jueves, 15 de septiembre de 2016

La Ultima Perdiz, escrito en octubre de 2015

Esta historia o acontecimiento que voy a narrar, me la contó hace ya muchísimo tiempo mi querido y recordado amigo victoriense, Eduardo Reuse Cretton (Q.E.P.D.), las personas a las cuales me referiré no tienen nombre, mi amigo no me los dio, diciendome "se cuenta el milagro pero no el santo".

Eduardo me describió con mucha claridad este suceso, que aconteció, según él, a finales de los años cuarenta y que en ese tiempo conmovió a la comunidad victoriense, dado que los cuatro amigos, protagonistas de esta historia, eran muy conocidos y apreciados, sus edades fluctuaban entre los veinticinco y los treinta años y les gustaba mucho ir de cacería juntos. Siempre partían a píe de madrugada para aprovechar bien el día, recorriendo las zonas aledañas a la ciudad, donde tenían datos de que las especies que buscaban cazar fueran abundantes.

Esta forma de salir de cacería la estuvieron practicando durante largo tiempo, hasta que uno de ellos juntó unos pesos y compró un viejo auto Ford modelo 1942.

Pensando siempre en la comodidad de su querido grupo, el dueño del auto decidió transformarlo, artesanalmente, en una camioneta, para lo cual le sacó la mitad posterior de la cabina y junto con sus amigos cazadores, le confeccionaron una carrocería de madera de pellín (Roble añoso) muy bien hecha, afirmada con hartos pernos y tuercas, también para que sus compañeros que les tocara ir atrás, no se mojaran ni entumieran, le puso una gruesa carpa de lona que entre todos sus amigos le ayudaron a armar.

Este vehículo les acortó bastante el tiempo requerido para llegar a los lugares de caza, y para comodidad de los cuatro, siempre un par iba en la cabina y los otros dos en la carrocería junto con el roquín, las armas, los perros y el producto de la cacería.

Ese año habían redondeado una temporada muy buena, a todos les había ido bastante bien y para cerrar ese exitoso período de caza, decidieron hacer la última salida del año por el camino que iba a Curacautín, dirigiéndose en esa oportunidad al campo de un amigo que los invitó, contándoles que en su predio había cosechado varios potreros sembrados de trigo y en los rastrojos que resultaron de esta recolección de granos, habitaba una gran cantidad de perdices y liebres.

Llegaron muy temprano al predio y el dueño del fundo ya los estaba esperando con un abundante desayuno campesino, posteriormente a este cariñoso recibimiento, les indicó el lugar al cual debían dirigirse, rápidamente caminaron muy entusiasmados hasta el rastrojo y no bien pisaron el potrero tapizado de cañas de trigo, los cuatro cazadores se distribuyeron en línea, colocándose a una distancia de unos diez metros los unos de los otros, los perros empezaron a rastrear delante de ellos y comenzó la partida de caza, volaban y volaban perdices y los cazadores tiro y tiro, cuando finalizó la jornada, como a la una de la tarde, cada uno de ellos tenía una gran cantidad de aves en el morral, más que suficiente para esa última salida de caza de la temporada, el día los acompañó presentándose nublado, muy especial para la actividad cinegética.

Dieron por finalizada esta abundante cacería, con un almuerzo de camaradería, que se llevó a cabo en el mismo potrero, al lado de la cacharra, en el cual también participó el dueño del predio, quien los dejó cordialmente invitados para el próximo año, después de varios brindis y palabras muy conceptuosas, se despidieron del amigo e iniciaron el regreso a Victoria.

Como siempre lo hacían, uno se fue acompañando al chofer y los otros dos en la carrocería, estos últimos iban sentados de espaldas hacia la cabina, conversando animadamente y sirviéndose unos ricos sorbos de pipeño de una bota española, que pasaba de mano en mano.

Ya habían avanzado bastante y estaban como a siete kilómetros de la ciudad, cuando de repente se cruzó corriendo por delante de la cacharra una linda perdiz, el acompañante del chofer reaccionó de inmediato y le dijo: ¡para, para!, se metió en esa manchita de zarzamora, te prometo que esta es la última que voy a cazar, el chofer contestó ¡para que vas a matar otra si llevamos tantas!; replicó el primero ¡si no la cazamos nosotros otro la va a pillar!, ante esta insistencia y para no discutir con su amigo, el dueño del vehículo lo detuvo, el acompañante abrió la puerta y se bajó de un salto, sin perder de vista el lugar en que se había escondido el ave, fue a la carrocería y les dijo a sus compañeros que iban atrás, ¡pásenme la escopeta!, que hay una perdiz echada a la orilla del camino, sus amigos que iban sentados cómodamente en el suelo de la carrocería, le dijeron, ¡para que vas a atrapar otra más si ya llevamos bastantes! y no le pasaron el arma; molesto el les dijo, ¡chitas que son mala gente! Prefieren mandarse unos pencazos de tinto antes que pasarme el arma, si no me la quieren dar la voy a sacar yo mismo, sin dejar de mirar el lugar en que se había fondeado la gallinácea, metió la mano por entremedio de la estrecha baranda y como pudo sujetó su escopeta por el cañón y la comenzó a jalar, el espacio era muy reducido, ya llevaba más de la mitad fuera de la baranda, cuando por esas razones que solo el destino conoce, el martillo derecho del arma se enredó en la correa de un morral, situación de la cual no se dio cuenta y al tironearla de nuevo para terminar de sacarla, esta se disparó accidentalmente, produciéndose un estruendo que espantó a todos.

El fuerte estampido retumbó en los bosques cercanos, una gran humareda envolvió la camioneta, los perros ladraban desaforadamente, en los primeros instantes no se veía ni se entendía nada, el tiro lo había alcanzado de lleno en el pecho, la fuerza del impacto lo hizo saltar como dos metros hacia atrás cayendo de espalda en el duro ripio del camino, la escopeta con el culatazo retrocedió hacia dentro de la carrocería, golpeando las piernas de los que iban sentados en el piso, se produjo un desconcierto total, el chofer abrió la puerta y saltó de un viaje al suelo, los de atrás hicieron los mismo, cuando llegaron al lado de su compañero, trataron de asistirlo, pero este ya había fallecido, una honda consternación los envolvió, se miraron acongojados y no pudieron articular palabra.

Esta tragedia que los afectó profundamente y que por el resto de sus vidas nunca los abandonaría, pudo haberse evitado si cualquiera de los cuatro que viajaban en la camioneta hubiera reaccionado de otra forma.

Comenzaré por el afectado, quien rompió una regla de oro de los cazadores, jamás se debe transportar una arma cargada en un vehículo si no se está usando.

El chofer, cuando la víctima le dijo que se detuviera, no debió hacerlo, señalando que ya llevaban bastantes pájaros y que no había necesidad de cazar uno más.

Los que iban atrás, cuando el vehículo se detuvo y el afectado les pidió la escopeta, cualquiera de los dos, en un acto de buena voluntad, se la debieron pasar por encima de la baranda, evitando así cualquier peligro.

Como corolario de este lamentable drama humano, se puede concluir que los cuatro amigos compartieron responsabilidades, para que uno de ellos perdiera la vida, es decir, entre todos le allanaron el camino a la muerte, que los estaba esperando escondida en ese boscoso recodo del camino, disfrazada como la última perdiz.

2 comentarios:

  1. Felicitaciones Mauricio !!!. Estupendas historias.

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  2. Gracias en nombre de mi papá quien ha escrito estos relatos.

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