el uno por ciento de lo que es ahora, con posterioridad incursionó en el rubro construcciones e instaló una barraca de maderas, empresas en las cuales obtuvo muy buenos resultados.

Por esos tiempos ya estaba casado con mi comadre Bruni y tenía una numerosa prole, situación que lo llevó a redoblar sus esfuerzos para solventar todos los gastos que ello implicaba. Con este rico bagaje de conocimientos y experiencias llegó mi compadre a la Municipalidad, donde llevó adelante una gestión muy exitosa y que siempre es bien recordada.

En esos años, nos transformamos en parientes y empezamos a compartir nuestra amistad, yo era cazador y pescador de sábados y domingos, en razón de ello muchas veces lo invité a salir, pero siempre me decía que no, señalándome, debo dedicar cinco días a la alcaldía y dos a mis camiones, esto se repitió muchas veces, yo lo mantenía de socio en el club de Pesca y Caza “Los Cuervos”, esperando que en algún momento cambiara de opinión.

Un buen día dijo que si, fuimos a cazar y mi compadre descubrió que el tiempo y el espacio se los proporciona uno mismo, nadie se lo viene a dar o a regalar, desde ahí en adelante, continuamos saliendo innumerables veces a recordadas jornadas de pesca y caza. Conociendo su nueva afición, alguien en el año 1966 le regaló un perrito perdiguero de dos meses de edad, este era muy hermoso, tenía un lustroso pelo color achocolatado con leves manchas blancas, de ojos brillantes, muy vivo e inquieto, los niños lo quisieron mucho desde el primer momento y lo transformaron en su mascota preferida, por lo juguetón y simpático.

Humberto se preocupaba en forma preferente de alimentarlo y cuidarlo muy bien, pensando en las alegrías, triunfos y satisfacciones que le proporcionaría en la próxima temporada de caza. Y llegó el gran momento, comenzó el período de cacería de perdices y decidimos salir con mi compadre, que por supuesto, llevó a su crédito para tales fines, el “Fratello”, nombre con el que lo bautizó, en recuerdo del idioma de sus antepasados genoveses.

Nos dirigimos en la antigua camioneta Datsun de Humberto, apodada la “Sukillaqui”, hacia un lugar cercano a Collipulli denominado “Huapitrio”, el tiempo estaba malo y lloviznaba con persistencia, entramos a un potrero que no se cultivaba desde hacía varios años, grandes matorrales cubrían el suave y ondulado lomaje, especiales para que se criaran en forma abundante, todo tipo de aves y animalitos de caza. Cargamos las escopetas y empezamos a caminar por el humedecido terreno, Fratello iba muy atento al lado de mi orgulloso compadre, cuando de repente, en forma sorpresiva, levantó el vuelo una hermosa perdiz, emitiendo su grito estridente y característico, como buenos cazadores reaccionamos al unísono, levantamos las armas y disparamos casi simultáneamente, las municiones alcanzaron al ave, pero antes que esta tocara el suelo, el que creíamos un valiente y aguerrido can iba velozmente dando la vuelta a la loma, muerto de susto, arrancando a la perdición, Humberto quedó desconcertado, jamás imaginó una reacción de ese tipo, nos desgañitamos llamándolo y silbándole para que volviera, no hubo caso, simplemente desapareció de nuestra vista, traté de conformar a mi compadre diciéndole que estas cosas a veces pasaban y que más adelante lo encontraríamos. 

Continuamos la cacería un poco desmoralizados por esta inexplicable actitud, echamos otras pocas “chocas” al morral y decidimos volver al pueblo, para lo cual salimos al camino y empezamos a retornar al lugar donde estacionamos el vehículo, distante como un kilómetro hacia el norte, avanzamos un poco apurados, debido a que la lluvia se estaba poniendo más gruesa y mojadora. Al dar vuelta en un recodo del camino, vimos como a media cuadra a dos tipos bastante fornidos, vestidos con trajes de caza, dando vueltas por la orilla de un viejo jeep verde sin vidrios en las puertas, gritando desaforadamente y esgrimiendo grandes garrotes en sus manos, con los cuales, como espadachines, lanzaban golpes y mandobles hacia el interior del cacharro.

Al contemplar aquello, apresuramos el paso para saber de que se trataba, cuando llegamos allí, ¡Oh sorpresa!, atrincherado en el asiento delantero, detrás del volante, defendiendo su posición inclaudicablemente, como Leonidas en las Termopilas, ¿adivinen quién?, ¡nada menos que el mismísimo Fratello!, que, con los pelos erizados cual fiera embravecida, gruñía, ladraba y lanzaba mortales dentelladas a los enfurecidos guatones sin permitirles entrar a su vehículo, mi compadre y yo quedamos consternados, no hallábamos que decir. Avergonzados les pedimos disculpas señalándoles que el perro era nuestro y que se nos había perdido en la mañana, estos hombres estaban realmente indignados, puesto que los había tenido como media hora bajo la lluvia y con sus patas llenas de lodo y sucio como estaba, dejó el piso todo embarrado y los asientos mugrientos y hediondos.

Inmediatamente Fratello reconoció a su dueño, se calmó y se bajó del jeep, que seguramente en su pensar perruno creyó que era la camioneta de mi compadre, pero antes de ir a refugiarse detrás de Humberto, sin ningún tipo de diplomacia les mostró una vez mas sus afilados colmillos esos hombres, para dejar claro que no les tenía ni pizca de miedo.

Les dimos todo tipo de excusas a los afectados y uno de ellos manifestó, aún muy enrabiado, ¡no le disparé un tiro para no ensuciar más mi vehículo!, la conversación se aquietó, como buenos cazadores comenzamos a conversar, contar historias y cachiporrearnos, resultaron ser angolinos de clubes conocidos, degustamos unos ricos sorbos de tinto para espantar el frío y nos despedimos sin rencores.

En otra oportunidad en que  Humberto tuvo que ir a ver unas maderas que le vendían en un fundo cercano, me invitó para que lo acompañara, aproveché la oportunidad para llevar mis dos perras perdigueras, la Cherry y la Perla, madre e hija respectivamente, a fin de que corretearan por el campo, para que no fueran tan solas, subimos también al Fratello, este viaje se hizo por un sinuoso camino ripiado, en muy mal estado y lleno de baches, con los saltos los perros rebotaban como pelotas en la carrocería, cuando nos detuvimos, nos dimos cuenta con sorpresa, que desde hacía bastante rato, a pesar de todas estas incomodidades, el Fratello había puesto en marcha su fabricante de perritos, fue reprendido severamente por esta inexcusable actitud, no estuvo ni ahí con los retos, al parecer creyó que lo estábamos felicitando, a los dos meses una de mis perras parió nueve cachorritos iguales a él.

Cachazudamente, concluimos después de este luctuoso hecho, que además de sus progenitores perdigueros, que le legaron su bella estampa, debe haber tenido un ilustre antepasado inglés, que acompañó a los reyes en la cacería de la zorra.

Después de estas dos memorables hazañas, Humberto no quería sacarlo ni a la puerta, yo insistí y le pedí que le diera una nueva oportunidad y que si esta vez fallaba, no lo llevara más. Después de muchas conversas, mi compadre accedió y lo sacamos de nuevo a la lid, esta vez fue el fundo San José, de propiedad de Elmo Subiabre, conocido y amigo nuestro, este predio está ubicado a unos treinta kilómetros de Collipulli hacia la cordillera, por el antiguo camino a San Andrés.

Fue un viaje azaroso y bastante movido, llegamos al lugar que reunía las mejores condiciones para el tipo de actividad que íbamos a realizar, se trataba de un potrero casi plano, con un rastrojo de trigo, cuyas cañas eran bastante altas y muy poco pisoteadas por los vacunos, el Fratello entró gallardamente, los largos pelos de sus orejas eran mecidos por la brisa, cual penachos de los bersaglieri desfilando por las antiguas vías de Rapallo, levantando la nariz y trotando airosamente de cara al viento, parecía querer olfatear todas las perdices del mundo, comenzamos a caminar, cruzamos un destartalado portón de madera y entramos de lleno a las cañas, a poco andar nos sorprendió nuevamente una alada gallinácea con su vuelo repentino, empuñamos las armas y disparamos, pero el ave escapó y el que también arrancó de nuevo fue el perro, huyó como alma que la lleva el diablo, fue realmente una verdadera raya achocolatada que cruzó raudamente el extenso y amarillento  rastrojo, en un abrir y cerrar de ojos desapareció detrás de un tupido monte, nuevos gritos y silbidos, lo llamamos de mil maneras pero no apareció.

Mi compadre muy apenado se sentó en un grueso tronco de pellín y exclamó, ¡Este quiltro de porquería para lo único que sirve es para hacer jabón!, para bajarle el perfil a su pena y preocupación, le pasé la bota española para que degustara unos sorbetes, diciéndole al mismo tiempo que no se preocupara tanto, que era casi seguro que lo íbamos encontrar en su camioneta o encaramado en la de otro.

Continuamos la cacería por el resto del día y nos fue bastante bien, además de las perdices cazamos choroyes y tórtolas, al regresar por la tarde al vehículo para retornar al pueblo, no lo encontramos, lo buscamos y lo llamamos por todos lados y nada. Ahí mi compadre se preocupó y me preguntó ¿Qué le voy a decir a los niños cuando llegue sin el perro?, la única solución que se me ocurrió proponerle, fue que llegáramos tarde y que dejáramos para mañana las explicaciones, y le dije, acuérdate que eres político y ya discurrirás  algo.

Volvimos al pueblo ya oscuro, me pasó a dejar a mi casa y el se fue a la suya, no comentó nada de la pérdida del can, se acostó intranquilo, pero el cansancio acumulado por el día de caza y la preocupación, hicieron que rápidamente se quedara dormido como un lirón.

Como a las cuatro de la mañana, la comadre lo remeció para que despertara, diciéndole, ¡Humberto, Humberto, alguien está golpeando y aporreando la puerta de la calle, anda a ver quien es!, con mucho sueño, a regañadientes y dando trastabillones bajó por la escalera hasta el primer piso, se allegó a la puerta de calle y preguntó ¿Quién es?, no hubo respuesta, solo más golpes y empujones, descorrió lentamente para ver quien era el osado que se atrevía a interrumpir el sueño del alcalde a esa inusual hora, pero en ese instante de un caballazo se abrió la puerta de par en par, mi compadre casi se cayó de espaldas, ¡Quien si no!, el Fratello, que entró como una tromba, patinando y resbalando con sus patas mugrientas por el comedor, fue a parar a la cocina, chocando con sillas, mesas y taburetes, todo ocurrió en segundos y ahí de un viaje se le espantó el sueño a Humberto, su primera reacción fue de incredulidad pero inmediatamente le volvió el alma al cuerpo, pues ya no tendría para el otro día la pesada carga de explicar a los niños la desaparición del perro, ya que este, contra toda lógica, había recorrido los treinta kilómetros, en mas o menos doce horas y ubicado la casa de sus amos dentro del pueblo sin ninguna dificultad.

El perro demostraba una felicidad incontenible, ladraba y saltaba de alegría y le lamía las manos a mi compadre, éste tranquilamente le abrió la puerta de la cocina para que saliera al patio, comiera y después se fuera a dormir a su casita, enseguida retornó muy aliviado al dormitorio, al llegar mi comadre le inquirió ¿quién era y que fue todo ese bochinche?, respondiole con toda su pachorra edilicia, ¡mijita, era el Fratello que andaba en la calle y no me explico como salió!.

Para cerrar su historia, diré que si bien es cierto, ninguna de las grandes expectativas cinegéticas que se creó Humberto se llevó a  cabo, este can tuvo una buena vida, recibió mucho cariño, su olla siempre estuvo llena y el lo retribuyó cuidando su hogar con la misma fiereza con la cual se defendió en el viejo jeep. También agregaré, que ladinamente, se las arregló para dejar en el barrio y en mi casa, una nutrida descendencia, fue un ecologista ya que  nunca persiguió o maltrató un pajarillo, tampoco plantó ningún árbol, pero los amó mas que nadie y todos los que estaban a su alcance los visitaba cada día, regándolos con insistencia. Redondeando, creo que lo único que le faltó, fue escribir sus memorias y en eso, con mucho agrado, me he permitido reemplazarlo.