jueves, 22 de septiembre de 2016

Historia de Dos Sombreros, escrita el 2007

Collipulli es una joven ciudad provinciana, recostada apaciblemente, como una ñusta somnolienta, al borde de las verdes faldas del Malleco, contemplando embelesada la profunda quebrada por cuyas vegas corren las frescas y agitadas aguas de su río. Rodeada de grandes planicies, valles, cursos de agua, lagunas y montañas, es la cuna de muchos ilustres cultores de la pesca, la caza o ambas disciplinas a la vez, entre ellos, por señalar algunos que más recuerdo: Nombraré al humilde Juan Charrasqueado, el Gringo Erico, el Indio Puga, el Negro Fuentealba, el Corcho Sanhueza, Abel Toledo, mis compadres Humberto Risso y Oscar Carrasco, el Pato Venegas,  mi amigo y “yunta” de muchos años Gabriel Venthur, mi papá Armando, mis hermanos Dube, Sergio, Denis, Lucho y Rafa, y tantos más, cuyos recuerdos me acompañaran siempre. 

Por el continuo desarrollo de estas actividades, varias sabrosas anécdotas se fueron hilvanando en el correr del tiempo y siempre la primera víctima de escopetazos y afilados anzuelos era y sigue siendo “La verdad”, ya que ésta de boca en boca se diluye y desaparece, quedando todo, solo en las alas de la fantasía y la imaginación de cada uno, de tal manera que minitruchas minúsculas  han crecido después de muertas hasta transformarse en pescados descomunales, humildes bolsas con un par de zorzales se han convertido, como por arte de magia, en sacos de perdices, bandadas enteras de choroyes han sido abatidas de un solo disparo y así suma y sigue. De esta manera, cuentos, mentiras, inventos e historias de los amantes de la caña y el trabuco, han llegado a ser verdaderas leyendas.

Una de ellas, corresponde a la memorable cacería que dos conocidos y avezados practicantes de la cinegética (cacería), llevaron a cabo hace mucho tiempo atrás, en la época en que Don Eduardo Frei Montalva aún ocupaba la casa de Toesca. Me referiré en forma suscinta a estos dos distinguidos y predilectos discípulos de Diana, a quienes conocí personalmente y que me honraron con su amistad. El primero de ellos, dedicado de lleno a los negocios había logrado amasar una pequeña fortuna y, como sucede siempre, la había conseguido con su hábil inteligencia y el sudor de la frente de los demás, descendía de antepasados que huyeron de la miseria que reinaba en sus países, dominados entonces por el imperio otomano (que ya llegaba a su fin), por tal razón, todos los que arribaron provenientes de esas apartadas latitudes, fueron motejados de “Turcos”, y a él por supuesto lo apodaban "El Turco Jalil". Participaba activamente en todo tipo de cacerías y poseía un buen vehículo para tales efectos y  de tarde en tarde, invitaba a sus amigos a practicar este deporte. En la oportunidad que me voy a referir convidó a Marcelo Poblete. A este chilenísimo buen amigo, cazador y mejor cocinero la fortuna siempre le fue esquiva, prácticamente en todos los múltiples negocios que emprendía, le iba regular o mal, mas mal que regular diría yo. Era muy alegre y bromista y siempre se reía de la vida, muy estimado y querido por sus amigos, pero de negocios nadie quería conversar con el. El turco compró comida y trago para los dos, Marcelo solo cooperó con su alegría, su facilidad para contar chascarros y su habilidad para pelar y descuerar sin misericordia a toda la conspicua sociedad collipullana de esos tiempos.

Hablaré de las armas con las cuales pretendían llenar los morrales ese día, Jalil poseía una escopeta casi nueva, que según me contó, se la compró al dueño de una máquina cosechera, que en una oportunidad trilló las sementeras de su fundo, era de cañón superpuesto, calibre 12, excelente calidad y de tecnología muy avanzada para la época. La de Marcelo, en cambio, era harina de otro costal, para empezar la pidió prestada y daba la impresión por lo cacharrienta, que la había conseguido en un museo, viejísima y deteriorada, al parecer era un antiguo fusil acondicionado que seguramente acompañó a un patriota en la campaña de la independencia, de calibre indefinido y peligrosa por decir lo menos. 

Salieron de madrugada, por un polvoriento camino hacia la cordillera y les hizo un día radiante, era finales de Abril y una larga sequia estaba asolando el país, muy acalorados al mediodía con una magra cacería, no habían pillado casi nada, se instalaron debajo de un frondoso laurel apegado a un monte que los reconfortó con su fresca sombra, al lado del cual tenían estacionada la camioneta. Desplegaron sobre un mantel colocado en el suelo, el contenido del canasto de cocaví, consistente en dos perniles, jamón de pierna, queso, harto pan amasado, ají, etc., y Marcelo procedió al solemne acto del descorchamiento de la garrafa de Chudal. Cuando estaban degustando el primer sorbo para espantar la sed y limpiar las cañerías, el silencio de la campiña fue roto por el sonido de una monótono campanilleo, ambos bajaron la vista y divisaron como a cien metros, un piño de chivos que avanzaba cansinamente levantando un espeso tierral, dirigido por un viejo y barbado chivato, que en su cuello portaba un ruidoso cencerro de latón, Marcelo siempre dispuesto a los chascarros y a las bromas pesadas, le dijo de sopetón al turco: 

¡Te apuesto que no te animai a mandarle un cañonazo al chivato!

Le respondió el turco Jalil: ¡Tai mas gueón, si viene alguien detrás de los chivos en medio forro que me voy a meter!, 

Insistió inmediatamente Marcelo apuntando con el dedo: ¡No vis que vienen solos, nadie anda con ellos, total están re lejos y solo se van a espantar, o no será que como sos mas apretado que traje de torero, no queris gastar un tiro!

Ante estas razones, sobre todo porque lo estaba tratando de amarrete el turco tomó su escopeta y sin pensarlo dos veces, le descerrajó un disparo al cabrón, éste al recibir la rociada de municiones, que incluso le hicieron repiquetear el cencerro, lanzó un balido tremebundo, pegó un enorme salto y arrancó a la perdición en medio de una tremenda sonajera, seguido por todo el asustado piño, quedando en el lugar solo una gran nube de polvo, desde la cual, fantasmalmente apareció un asustado zagal , que por segundos se quedó mirando la escena sin comprender lo que había pasado. Se trataba de un pastorcillo de alrededor de 17 años, moreno, retostado por los soles y los vientos, templado en el rigor de la vida campesina, descendiente incuestionable de la mezcla de razas que conforman nuestra nación a la que representaba como nadie. Recuperado del susto y al darse cuenta del flagrante abuso de que había sido objeto el cual incluso puso en peligro su integridad física, arrugó el tostado rostro, le brillaron los ojos de rabia y furia, apretó con fuerza la vara de colihue que le servía de cayado y blandiéndola, arremetió valerosamente, como un caudillo antiguo contra los armados cazadores, estos se quedaron mirando un poco asustados, como se les venía encima y el Turco exclamó: ¡Aquí sí que la cagamos!.

Al irrumpir junto a ellos, esgrimiendo amenazadoramente su garrote, el mocetón los increpó diciéndoles: ¡Gringos busaores pa que le tiraron a mis chios, los goy a moler a palos!.

Marcelo rápidamente discurrió como controlar la situación, arriesgándose a recibir un garrotazo, se adelantó y le dijo:  ¡Párale, párale, pa que te enojai tanto, si solo fue una broma y al chivo no le va a pasar nada, no vís que tienen el cuero harto duro!, juntamente con decirle esto le alargó una copa de tinto y lo invitó al almuerzo, el joven al oír esto y ver el generosamente servido mantel, cambio de actitud y bajó el palo.

Marcelo insistió:  ¡Mandate este cañón (vaso de vino) para que pasis el polvo y te repongai de la mansa carrerita que te pegaste!

El muchachon cogió el vaso, aún manteniendo el ceño fruncido y sin mediar palabra se lo mandó al seco, se pasó el dorso de la oscura mano por la boca y con la manga hilachenta de su chaqueta, se limpió el resto del vino que le corrió por la comisura de los labios. ¡Guenazo! exclamó, con esto ya se calmó, le convidaron emparedados de pernil y queso que comió con saludable apetito ya que al parecer, tenía bastante hambre y sed acumulada.

Aquietado con el calor del tinto y el estomago trabajando, conversó con los cazadores y aceptó que todo fue una broma, quizás un poco pesada pero broma al fin.

Corrió el rato y a Marcelo se le ocurrió hacerle otra talla al sufrido pastor, habló muy quedamente con el Turco, mientras el responsable de los chivos, seguía tranquilamente dándole la tanda al comistrajo.

El Turco, con indiferencia, tomó su escopeta como para examinarla, en ese instante Marcelo le sacó rápidamente de la cabeza al confiado pastor, su viejo y huiliento sombrero y con fuerza lo lanzó al aire, Jalil levantó velozmente su escopeta, esperó que el llongo llegara a su punto más alto y cuando se detuvo en el espacio, le descerrajo dos certeros disparos y lo hizo pebre.

El cuidador de chivos miro consternado los restos esparcidos por el suelo, le volvió toda la furia, tanto por el balazo a los chivos como por el injusto destrozo de su único sombrero, se paró y medio champurriado les lanzó una sarta de improperios de grueso calibre, cogió con fuerza la vara de colihue con toda la intención de endilgarles un buen par de garrotazos, Marcelo ante esto, con mucha rapidez, le paso otra copa, diciéndole que no se enojara tanto, que le iban a dar plata para que se comprara uno nuevo ya que el que tenia era muy viejo, ante esta tentadora oferta, paró de golpe su chivateo y se mandó otro pencazo, más carne, más vino y volvió a reinar la calma en el convulsionado trio.

Transcurrió la tarde y cada vez que preguntaba cuando le iban a dar la plata, le encajaban otro trago y más comida, finalmente le cayó la chaucha y se dio cuenta de que lo estaban pescando para el chuleteo. Entonces ladinamente, como Pedro Urdemales, les siguió el juego, cuando estuvo totalmente satisfecho y la garrafa llegó a su fin, se paró del suelo, sacudió el polvo de sus parchados pantalones, amarro el corrión de una de sus chalas, miró indiferente a la lejanía donde apaciblemente pastaban los chivos, en ese momento Marcelo y el Turco estaban conversando bajito, seguramente discurrían otra broma a costillas del pobre pastorcillo y no lo observaban, éste como que no quiere la cosa, se agachó y de repente cogió el sombrero nuevo del Turco y apretó cachete como alma que lleva el diablo.

Cuando los cazadores cazados reaccionaron ya era demasiado tarde, el mocetón con el de fieltro en la mano, agitándolo alegremente como una bandera arrancada a las filas enemigas y chivateando como un valiente chileno corriendo hacia la gloria por las ásperas arenas del rápido Santa, en medio de la batalla de Yungay; daba vuelta a la loma envuelto en una nube de polvo. Marcelo y el Turco se miraron asombrados, ellos que hasta un segundo antes eran dueños de la situación y llevaban todas las de ganar, fueron burlados por ese humilde cuidador de chivos.

Podría resumir el término de esta singular cacería, señalando que Marcelo haciendo gala una vez más de su mal ojo, nuevamente le erró el palo al gato, al picarle la guía al Turco para que le aforrara un cañonazo al pobre chivato, situación de la cual salió libre de polvo y paja. El que realmente pagó las habas que se comió el burro, fue su amigo Jalil debido a que le tocó correr con la movilización, el copete, el mastique, los cartuchos disparados y de llapa, como una penitencia, dejar su elegante sombrero nuevo, adornando la hábil testa de un joven pastorcillo.

Finalmente, aquí en justicia, adquiere plena validez el antiguo dicho popular, que grafica mejor que ninguno, lo que ocurrió en esa lejana tarde de abril y que sabiamente dice: “El que ríe ultimo, ríe mucho mejor”. 

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