jueves, 8 de septiembre de 2016

Villa El Amargo, escrita en abril de 1998

Dibujo del autor, realizado siendo un adolescente
En el año 1954, después de haber perdido su empleo en la Maltería de Collipulli, mi viejo para poder seguir parando la olla y mantener a su numerosa prole, se dedicó a hacer fletes en su antiguo camión de un color rojo indefinido, cuya marca White, apenas se distinguía encima del abollado y parchado radiador. Este vehículo estaba bueno de motor y partía con manivela, ya que carecía de arranque y su batería siempre estaba descargada. Sus latas estaban en muy mal estado debido a su antigüedad y también al hecho de que los caminos rurales de esos tiempos eran muy requetemalos y los pocos vehículos que se dedicaban al transporte, se desguañangaban rápidamente al circular por ellos. Además estas rutas eran muy frágiles; en el verano se convertían en una sola polvareda y en el invierno en un lodoso y largo barrial. Hoy día apenas merecerían el nombre de “Sendas de Penetración”.

En Abril de 1955, un empleado público fue trasladado a un alejado lugar cordillerano denominado Villa "El Amargo" y contrató a mi viejo para que lo fletara con la familia y todas sus pertenencias hasta allá. Se organizó el viaje y mi papá convidó a su amigo de siempre el “Chano” para que lo acompañara en calidad de socio y copiloto, como personal para carga y descarga de la mudanza llevó a mi hermano “Dube”, al “Meluga”, amigo común, y a mí, todos contábamos entre 16 y 17 años. También nos acompañó uno de mis hermanos menores “El Chocho”, de casi doce años de edad, a quién también le tocaría apechugar con todo lo que iba a pasar en esa accidentada travesía.

La idea era salir muy temprano y regresar el mismo día a Collipulli, por lo que El Meluga y yo decidimos llevar escopetas y pensábamos bajarnos a la altura de la hacienda Canadá de ida, para cazar conejos en los potreros llenos de zarzamoras y esperar el vehículo a su regreso, de esa manera le sacábamos la vuelta a la descarga del cacharro y hacíamos lo que más nos gustaba.

Se cargó el camión al alba y subimos todos los anteriormente nombrados más el trasladado con su familia y se inició el viaje de mañanita dando tumbos y tragando polvo. Durante el lento trayecto se empezó a encapotar el cielo y el tiempo se puso muy inestable y frío, por lo que decidimos no bajarnos a cazar y hacerlo de vuelta si se podía. Debido a lo dificultoso del viaje, demoramos más de cuatro horas en hacer los ochenta kilómetros de distancia.

Al llegar al apartado lugar, empezamos a descargar rápidamente el menaje en la casa que tenía asignada el funcionario y cuando estábamos terminando comenzó a lloviznar. Con toda premura tratamos de regresar, ya que no teníamos cadenas para los neumáticos, pero fue imposible. En la primera cuesta gredosa sin nada de ripio el camión patinó, resbaló y no hubo caso de hacerlo subir. A pesar de que delante de las ruedas le pusimos palos, ramas, piedras y cuanto encontramos a mano, nos vimos en la obligación de retroceder hasta Amargo. La lluvia siguió aumentando, rápidamente cayó la tarde y se presentó el problema de donde pernoctar.

Mi viejo, para variar, conocía a otro funcionario que también había vivido en Collipulli y él nos acogió en su casa por esa noche. El hogar de esta persona se ubicaba en la confluencia de los ríos Renaico y Amargo, la estadía bajo ese amable techo fue muy amena, mientras afuera arreciaba la lluvia y se escuchaba el murmullo constante de ambos cauces al encontrarse, nosotros departíamos con las dos hijas del dueño de casa, también de la edad nuestra, conversando de multitud de cosas hasta tarde. Una de ellas sería protagonista muchos años después de una gran historia de amor, murió siendo bastante joven de un ataque breve y fulminante y su marido que tanto la amaba, no lo resistió y literalmente se echó a morir y a los seis meses estaba junto a ella para siempre.

Nos fuimos a dormir con la esperanza de que al día siguiente mejorara el tiempo para poder retornar, pero al levantarnos temprano el temporal estaba peor y la lluvia no tenía visos de parar. Aquí se estaba haciendo realidad, sin ningún tipo de discusión, el sabio dicho popular que señala “Abril lluvias mil”. Empezó a correr la jornada y no se vislumbraba ninguna solución, hasta que un lugareño, enterado de nuestra situación, nos informó que desde las casas de la Reserva Forestal, distante unos quince kilómetros hacia la cordillera y cuya ruta de acceso por la orilla del río Renaico era plana, al día siguiente saldría por otro camino hacia el norte con destino a Mulchén, un camión que tenía tracción delantera y trasera. Esa vía, aún en construcción, llegaba hasta la ciudad antes nombrada y desde ahí se podía tomar el Longitudinal Sur, hoy Ruta 5 para finalmente llegar desde el norte a Collipulli, distante unos 35 kilómetros. Sin pensarlo dos veces el Dube le dio manilla al White y partimos. Llegamos en la tarde y nos recibió el administrador o encargado de ese inmenso predio fiscal que también resultó ser conocido de mi papá y como lo grafica muy bien el dicho popular, mi viejo “conocía a Pedro, Juan y Diego”.

Esta persona nos señaló que dadas las circunstancias y al hecho de que no había ninguna otra alternativa, se nos remolcaría hasta Mulchén o hasta el lugar en que el camino estuviera firme. Luego, amablemente nos ofreció alojamiento y comida. Él vivía solo, sin su familia, en una inmensa y cómoda casa, rodeada de la hermosa selva chilena con bosques donde se entremezclaban armoniosamente: raulíes, robles, peumos, coihues, mañíos, olorosos laureles y palo santos, inmensos mantos de quilas, maquis, chilcos, nalcas, etc., y al fondo, coronando las empinadas cumbres, como verdaderas reinas del bosque, estaban las inconfundibles y longevas araucarias. Todo este conglomerado arbóreo que aún no había sido invadido por pinos y eucaliptus, con las constantes lluvias que estaban cayendo desprendía un vaho leve, húmedo y translúcido y junto con ello se desparramaba por el aire un incomparable aroma a selva virgen que lo invadía todo.

¡Que espectáculo más hermoso daba la montaña (bosque chileno), a pesar del diluvio que caía!

Entramos en un comedor muy espacioso, cómodo y acogedor, largos ventanales lo circundaban y una gran chimenea de piedra irradiaba calor de hogar a toda la pieza. Su mueblería era toda de mañío, hermosa madera nativa de un color amarillento claro, que hacía juego con el tono de sus paredes. Nos sentamos y conversamos un rato de las peripecias que habíamos pasado, pero el administrador advirtió nuestra cara de hambre y llamó hacia la cocina para que nos sirvieran. La comida estaba muy buena, todos teníamos un apetito de lobos y dimos buena cuenta de los ricos platos que nos sirvió una vieja cocinera. La cena se alargó y este señor sacó sus buenos tragos y los mayores con mucho agrado les hicieron los honores del caso, sin embargo el dueño de casa se entusiasmó en demasía y se le pasó la mano con las copas embriagándose, para peor tenía “mala curadera” y como se dice en jerga popular “mostró la hilacha”, se olvidó por completo del Manual de Carreño, se puso a alegar por todo.

Los cuatro menores, en vista de que la cosa se estaba poniendo bastante fea, asustados nos fuimos a acostar. Chano con mi papá intentaron de todas las formas posibles apaciguar al embravecido anfitrión, pero este siguió despotricando y lanzando un surtido increíblemente selecto de garabatos, de repente se paró de la mesa con los ojos enrojecidos y vidriosos, tropezando y danto trastabillones se dirigió a un cajón, del cual sin que pudieran evitarlo, sacó dos revólveres, los amartilló y empezó a disparar para todos lados, especialmente para el techo que quedó todo descascarado y aportillado. Nosotros que desde el dormitorio escuchamos el bochinche y la zalagarda de tiros, pensamos lo peor, pero los dos viejos al final lograron dominar al energúmeno, quitarle las armas y llevarlo hasta su cama, donde lo acostaron ensillado hasta con zapatos.

Afortunadamente nadie salió lastimado, lo único averiado fue el techo del comedor y para que decir, mi papá y Chano se llevaron el susto de sus vidas.

Al día siguiente continuó el mal tiempo y el río Renaico se veía muy crecido. A pesar de que las camas eran bastante buenas dormimos muy poco y nos levantamos tempranito. El hombre de los balazos, despertó como nuevo y no se acordaba de lo que había hecho la noche anterior. Hubo que llevarlo al comedor a mirar los destrozos para que se convenciera. Nos pidió disculpas, se las aceptamos, no nos quedaba otra, era el anfitrión y el que también nos estaba proporcionando la única manera de retornar a Collipulli. Tomamos desayuno con harta leche y pan amasado. Para el viaje, la encargada de la cocina amablemente nos proporcionó una olla llena de ricos piñones recién cocidos, con los que rápidamente llenamos nuestros bolsillos, estos son los frutos de las araucarias y constituían en el pasado la base alimentaria de los pehuenches, primitivos habitantes de esas cordilleras. Fue un muy buen desayuno y los piñones serían nuestra única comida hasta la noche.

Se amarró el White con una cadena al camión que lo arrastraría. A éste se le conocía con el nombre de Motrulo, en honor a un gran cerro de la zona. Partimos cruzando un débil puente provisorio de madera que se había construido sobre el río Renaico frente a las casas de la Reserva, el cuál al día siguiente de que nosotros pasamos se lo llevó el río, debido a que con las torrenciales lluvias se produjo una gran avenida que arrastró todo a su paso.

La ruta estaba infernal, llena de barro, lagunas, hoyos y a pesar de que el Motrulo que nos arrastraba tenía doble tracción, teníamos que bajarnos a cada rato a empujar ya que el camino tenía una gran cantidad de cuestas y curvas. Como ambos vehículos patinaban sin control, a cada rato el White que iba a la rastra, le pegaba topones y choques al camión de la Reserva y los focos delanteros de uno y traseros del otro se hicieron trizas, ambos quedaron llenos de abollones y quebraduras.

Como la gente de la zona sabía que el camión de la Reserva tenía viaje ese día a la ciudad de Mulchén, estaban esperando a la orilla del camino para que los llevara. En esos tiempos no había ningún tipo de movilización, solo los vehículos que eventualmente transitaban por esos apartados lugares. Todas esas personas, campesinos del lugar, con canastos, gallinas y bultos de las más variadas especies se fueron encaramando, de a poco, en ambos camiones y cuando había problemas todos empujaban y hacían fuerza. La lluvia no cesaba y estábamos mojados hasta los huesos, el frío hacía presa de nosotros y el hambre nos apretaba la guata. En una de las tantas oportunidades en que estaba empujando al White desde la parte trasera de la carrocería y éste patinaba descontroladamente sobre un viejo y destartalado puente de madera, ubicado sobre una desbordada alcantarilla, las ruedas traseras lanzaron un grueso tablón hacia atrás que me pasó rozando, incluso me rompió el pantalón y voló como cinco metros, me escapé de milagro que me pegara en las piernas quizá con que consecuencias. Y así se sucedió ese día lleno de maniobras riesgosas y peligros constantes. 

Avanzábamos a paso de tortuga, dando bandazos, choques y saltos. Empezó de nuevo a caer la noche y en todo el día apenas habíamos podido recorrer como treinta kilómetros. Rápidamente se oscureció y continuaba lloviendo, cuando ya no se veían ni las manos, nos detuvimos en un recodo del camino. Una de las personas que recogimos durante el día nos dijo que por ahí cerca vivía un conocido suyo, sin ninguna otra alternativa, armamos una larga fila de embarrados y mojados viajeros, alumbrados por un par de mortecinas linternas, comenzamos a caminar en la negra noche. Después de más o menos un kilómetro y un par de porrazos por persona, se divisó en medio del bosque la vivienda, pero una jauría de perros que ladraban desaforadamente no nos dejaban acercarnos. A raíz del bochinche y nuestros gritos se abrió la puerta de la cocina y asomó un viejo campesino con una vela en la mano, que a grito pelado y con voz destemplada espantó a la quiltrería y reconoció a su amigo, quién le explicó el grave problema que teníamos, en razón de lo cual nos hizo pasar, ofreciéndonos gentilmente su cocina, que en la mayoría de las viviendas de campo de ese entonces era una pieza aparte del resto del hogar, para que pernoctáramos y solo agua caliente para preparar té o café.

Después de una larga conversa, los amables dueños de casa, se fueron a dormir. Todos nos sentamos lo más cerca posible del cálido fogón, que había en el centro de la cocina, para poder secar nuestras pilchas y calentar nuestros entumecidos cuerpo, estábamos cansados y teníamos hambre, en razón de esto último, nos quedamos mirando con el diente largo a varios corderos despostados que estaban colgados al humo y que, según se comentó esa noche, los había matado un puma en el corral de la casa. Los mayores se miraron, pararon la oreja, uno salió en puntillas a observar la casa principal y regresó cuando estuvo seguro que los anfitriones habían apagado todas las velas y estaban dormidos. Sin oposición de ninguno de los presentes, se bajaron varios trozos de carne, se les puso solamente sal y se asaron encima de una parrilla de alambre que estaba ubicada sobre las chispeantes brasas del fogón. Matamos el hambre con ese inesperado condumio, quizás no fue la mejor manera de pagar la hospitalidad que ese campesino nos brindó esa lluviosa noche, pero la necesidad tiene cara de hereje y el hambre era muy requete grande. Todos terminamos dando las gracias al puma (nadie sabe para quién trabaja), que de manera muy importante colaboró para que tuviéramos ese verdadero banquete. Una vez que este terminó, borramos todas las huellas que nos pudieran delatar al otro día, para esto sin querer cooperaron los perros que nos habían mostrado los dientes cuando llegamos, comiéndose todos los huesos y sobrantes, es decir de acérrimos enemigos se transformaron en cómplices y encubridores.

Nos acurrucamos lo más cerca posible del calor del fuego y dormimos hasta el otro día. Tempranito, apenas amaneció, con un poco de vergüenza dimos las gracias y dijimos adiós a los dueños de casa y partimos en nuestros vehículos, la odisea empezó a llegar a su etapa final, seguimos avanzando por esa pesada ruta con mucho menos lluvia que el día anterior, pero como diez kilómetros más adelante, producto de tantos tirones, patinazos, choques y frenazos, se le rompió la corona al Motrulo y tuvimos que dejarlo abandonado a la vera del camino. Qué ironía, ese camión bastante nuevo que era el que tenía que transportarnos sin problema dado sus características, se quedó en la ruta, y el de mi viejo que se suponía que no iba a llegar a ninguna parte, continuó en la pista hasta el final. Todos seguimos amontonados en el White, empujando y tirando, de tal manera que al final llegamos al camino ripiado que empezaba en El Cisne, lugar donde había una gran escuela agrícola, ahí la cosa cambió radicalmente, ya no tuvimos que bajarnos más, la lluvia cesó y media hora más tarde arribamos a la ciudad de Mulchén. Paramos un rato, para que se bajaran los sufridos pasajeros con sus bultos y pertenencias y a pesar de todos los inconvenientes que tuvimos en el camino, ellos nos agradecieron de corazón haberles transportado.

También se bajó el chofer del Motrulo para conseguir el repuesto y volver a repararlo, nosotros seguimos hacia el sur con destino a Collipulli por la nueva carretera que se estaba construyendo. Llegamos a la casa después de tres días, mi madre y el resto de mis hermanos estaban preocupadísimos ya que no supieron nada de nosotros en ese lapso de tiempo así que se alegraron un montón cuando nos vieron llegar.

Como corolario de este increíble viaje, donde a pesar de todo, la suerte estuvo siempre de nuestro lado, dimos una gran vuelta a pie y en vehículo por pésimos caminos, conocimos gente y lugares, corrimos serios peligros al entrar por la provincia de Malleco y salir por la del BíoBio, el White quedó más machucado que membrillo de colegial, el Motrulo quedó botado y nunca supimos cuánto costó la reparación, todos terminamos cansados y adoloridos y para remate una vez más hicieron leso a mi viejo, ya que el funcionario trasladado hasta Amargo con mil dificultades, nunca le pagó por el flete, por lo que Chano, su socio, lo único que recibió como pago por este sacrificado viaje, fueron los garabatos y el susto que lo hizo pasar el Administrador de la Reserva, y como plato novedoso degustó un rico asado a las brasas de las sobras del puma.


Mi viejo:  Luis Armando Póo González
Mi madre: Francisca Inés Kutscher Jaggi
Chano: Eugenio Monteiro Nogueira
Dube: Duberly Póo Kutscher
Meluga: Luis Carrasco Seguel
Chocho: Sergio Póo Kutscher



                                                                   FIN

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