sábado, 10 de septiembre de 2016

El Leonero, escrito en diciembre de 2014

Mientras afuera un inusual viento de Octubre mueve y remueve sin piedad los florecidos notros, que adornan los patios de las casas, jardines y calles de Frutillar, voy a llevar al papel, una breve historia que nos contó mi querida madre Francisca cuando éramos niños. 

Por esos tiempos vivíamos en Collipulli, y ella, en las largas noches invernales ya sea para hacernos dormir o entretenernos, al calor de un brasero nos narraba historias fantásticas de entierros, aparecidos y también nos relataba anécdotas y vivencias de su propia infancia, una de estas últimas es a la que me voy a referir y ocurrió a principios de la decada de 1920, cuando ella y su familia vivían en un campo cercano a su ciudad natal Gorbea. Este era un predio que el Estado le había vendido en condiciones especiales a sus padres, cuando llegaron desde Europa como colonizadores a la Araucanía a finales del siglo XIX, se extendía esta parcela desde la orilla Oeste del rio Dónguil hasta las cumbres del cerro Meulén, exactamente frente a la naciente ciudad antes nombrada.

Por esos tiempos los terrenos adquiridos por los colonos estaban cubiertos de montañas vírgenes (selva chilena originaria) y estos tenían que desmontarlas con hachas, corvinas y mucho, mucho sudor y lagrimas, para así despejar los espacios donde construir sus casas, plantar quintas, sembrar cereales y también criar ovejas, vacunos, caballares, aves, etc..

Debido a la espesura de estas montañas había gran cantidad de aves y animales silvestres, entre ellos estaban los pumas que; de comer pudúes, huemules, liebres y aves cambiaron su menú por el manso ganado que los campesinos con mucho esfuerzo y sacrificio criaban. Esto producía a los dueños de los pequeños predios, una gran pérdida, ya que no eran muchos los animales que poseían, por tal razón estos abundantes felinos, eran un gran problema para ellos y debían ser repelidos con dureza para salvar la crianza de animales domésticos y no caer en la ruina.

Como dice un sabio dicho popular “La necesidad crea  la herramienta” y por supuesto para solucionar este grave problema, que aquejaba a casi todos los colonos, aparecieron en esos tiempos personas especializadas en capturarlos o eliminarlos y los agricultores afectados recurrían  a estos expertos, para que los libraran de estos predadores. Estas personas de origen humilde, generalmente nacidas en el campo y muy conocedores de la zona, eran solicitados por los campesinos afectados y se les conocía como: “Cazadores de leones" o simplemente "Leoneros”, ellos cobraban un monto razonable por sus servicios después de completar exitosamente su cometido. 

En una oportunidad un gran puma estaba “cebado” causando mucho daño en la zona, varios agricultores habían perdido  sus animalitos en las garras del  escurridizo felino, esta vez llegó hasta el predio de los Kucera, mató varios corderos y ovejas y en la noche siguiente, como poniéndole la guinda a la torta, atrapó y dio muerte al potrillo regalón del tío Julio, esto colmó el vaso, hay que atraparlo dijeron todos, llamemos al leonero.

Siempre me acuerdo de la descripción que hizo mi querida madre de este personaje, que mis abuelos y mis tíos contrataron en esa oportunidad para tratar de cazar al puma, diciendo que: era de pequeña estatura, un metro sesenta a lo más, de edad indefinida, moreno, grueso, patizambo, con el rostro arrugado y curtido por los fríos, las nieblas y las largas y heladas noches sureñas esperando inmóvil que aparecieran las fieras, muy valiente por decir lo menos. Era dueño este cazador de una antigua escopeta de cargar, que siempre mantenía en muy buen estado, no era para menos ya que no pocas veces era su vida la que dependía de ella, muy larga, tan alta como él y de un solo cañón, o sea, tenía solo una oportunidad de cumplir bien su trabajo.

Como ya lo señalé, el puma había cazado el día anterior un hermoso potrillo del cual comió casi la mitad y el resto, como lo hacen siempre estos felinos, lo tapó con tierra, ramas y pasto, para venir a devorarlo después, mis tíos descubrieron el lugar de su muerte y rápidamente mandaron a buscar  al “Leonero” antes descrito, que vivía relativamente cerca del lugar, con el fin de que lo fuera a cazar esa misma noche, cuando el puma con toda seguridad, volviera a zamparse lo que quedaba del pequeño equino.

El Leonero, junto con mis tíos, estudiaron el lugar con detenimiento, observando que los restos del caballar estaban ubicados al lado de un espeso quilantal y dedujeron que el felino iba a salir desde esos matorrales a comérselo, miraron alrededor buscando un lugar seguro para esconderse y esperarlo, vieron a la derecha un gran roble que había sido desraigado por los temporales al cual los años y los soles habían resecado y así como habían eliminado todo vestigio de ramas y hojas. El les dijo a mis tíos, me voy a instalar detrás de ese tronco y quedaré ubicado a unos quince metros de los restos del animalito y desde ahí podré hacer un buen disparo, además, escondido detrás de ese grueso palo no voy a correr ningún riesgo.

Como aún era temprano volvieron a la casa, conversaron latamente sobre el tema, barajándose todas las posibilidades y los cuidados que había que tomar, para que la peligrosa empresa llegara a buen término, posteriormente se sirvieron una abundante once campesina, terminada la cual el cazador se vistió para la oportunidad, poniéndose un traje oscuro, muy raido e hilachento, pero que no hacía ningún ruido al moverse o caminar, se puso un sombrero de la misma calaña, posteriormente refregó bostas secas de vacuno por toda su ropa y sombrero, para eliminar su olor personal y de esta manera lograr que el león no lo descubriera.

Se despidió de las personas de la casa, las cuales le desearon la mejor de las suertes, cargó su escopeta con abundante pólvora y gruesas municiones para, enseguida, caminar en gran silencio y con precaución hasta el lugar escogido, que estaba como a un kilometro y medio de las casas, se ubicó de la manera más cómoda posible detrás del gran árbol caído, comenzó a oscurecer y se quedó muy quieto, mirando fijamente hacia el lugar por donde debería aparecer la fiera, era una noche muy clara y la luna llena alumbraba fantasmalmente todo el hermoso y agreste lugar, no había viento y reinaba un gran silencio, solo el sonido de los grillos rompía de tanto en tanto la quietud nocturna, el Leonero mantenía sus sentidos en total alerta, de repente sintió una leve vibración en el tronco detrás el cual estaba refugiado, tenía su escopeta junto a él, con la culata afirmada en el suelo, es decir el cañón estaba dirigido hacia arriba y llegaba a la misma altura del tronco, levantó levemente la cabeza y con el rabillo del ojo, a la débil luz de la luna, vio con espanto que el gran puma venía caminando por encima del árbol caído, derecho hacia donde él estaba, los ojos del felino brillaban tenebrosamente, un sudor frio corrió por su espalda. Cuando llegó al lugar donde él se había acurrucado la fiera se detuvo y olfateó largamente la punta del cañón de su escopeta, su corazón saltaba locamente, temía que lo delatara, jamás se imaginó una situación así, allí a medio metro estaba el felino que él había venido a cazar y que en ese momento, si lo hubiera detectado, de un solo zarpazo lo podría haber mandado para el otro mundo, pero en atención a su experiencia y las precauciones tomadas, especialmente, debido a que sus ropas estaban impregnadas con el fuerte olor a las heces de vacuno no fué descubierto.

La fiera dejó de olisquear el cañón y dirigió su mirada hacia la orilla del bosque, donde se encontraban los restos del potrillo, ágilmente saltó del tronco y caminó hasta ese lugar, ahí selló su destino, con sus garras despejó el cadáver y se dispuso a comer su última cena. El asustado cazador esperó como un minuto a que le disminuyeran las pulsaciones, una vez que se sintió un poco repuesto levantó con sumo cuidado la escopeta, amartilló suavemente el arma, la afirmó encima del tronco, como había muy poca claridad para asegurarse apuntó con mucha calma al área del corazón, contuvo la respiración lo más que pudo y entre dos latidos apretó el gatillo.


Esta vivencia se la dedico a quienes vivían allí:

Mi madre Francisca Inés Kutscher Jaggi.
Mis abuelos Anton Kucera Blumentritt y Emilie Jaggi.
Mis tíos; Alberto, Otto, Antonio, Julio, Tomás, Eliza y Adela (Kucera Jaggi) y Germán Kutscher Jaggi.

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