lunes, 11 de diciembre de 2017

Huapitrío

Cuando Ingresé a cursar el cuarto año de humanidades, en el Instituto Mercedario de Victoria, me encontré con compañeros de curso que no conocía, ya que previamente hice mis tres primeros años de secundaria en el Liceo Particular Coeducacional Nocturno de Collipulli, pueblo donde vivía junto con mi numerosa familia y que distaba de Victoria unos 33 kmts.

Este nuevo curso del cual formé parte el año 1954, estaba integrado solo por 14 alumnos, hago un preámbulo para señalar que dentro de ese grupo hermoso de jóvenes en la flor de la vida tuve grandes compañeros y perdurables amistades, tales como: El Colorín Correa,  El Potro Correa, El Conejo Reuse, El Huaso Herrera, El Chato Zagal, Morales, Viveros, El Pato Figueroa y varios más cuyos nombres lamentablemente no recuerdo, pero quiero destacar entre ellos, sin desmerecer a ninguno, a Gerardo René Acosta Carvallo, que por ese entonces contaba con 17 años de edad, él junto con sus padres y dos hermanos menores (Patricio y Eduardo), vivían en un predio agrícola, que aventureramente había adquirido su padre hacia algunos años atrás, en la zona de Huapitrio, distante de Collipulli (Provincia De Malleco) unos 15 Kmts., el campo donde ellos habitaban, abarcaba una gran vega, que era recorrida por el río Renaico, la parte alta de este predio contaba con lomajes suaves y gran cantidad de arbustos y en un lugar privilegiado, muy cerca de un risco, se ubicaba la casa habitación, las bodegas y los corrales, este hermoso predio del cual eran dueños, tenía numerosos potreros, grandes y abundantes pastizales y también espesos bosques. Aquí se criaba ganado y se sembraba, especialmente lentejas, que se daban muy bien en esa zona.

Desde esta bonita vivienda que señalé anteriormente, se tenía una imponente vista del valle, que era regado generosamente por el Renaico, cuyas riberas, al comenzar la primavera se teñían de amarillo oro, al florecer los innumerables aromos que lo orillaban en todo su trayecto. La casa era de un piso, cómoda y acogedora, muy bien cuidada y con grandes aleros laterales, debajo de los cuales se instalaba en la primavera y verano, el comedor de diario y siempre cuando almorzábamos corría una brisa agradable y fresca que nos reconfortaba a todos, ¡Qué recuerdos aquellos!

Me viene a la memoria clarito, una de esas tantas veces en que llegué caminando, desde Collipulli hasta tu casa y justo era la hora de almuerzo (¡qué casualidad!), en esa oportunidad era verano y el comedor estaba bajo el alero sur de la casa, todos me saludaron afectuosamente y me acuerdo como si fuera hoy, tu mami me dijo, ¡ Menos mal que llegaste Armando, ahora sí que vamos a disfrutar comiendo hartos y ricos salmones!, me sentí muy halagado por este cumplido y le agradecí sus  amables palabras. Después del postre tuvimos una larga y conversada sobremesa, y también un justo reposo por la gran caminata que me había pegado desde Collipulli.

Terminado este merecido descanso y a pesar de que estaba bastante fatigado, René y Patricio me convencieron y partimos hacia el río, tomamos nuestros aperos de pesca, bajamos la larga y sinuosa cuesta, comiendo a la pasada ricos frutos de moras y maquis silvestres, así llegamos caminando a la orilla del río, armamos los equipos necesarios de pesca, que por esos tiempos consistían en un tarro de Nescafé, al cual se le enrollaba unos 30 metros de nylon monofilamento o simplemente lienza de hilo trenzado. Se amarraba esta linea al envase de lata, en la otra punta se le ataba una cuchara o un terrible (implementos dotados de sendos anzuelos) y empezaba la pesca. Lanzábamos estos artilugios caseros hasta el centro de las corrientes o raudales (pozones), cuando picaba una trucha grandecita (Fario o Arcoíris), se escuchaba la voz alegre y fuerte del afortunado que la había enganchado diciendo: ¡Agarré una buena!, recojan sus lienzas para que no nos enredemos, una vez que tenía el pez afuera en la playa, se emitían los comentarios de rigor, ¡Es una arcoíris grandecita como de medio kilo!, la suerte que la sacaste, ya que venía muy mal agarrada y así continuaba esa jornada hermosa con exclamaciones y risas, cada vez que algo mordía el terrible o la cuchara.  Nos entreteníamos en ello un par de horas, pescando y echando la talla, cuando los tres habíamos cogido unas 6 o 7 truchas de buen tamaño, parábamos la faena, les sacábamos las escamas y las viseras, las limpiábamos y las llevábamos listas para que se cocinaran en la casa.

El Renaico es un hermoso río que nace en la cordillera de los Andes, en el macizo de Pemehue muy cerca del volcán Tolhuaca, se desplaza por un gran valle encajonado en la cordillera y más abierto hacia el valle que él mismo horadó laboriosamente durante cientos de miles de años, sus vegas, como lo señalé anteriormente, son amplias, hermosas y muy fértiles; las riberas de este antiguo curso de agua, están bordeadas de: aromos, peumos, boldos, hualles y matorrales de todo tipo, especialmente zarzamoras, es una maravilla y un privilegio contemplarlo, su fondo es muy pedregoso, posee amplios y profundos raudales, largas, espumosas y sonoras correntadas de un color verde oscuro profundo, donde habita una gran cantidad de peces.

Todo el tiempo había algo que hacer en ese campo, a veces nos tocaba cambiar de potrero a los vacunos, en otras oportunidades encerrar a los terneros por las tardes, estos últimos se juntaban al día siguiente con las vacas que iban a ser ordeñadas.

En algunas oportunidades después de almuerzo, además de ir a pescar, también nos íbamos a bañar en las frescas aguas del río y  aprovechábamos estos viajes, para contar los animales y ver si estaban todos.

Por otra parte, le hacíamos empeño a las cacerías, en la época que correspondía, cazábamos liebres, conejos o perdices, estas últimas por esos tiempos, eran muy abundantes en ese predio, cuando llegábamos con estas gallináceas silvestres, su mamá disponía a que se cocinaran como cazuela, quedaban muy buenas y con un sabor muy especial, debido a esta razón, hasta los días de hoy, me acuerdo del gusto que tenía ese plato exquisito, único diría yo. Ello me hace rememorar muchas veces esos años de juventud, en la casa campesina de mis queridos amigos los Acosta, también me recuerdo, que éramos atendidos con mucho cariño, por una huasita de grandes ojos y oscuras trenzas, que siempre tenía en su carita morena una sonrisa amable y coqueta, ella le ayudaba con mucho empeño a tu mami con las labores de la casa.

Me parece estar viendo a tu papá, don René, aventando lentejas en esas calurosas tardes de verano, los más de los días llevaba puesto un pantalón de mezclilla con pechera y tirantes, en la parte de atrás tenía cosido un gran parche cuadrado como refuerzo, esta ropa la usaba para trabajar con la horqueta, lanzando al aire, con ímpetu, la paja de las lentejas, de esta manera con ayuda del viento y en forma tan rústica, lograba exitosamente separar las semillas del capotillo y una vez que estaban listas y limpias, las guardaba en sacos o bolsas para posteriormente comercializarlas.

No se borra de mi memoria el dormitorio en el cual nos alojábamos. Tengo presente y nunca me olvido que había un gran espejo, y tú me señalaste, que cuando ustedes iniciaron la aventura de abandonar Santiago, el camión que lo traía cayó a un río, no sé cuál, y la imagen se veía toda distorsionada por la acción del agua, era muy divertido mirarse en el espejo, también en esa pieza había una gran colección de la revista Life, que yo no conocía, me entretuve leyéndola, y me gustaron de tal manera, que cuando empecé a trabajar, las estuve comprando por muchos años.

René, ¿te acuerdas cuando hicimos la gira de estudios a la ciudad argentina de Mendoza?, eso fué algo inolvidable. Partimos de Victoria en el tren expreso una noche de primavera del año 1955, época por la cual cursábamos el quinto año de humanidades, viajamos los siete alumnos que conformábamos el curso: Correa, Reuse, Herrera, Figueroa, Zagal, tú y yo, dirigidos por un padre mercedario a cargo del grupo. Cuando llegamos a Santiago (yo primera vez que iba) nos alojamos en la Iglesia de la Merced, que está ubicada en pleno centro de la Capital, este gran, antiguo y vetusto convento, tenía un patio interior lleno de añosos árboles, donde se alojaban: tórtolas, palomas, zorzales y gorriones, era un espacio de gran quietud, totalmente distinto al ruido ininterrumpido que había en las calles que lo rodeaban. Ahí pernoctamos, en esas antiguas y coloniales piezas, donde quizás cuantos monjes y personajes de la historia pasaron desde los tiempos de la patria vieja, en ese templo tan solemne y especial fuimos muy bien atendidos y mejor tratados.

Un día, tú nos invitaste a visitar unos parientes que a la vez estaban relacionados con la familia del Presidente de la República, que por esos tiempos era don Carlos Ibañez del Campo, fue una linda y enriquecedora experiencia, me presentaste unas hermosas primas y conversámos bastante

Después de un par de días de visitar y conocer lugares, como el Estadio Nacional por ejemplo, nos embarcamos nuevamente en tren, esta vez con rumbo a la ciudad argentina de Mendoza, cruzamos la cordillera mirando boquiabiertos las nieves eternas y las montañas majestuosas, al llegar al otro lado nos dirigimos al convento mercedario de esa localidad. Este era bastante grande y cómodo. Me acuerdo que en la amplia pieza del comedor, adornado con pinturas religiosas antiguas, había una larga y robusta mesa de madera oscura, al parecer caoba, donde fácilmente se podían acomodar unas 30 personas, en la parte de la cabecera de la misma, donde se sentaba el Prior, que era un cura grueso y bonachón, había dos llaves metálicas que sobresalían de la pared, nosotros pensamos que eran de agua potable fría y caliente, pero no, ¡Oh sorpresa! para todos nosotros, por una salía vino tinto de primera y por la otra un mosto blanco pipeño exquisito, cuando se terminaba el vino en la mesa, el Prior se daba vuelta en su silla, abría las llaves y rellenaba las jarras que se habían consumido, la comida era opípara, abundante y muy exquisita, especialmente las carnes, el que quedaba con ganas de seguir comiendo, se repetía.

Recorrimos la ciudad de Mendoza de lado a lado, fuimos a conocer el campamento de Plumerillo, espacio donde se formó el ejército libertador de San Martín y O’Higgins, en ese lugar hay una gran monumento a  esta gesta gloriosa, es entero de bronce y está compuesto por varios soldados a caballo de tamaño natural, es una alegoría muy completa y bellamente diseñada.

Visitamos viñas, plazas y lugares y yo con la poca plata de que disponía, me pude comprar chocolates y golosinas para llevar de regalo a mis numerosos hermanos, en fin... fue una expedición inolvidable, era la primera vez que hacía un viaje tan largo en tren y más encima al extranjero.

Finalmente muy requete agradecidos, nos despedimos de los curas y también de la ciudad de Mendoza, y emprendimos el regreso a Chile, cruzando de nuevo la imponente cordillera de los Andes, pasamos raudos por Santiago, y finalmente regresamos a nuestro lluvioso sur, con recuerdos inolvidables en el alma.

Quiero hacer una evocación de cómo era la vida en el colegio, nuestras actividades y nuestros afanes, una de las cosas que no se me olvida y que aún resuena y retumba en mis oídos, es el sonido de la banda instrumental conformada por alrededor de 50 alumnos del colegio. Estaba constituida por dos partes, una instrumental y otra de guerra, y eran dirigidas magistralmente por el excelente profesor de física y química don Juan Rhodes (Q.E.P.D), yo tocaba un instrumento de viento denominado bajo cantante y formaba parte de la segunda voz de la banda.

Nuestro uniforme era un chaqueta azul, pantalón blanco, gorra blanca, zapatos negros y un cinturón oscuro, con qué gallardía y entusiasmo desfilábamos por esas calles victorienses de nombres gloriosos, como: Chorrillos, Tacna, Miraflores, La Concepción y tantas otras. ¡Qué tiempos aquellos!

Una de las veces más importantes que nos correspondió tocar desfilando, fue en la oportunidad que el Presidente de la República, don Carlos Ibañez del Campo, visitó Victoria por tres días, a raíz de su aniversario fundacional. Durante esa tres largas jornadas tocamos para todos los desfiles, ya que el batallón Tren del Ejército, que estaba destacado en la ciudad, no poseía banda. Me acuerdo que tanto tocar en esos memorables días se me llegó a hinchar la boca. ¡Qué evocaciones imborrables!

¿Te acuerdas René, que también teníamos un grupo de teatro y que en varias oportunidades, representamos la obra “Don Juan Tenorio” de Zorrilla, asesorados y dirigidos magistralmente por el insigne profesor de castellano, que nos tocó en suerte, don Carlitos Carriel (Q.E.P.D), recorrimos como cuatro ciudades de la provincia presentando esta hermosa obra teatral, ¿te acuerdas que acarreábamos telones que nosotros mismos pintamos?, ropajes y toda la parafernalia que se necesitaba para su puesta en escena, incluso llevamos unos grandes parlantes, para que nadie quedara sin escuchar lo que decíamos, fuimos aplaudidos a rabiar en todos los lugares en que actuamos, me acuerdo de que en esa obra yo representaba al Rey de España.

Amigo René, se me viene a la memoria la oportunidad en que nos correspondió interpretar a cuatro voces, el coro de la ópera Nabucco de Guisepe Verdi, denominado Va Pensiero, una parte la cantaban las chiquillas de las monjas y la otra nosotros. ¡Qué hermosa salió la presentación de esa obra magistral!, y qué bellas eran las intérpretes femeninas, ¿cómo estarán ellas ahora?, no lo sé, pero ese recuerdo, esos instantes del pasado, se me quedaron en el alma, siempre que escucho esa música coral maravillosa, vuelven a mí esos años de nuestra juventud, en realidad nuestros espíritus siempre se mantienen jóvenes, el que envejece inexorablemente es nuestro cuerpo físico.

Finalmente, amigo y compañero René, ahora que estamos entrando en el invierno de nuestras vidas, quiero agradecer el haber compartido contigo esos años inolvidables de la juventud, también a tus padres y hermanos que me recibieron como uno más, en la amable mesa de tu casa, muchas gracias amigo, el recuerdo de esos viajes y correrías de la adolescencia me acompañarán hasta el último día.



FIN

Armando Póo Kutscher
Nov. 2017

lunes, 12 de junio de 2017

Un Viaje en Tren

Con mis buenos y entrañables amigos, los "Carrasco Seguel", Oscar Sergio (el Tito) y Luis Alberto (el Meluga), a los cuales varias veces he mencionado en mis escritos, por los tiempos cuando aún éramos alumnos del Liceo Particular Nocturno Coeducacional de Collipulli, a comienzos del año 1951, la mayoría de los fines de semana o días feriados, salíamos a recorrer los campos cercanos a la ciudad, nos dedicábamos a cazar, pescar, bañarnos o simplemente a disfrutar de la naturaleza. En esos lindos e inolvidables viajes, no quedó lugar o espacio que no conocimos o exploramos, corríamos, saltábamos, nos colgábamos de los árboles, cosechábamos frutas, visitábamos los más recónditos lugares, ¡Cual de todos más espectaculares. Por esa época Luis tenía 12 años, yo 13 y mi compadre Oscar 14, en realidad nos divertíamos como nadie, fué un período hermoso e inolvidable, hoy cuando la escoba del tiempo ha barrido inexorablemente todos esos bellos años de mi infancia y adolescencia, los hecho de menos y los valoro más que nunca.

A continuación, pasaré a relatar uno de esos viajes, que tengo grabado en la memoria y que efectué junto con mis dos queridos amigos en un tren de pasajeros, el cual, llegaba muy temprano desde el sur hasta Collipulli, para recoger y dejar viajantes y seguir su ruta hacia el centro del país. 


Esta memorable expedición en ferrocarril, la efectuamos un nublado día de Abril, justo cuando el otoño comenzaba, lo hicimos en un convoy que partía diariamente desde la sureña ciudad de Temuco y que en su trayecto se detenía unas 13 veces en distintos pueblos de la ruta, antes de recalar en la estación de Collipulli, a la que llegaba pasadas las 8 de la mañana, se detenía más o menos unos 3 minutos y reemprendía su recorrido hasta la siguiente estación que era la de Lolenco, a la cuál arribaba en alrededor de 10 a 12 minutos ya que la distancia que media entre ambas localidades es de 8 kilómetros, este último lugar donde debíamos bajarnos, constaba solo de la oficina de la Estación, una bodega grande para almacenaje de mercadería y una casa donde vivía el cambiador o guarda-agujas, era pues un lugar bastante despoblado, donde el tren de pasajeros se detenía menos de un minuto, por esto, había que estar listo y muy vivo el ojo, para bajarnos rápidamente y no quedarnos enganchados arriba.


Muy cerca de la estación, existía una gran laguna entotorada, donde habitaba una variada fauna de aves acuáticas silvestres, destacándose principalmente los patos, entre ellos: Jergones chicos, Jergones grandes y Reales. Contiguo a este hermoso lugar estaba ubicado el Fundo Pan Grande, que pocos años antes había sido adquirido por la empresa forestal "Capitanac S.A.", los nuevos dueños de este predio hicieron lo que tenían que hacer en cuanto empresa forestal, es decir, inmediatamente plantaron de pino insigne toda la extensión del predio, salvo quebradas y esteros.


En la época que efectuamos esta cacería, los pinos llevaban allí alrededor de dos años, aún eran pequeños y estaban rodeados de pastos, por lo cual era un lugar perfecto, donde habitaba gran cantidad de aves y pequeños animales de caza, la abundancia de estas especies, se debía a que por muchos años, desde la época misma de la colonización, este predio fue siempre sembrado de cereales, sin agregarle ningún tipo de pesticida. Por otra parte, en las quebradas, esteros y faldeos en que no se plantaron pinos, existían extensos matorrales, donde las zarzamoras eran las más abundantes y al interior de estos tupidos y enmarañados breñales, habitaban conejos y liebres.


Debido a todas las razones que he señalado, nos encantaba viajar con mis amigos a ese lejano lugar, ya que además de pasarlo requetebién, siempre volvíamos caminando hasta nuestros hogares, felices y cargados con liebres, conejos y también algunas veces con patos o perdices.


Quiero destacar que en estas cacerías, siempre nos acompañaba una leal y aguerrida tropa de perros de todas las razas, habidas y por haber: grandes, chicos, lanudos, patojos, en fin una quiltrearía de distintos pelos y linajes, pero una cosa sí, todos eran expertos en la cacería, quiero destacar, como un homenaje a esos fieles compañeros de antaño, que nos acompañaron innumerables veces y que nos dieron tantas alegrías, el nombre de algunos de ellos que aún recuerdo como: la Diana, el Uco, el Toqui, el Guascar y el Lleco. Siempre los más pequeños como la Diana y el Uco, se internaban en los matorrales de zarzamora, sin importarles cuantas espinas se clavaran, en busca de los escurridizos conejos, los perros grandes esperaban afuera, para atrapar las presas si salían arrancando.


Cuando los más chicos detectaban una presa dentro del zarzal, se iniciaba una ladrería frenética, y al mismo tiempo, se escuchaba una tremenda sonajera de ramas rotas, los perros corrían ladrando como locos para todos lados dentro de los matorrales, mientras tanto nosotros con palos y hondas de elástico, estábamos listos para tratar de atraparlos, algunos lograban escapar corriendo como flechas, otros no, me parece increíble lo que se desataba en esos álgidos momentos, deben haber sido instantes muy parecidos a como cazaban nuestros antepasados primitivos, se producía una gritería y un frenesí difícil de retratar mediante las palabras, todo terminaba finalmente, cuando uno de los canes atrapaba la presa. 


Con mi entusiasmo por esos recuerdos del pasado, me adelanté un poco en la trama de esta historia, ya que ella debió comenzar de otra manera, es decir cuando me juntaba con mis amigos Oscar y Luis y planificábamos la salida, conversábamos 
los tres un rato el día antes sentados en el comedor de su casa, sirviéndonos un fresco jarro de agua con harina tostada y ahí, riéndonos y hablando nos poníamos de acuerdo en todo, para la jornada del día de mañana, posteriormente, en nuestras respectivas casas preparábamos el roquín y alistábamos las pilchas necesarias. 


Al día siguiente, cada uno se levantaba muy temprano, tomábamos desayuno, agarrábamos nuestros bolsos artesanales que contenían el comistrajo y la ropa seca por si nos caíamos al agua, concluido esto comenzábamos a recolectar  los perros, algunos de ellos eran de vecinos del barrio, otros eran propios, la mayoría los pedíamos prestados y el resto se sumaba solo a la expedición, cuando el Meluga (Luis), hacía sonar un pito que había confeccionado con tapas de botellas de cerveza, la quiltrería del barrio al escuchar su sonido estridente llegaban corriendo desde donde estuvieran, incluso en una ocasión llegó uno arrastrando la pata de una mesa a la que lo habían amarrado, por último cabe señalar que cuando volvíamos al atardecer la mayoría de los perros que se habían escapado para participar de la cacería comenzaban un doloroso aullar pues habían salido sin autorización y sabían que les esperaba al menos una amonestación, aunque a la próxima expedición concurrían con renovado entusiasmo a participar cuando escuchaban el pitazo.


Una vez que a nuestro parecer, teníamos todos los canes necesarios, nos juntábamos en las afueras de la casa de mis amigos, que estaba ubicada en la parte sur del recinto de ferrocarriles y justo cuando se anunciaba, mediante fuertes campanazos, la inminente llegada del tren de pasajeros, que venía desde el sur, nosotros con toda la perrería controlada, caminábamos apresuradamente para ubicarnos, en el preciso lugar donde se detenía la parte final del tren, es decir al costado del último carro de tercera.  


Permanecíamos ocultos detrás de los vagones de carga, estacionados en las vías secundarias, nos quedábamos quietos y expectantes, como se dice en jerga popular "al aguaite", conteniendo a los canes nerviosos por la espera, estos siempre eran alrededor de unos 15, apenas el tren de 8 estaba comenzando a frenar para detenerse, corríamos con toda la quiltrería, incluso con algunos en brazos y velozmente nos encaramábamos en el último vagón, metíamos los perros debajo de los asientos, de la manera más rápida que podíamos y enseguida nos sentábamos tranquilamente como si nada, los pocos pasajeros que viajaban en el carro, miraban asombrados y se reían de las rápidas maniobras que hacíamos.


Muchas veces hicimos este tipo de viajes y casi nunca revisaban los boletos, pero en esta oportunidad que estoy relatando, sí lo hicieron, habíamos terminado de esconder el último perro debajo de los bancos, cuando subieron por la parte de atrás del carro el conductor y su ayudante, ambos de negro riguroso y con cara de pocos amigos, el primero de ellos era bastante alto y con la nariz muy colorada, el segundo era un chicoco con una tremenda gorra que parecía tapón de artesa y que gritó muy fuerte, ¡Se revisan todos los boletos!. 


Los canes, estaban bien escondidos debajo de los asientos, muy quietos y no se veían, parece que sabían que estaban viajando a la cochiguagua, el conductor que ya señalé anteriormente y que desafortunadamente nos tocó en esa oportunidad, era uno de los más jodidos, lo apodaban, no sé por qué, "El Pollo"; después de revisar los boletos de otros pasajeros llegó hasta nosotros, nos miró en forma despectiva y nos pidió con voz destemplada que le mostráramos los boletos, inmediatamente comenzamos a trajinarnos los bolsillos, simulando como que los estábamos buscando por todas las carteras, en consecuencia que teníamos clarito que íbamos viajando sin haber pasaje, como se dice en jerga ferroviaria íbamos "de pavo", dada la tardanza en revisarnos infructuosamente las carteras, los conductores nos miraron bastante molestos, con cara de pocos amigos y cuando terminamos de recorrer sin ningún resultado hasta el último bolsillo y por supuesto sin encontrar nada, El Pollo ya muy enojado por la demora, nos dijo en forma áspera: 


-¡Ya pus gueones, no los vamos a estar esperando todo el día, si no sacaron boletos, vayan pagando al tiro!


Mi compadre Oscar que era el mayor de nosotros le respondió: 

-¡No tenis porqué tratarnos así!; 

El conductor le respondió: 

-¡Y qué queris que te felicitemos por viajar de pavo!

Empezamos de nuevo con la trajinadera de bolsillos, a ver si por milagro encontrábamos un peso, sabiendo a ciencia cierta que no teníamos ni una chaucha. 


El trayecto de Collipulli a Lolenco, dura aproximadamente 10 a 12 minutos, con toda la tramoya que habíamos armado, ya habían corrido como 9 minutos del viaje, finalmente los conductores se enteraron que no teníamos dinero ni para hacer cantar un ciego y menos para pagar el pasaje, recibimos una sarta increíble de garabatos, que no son del caso repetir en esta historia, eso sí, todos de grueso calibre, mientras ocurría esto, el tren empezó a disminuir su velocidad para detenerse en Lolenco, el resto de los pasajeros estaban asombrados escuchando las puteadas y exabruptos que nos lanzaban, uno de ellos, un guatón con cara de simpático, dijo socarronamente, ¡aquí el manual de Carreño de fue a las pailas!, El Pollo muy choreado, lo miró y le dijo:


-¡Qué te metí vos, acaso querís pagarle los pasajes a esta tropa de gueones!


Aprovechando que estaban dirigiéndose al gordo, él cual se sorprendió por la dura respuesta que le dio el conductor, nosotros nos miramos y nos alistamos para tirarnos abajo del tren en cuanto este empezara a disminuir su velocidad.


Observábamos preocupados hacia la parte delantera del carro y los conductores después de contestarle muy azareados al gordo, se volvieron hacia nosotros y nos miraron con rabia, incluso con ganas de quitarnos algo a fin de recuperar el valor del pasaje y ya casi nos pegaban, pero como estaban tan enfrascados en retarnos a su regalado gusto, no se dieron cuenta que a sus espaldas, uno de los perros, el Lleco, salió muy apurado desde debajo de un asiento con aspecto compungido, se apotincó en medio del pasillo, mirando hacia nosotros y se pegó una tremenda cagada, nosotros al verlo quedamos consternados, y pensamos, seguro que aquí nos van a sacar cresta y media. 


Ya el convoy había disminuido bastante la velocidad y estaba empezando a detenerse, los tres nos miramos y a un tiempo, llamamos a los perros y nos tiramos corriendo tren abajo, cuando los asombrados conductores vieron la jauría que salía raudamente desde debajo de los asientos y que casi los botaron al atropellarlos y más encima se percataron que el perdiguero había hecho sus necesidades básicas en medio del carro, se bajaron del tren y corrieron unos metros detrás de nosotros, con todas las intenciones de darnos una fleta, estaban engrifados y colorados como tomates, pero como el convoy empezó a partir altiro, debieron regresar apresuradamente al carro, no sin antes volver a taparnos a insultos y garabatos, lamentablemente para ellos se quedaron con las ganas de agarrarnos a patadas, incluso el Pollo en su apuro por subir al carro, se tropezó en un durmiente  y casi se mandó al suelo, mientras el tren se alejaba con su penacho de humo blanco y comenzaba a perderse en la distancia, los conductores desde arriba del último carro, a juego perdido, nos gritaban a todo pulmón, que en donde nos pillaran nos iban a sacar la mugre.


Nosotros, como ya no podían hacernos nada, nos reíamos a mandíbula batiente, pasado esto, ya más tranquilos, salimos del recinto estación, nos metimos con todos los perros en los potreros llenos de lagunas, pinos y zarzamoras y con el ánimo en alto y la quiltrería eufórica, iniciamos la jornada de cacería.



11 Mayo, 2017.


Armando Poo Kutscher

FIN

viernes, 31 de marzo de 2017

Viaje a Caleta Nigue

A mediados del año 1945, mi papá que por ese entonces era administrador de la sucursal de una empresa cervecera ubicada en Collipulli, cuyo propietario era la sociedad Juan Friedl y Cía Ltda. con casa matriz en la  cercana ciudad de Angol, compró su primer automóvil, y este fue nada menos que un Ford T modelo 1929 que, como comprenderán, era ya a esas alturas un vehículo viejo, y además muy traqueteado debido a que los caminos que existían por esa época eran de tierra o ripiados y siempre estaban en regular estado y los vehículos por muy firmes que fueran, después de un par de años de rodar por esas ásperas rutas, terminaban convertidos en unos cacharros.

Mi viejo, dada la numerosa prole infantil que tenía y que aumentaba de año en año, para poder transportarnos a todos, decidió transformar este auto en una camioneta, para tales efectos, le sacó la mitad trasera del toldo de lona y le instaló una carrocería de madera, de esta manera el viejo Ford T, quedó convertido en una flamante camioneta artesanal, donde bastante amontonados, cabíamos todos. 

Mi papá, con el correr de los días, a mi parecer, se puso medianamente diestro en el manejo de esta cafetera, que no tenía motor de arranque, por lo cual, para hacerla partir, era necesario darle vuelta a una manivela ubicada en la parte delantera del motor, incluso cuando hacía mucho frio había que levantarle con gata una rueda trasera para que arrancara, de lo contrario “pateaba”, es decir la manilla daba vueltas al revés y podía quebrar la muñeca de la mano de quien estaba dándole manilla, por esta "patada" es que a estos vehículos se les llamaba coloquialmente burras. En realidad tenía muchas mañas.

En este antiguo vehículo, viajamos muchas veces a cazar torcazas a las montañas (bosque chileno) del fundo Pichaco, donde andaban por miles, este predio estaba ubicado al lado del pequeño pueblito de Curaco y era propiedad de don Ernesto Herdener Schneider quién, cuando mi padre vivía en la ciudad de Lautaro, fue su compañero de colegio, incluso se sentaban juntos, por tal razón siempre autorizaba a mi viejo para que ingresara en su propiedad y le disparara a los pájaros.

Algunos fines de semana hacíamos viajes a La Esperanza, villorrio ubicado a unos 12 kilometros al norte de Collipulli a orillas del río Renaico, lugar donde habíamos vivido unos años antes y mis padres tenían compadres, comadres y muchos amigos de la familia de los Poblete y los Vásquez, tales como Don Fermin, Doña Cupe, Don Tato, la Cheché y muchos más, cuyos nombres ya se me han olvidado.

En otras oportunidades viajábamos más cerca, generalmente hasta el río Caillín, que está a mitad de camino entre Collipulli y La Esperanza, en ese hermoso lugar donde existe un salto de agua espectacular, nos bañábamos, pescábamos truchas y también sacábamos camarones de río desde debajo de las piedras. Para cerrar bien el día de campo se calentaba en una fogata la rica comida casera que mi madre llevaba preparada, mientras esto sucedía, ella misma picaba y aliñaba las ensaladas. Los niños de tanto correr, jugar y bañarnos quedábamos muertos de hambre y dábamos buena cuenta de este delicioso condumio, que terminaba con ricas frutas del sector.

Con el tiempo, ya con más confianza en el manejo de su vehículo, mis padres decidieron en el verano del año 1946, hacer un viaje hasta la costa del Pacifico, que para esos tiempos era una verdadera aventura, viajaríamos hasta un lugar que ya conocían desde jóvenes, en el cual tenían amigos de la época en que vivían en la cuidad de Gorbea y que les habían prometido que cuando viajaran allí, les prestarían una cabaña para que se quedaran.

El día de la partida de este homérico viaje, nos levantamos al alba, cargamos la cacharra y salimos de madrugada de Collipulli, una quiltrería nos persiguió ladrando desaforamente hasta la salida del pueblo. Como primer desafío, para calentar el cuerpo, nos tocó bajar y subir la empinada y peligrosa cuesta del río Malleco, la pasamos exitosamente y nos endilgamos hacia la zona austral, siguiendo la ruta del mentado longitudinal sur, este camino que teóricamente unía todo el país, siempre estaba en regular estado, era angosto y peligroso, poseía una delgada capa de ripio que en algunas partes desaparecía por completo, esta vía pasaba por el centro de todos los pueblos y ciudades grandes y chicos que había a lo largo del camino.

Por esa época, esta difícil ruta, se podía transitar durante toda la época estival pero no durante los crudos meses del invierno. La velocidad a la que se podía recorrer normalmente esta vía era de 25 Kmts./hora dado que siempre el ripio estaba suelto, había cientos de curvas, cuestas, bajadas, esteros, puentes de madera en mal estado, además en esos tiempos, los viajantes tenían que tragarse toda la nube de polvo que se generaba cuando pasaba un vehículo en contra. 

Después de pinchar una rueda y de un montón de peripecias, de las cuales una fue causante de que estuviéramos a punto de que el viaje terminara de manera terrible, me explico, íbamos pasando por un tramo bastante recto del camino, bordeado de grandes eucaliptus a la altura de Perquenco, cuando de repente, por alguna razón que desconozco, el vehículo se metió al ripio suelto que orillaba la ruta, patinó arriba de las piedras, se ronceó, dio tres o cuatro saltos espectaculares y finalmente la cacharra quedó vuelta para atrás, es decir mirando para el norte, en circunstancias que viajábamos hacia el sur; para que les cuento, nos dimos cabezazos y golpes por todos lados, pero al parecer el Angel de la Guarda estuvo de nuestro lado, en realidad no nos pasó casi nada, solo nos quedó un gran susto y un recuerdo imborrable, muy asustado mí papá detuvo la cacharra, se bajó en medio del tierral y revisó las ruedas, nos contó para ver si todavía estamos todos en la carrocería, enseguida le dijo a mi mamá, quien llevaba a nuestro hermano más chico en brazos, ¡No se cayó ninguno!, rápidamente se subió a la cabina, cerró la puerta, enderezó el vehículo y seguimos raudamente hacia el sur, finalmente sin otros inconvenientes llegamos a la cuidad de Gorbea, tras las seis largas horas de viaje que nos llevó recorrer los 150 kmts. que hay desde Collipulli hasta esa ciudad.

Ahí llegamos a la casa de mis abuelos paternos que nos recibieron con alegría y después de muchos abrazos y palabras conceptuosas, nos sirvieron una suculenta once, con harta leche, queso y pan amasado, como estábamos muy cansados y molidos por los saltos y corcoveos de la cacharra, rápidamente nos fuimos a la cama y dormimos como lirones.

Al día siguiente, muy de madrugada, nos sacaron de la cama y después de un rico desayuno, servido en la cocina nos despedimos de nuestros abuelos, José y Eudocia y de nuestros tíos y tías: Tito, René y Tatán, enseguida retomamos el camino para completar la segunda etapa de este viaje.

Desde Collipulli viajamos 8 personas en la burra, entre grandes y chicos, ellos eran: mis papás, cinco hermanos y una nana, en la casa de mis abuelos, se agregó a esta comitiva nuestra prima mayor, Zoila Kucera, para ir a pasear al mar y ayudarle a mi mamá con el lote de niños. 

Esta segunda jornada, la iniciamos con muy buen tiempo, pero transitando por un camino mucho peor que el del día anterior, esta ruta, que en gran parte orillaba el caudaloso río Toltén, era bastante peligrosa, muy angosta y no tenía casi nada de ripio, por lo cual la polvareda que levantábamos y que nos tocaba tragar era inmensa, después de más o menos una hora de viaje entramos al pueblito de Toltén, al doblar por una esquina, salieron un montón de chiquillos corriendo y gritando a todo pulmón, ¡Están llegando los gitanos, cuiden sus cosas!, la gente al escuchar esto se apresuró a fondear gallinas, patos, gansos, etc, dada la mala fama que tenían por ese entonces estos personajes, con los cuales nos confundieron. 

Una cuadra después, nos detuvimos frente al único negocio del pueblo, y mis papis hicieron las últimas compras de provisiones para la larga estadía en la costa, salimos de ese pueblito y pasamos a visitar a unos antiguos amigos de mis padres de apellido Maure, quienes nos atendieron y les dieron las instrucciones a mi papá, para llegar con seguridad al lugar al cual nos dirigíamos. 

En este último tramo del viaje prácticamente no había camino, apenas una huella, por tal razón le aconsejaron a mi viejo, que hiciera el viaje por la orilla del mar, donde revienta la ola, ya que según le señalaron, la arena es mucho más firme ahí, afortunadamente recorrimos esa larguísima playa sin inconvenientes, aunque con mucho susto, ya que a veces las olas pasaban por debajo de la camioneta. Siempre pienso que arriesgado era mi viejo en ese entonces.

Llegamos sanos y salvos a la  playa de Nigue a media tarde, mis viejos, como lo señalé antes, conocían a varios pescadores de esa caleta, especialmente había uno que era más amigo de ellos, este les prestó o arrendó, no me acuerdo bien, una choza bastante grande, con techo de totora y piso de tierra, ahí nos instalamos con camas y petacas, dormíamos en el suelo en camastros que se armaban durante la noche, a la mañana siguiente todos ellos se amontonaban en un lado y se despejaba la pieza, la cual tenía un fogón en el centro, donde se cocinaban los alimentos, también había allí una mesa artesanal, muy rustica, donde todos sentados en forma muy apretada: desayunábamos, almorzábamos y nos servíamos la once-comida y que por la noche, para poder armar las camas, se sacaba y se ponía en un rincón.

Como letrina comunitaria, existía una pequeña casita forrada en lata que estaba instalada cerca de la vivienda, en cuyo interior contenía un cajón de madera agujerado, que se usaba como W.C. Por supuesto, no existía agua potable, para cocinar, beber o lavarse era necesario sacar el agua con balde de un pozo común, que estaba ubicado a unos 50 metros de la casa, el agua que se usaba para beber era previamente hervida.

El lugar era espectacular, con un gran cordón de cerros de unos 50 metros de altura. Ubicadas en la parte de atrás de la playa, las casas de los pescadores estaban a los pies de estos empinados lomajes, con vista al hermoso océano pacifico, que se abatía incansablemente sobre la costa, la distancia que había entre las viviendas y el mar era de unos 100 metros, la playa estaba cubierta de ripio y arena negra. Por las tardes sentados en las piedras, mirando como el sol se iba por el horizonte, conversábamos con nuestros amigos y hermanos de mil cosas, a lo mejor, algunas serían mentiras, no lo sé, pero que espectáculo era ese, ver como el sol se hundía en el mar, como desaparecía lentamente y cuando ya no estaba, aparecía una suave penumbra luminosa que nos encogía el alma, después nos parábamos en silencio y lentamente nos íbamos para las casas, con esa imagen del sol que moría en el horizonte grabada en nuestras almas de niños. 

La familia amiga de mis padres, que nos facilitó la cabaña, tenía como 8 hijos, más o menos de nuestra edad, con los cuales, como niños hicimos una gran amistad, nos enseñaron a fabricar hondas de ñocha, pilguas de pita, en las que echábamos los crustáceos que capturábamos, a sacar locos del mar, a pescar jaibas, a hacer atados de cochayuyo, tejer redes de pesca, en fin, mil cosas que desconocíamos por completo. Todos los nombres de aquellos niños terminaban en berto, por ejemplo: Roberto, Adalberto, Rigoberto, Nolberto, Gilberto, etc. 

Yo soy el mayor de mis hermanos y en esa época tenía 9 años, el Dube 8, la Carmen 6, el Chocho 5 y el Poroto 4. Pienso la tremenda responsabilidad que tenían los mayores con todos estos niños, que corrían como locos por todos lados, sin conocer los peligros del mar, afortunadamente nunca nos ocurrió algo grave, el ángel de la guarda debe haberles dado una buena mano a mis padres. 

Por las mañanas nos levantábamos muy temprano, sintiendo el constante ruido de las olas, al estrellarse contra los altos roqueríos, apresuradamente arrollábamos nuestras camas y las acomodábamos en un rincón de la pieza, enseguida los mayores nos mandaban a recolectar leña seca, para encender el fuego y de esa manera calentar el agua en una gran tetera, que siempre estaba negra con el hollín, una vez que estaba hirviendo, se procedía a servir el desayuno a todos en grandes tazones enlozados color blanco, que mis padres habían comprado especialmente para esta ocasión. Quizás porque en la infancia teníamos las papilas gustativas casi nuevas o porque la alimentación era poco variada, el caso es que por primera vez probamos como niños unos desayunos tan especiales, con un producto llegado de los países industrializados y se denominaba nesmilkafe. Era una mezcla de café con leche muy especial, por supuesto que acompañado por las exquisitas galletas de miel, confeccionadas con mucho amor por las dulces manos de nuestra querida madre Francisca, ¡Qué sabor tan exquisito, qué aroma inconfundible, qué recuerdos imborrables!.

Lo más de los días, con nuestros amigos bertos, íbamos a pescar jaibas reinas a los roqueríos, previamente recolectábamos machas, lapas, caracoles o simplemente usabamos un trozo de carne como carnada, esta carnada la atábamos con trozos de pita, juntábamos tres de ellas y las anudábamos a una lienza, la otra punta se amarraba a una garrocha y listo el equipo de pesca, para que este equipo se fuera a fondo se le ataba una piedra, la tirábamos al mar y esperábamos que se fuera a fondo, después de unos diez minutos la levantábamos y ya venía un par de jaibas reinas agarradas a la carnada y no la soltaban, las subíamos a la roca donde estábamos y las echábamos a la pilgua, que era una especie de bolsa tejida, donde cabía de todo.

Me recuerdo como si fuera hoy, que nos tocó en esa oportunidad, las tres bajas mareas más grandes del año, nosotros como lo señalé, éramos niños, así y todo sacamos grandes cantidades de locos, que quedaban al descubierto en las rocas de la baja mar, después de desconcharlos, limpiarlos, apalearlos y hervirlos, entre todos en la casa dimos buena cuenta de ellos, qué tiempos aquellos, aún la pesca era artesanal y a muy baja escala, el mar estaba lleno de moluscos y peces, las rocas tapizadas enteras de choros maicos que hoy brillan por su ausencia. 

En una oportunidad en que la Zoila, el Dube y yo andábamos por unos grandes roqueríos que estaban pegados a la escarpada costa y que eran batidos permanentemente por las olas y el viento, miraba para todos lados con mucha atención cuando de repente vi como a unos 15 metros, en el borde del peñasco en el cual estaba parado, un nido de patos liles, con dos polluelos bastante crecidos, que me miraban muy asustados, este tipo de aves acuáticas costeras son muy abundantes en las playas chilenas. Como en esos tiempos yo era un niño de apenas 9 años, lo primero que se me ocurrió, fue ir hasta el nido y tomar estas aves, que al parecer estaban al alcance de la mano, el Dube y la Zoila me dijeron no vayas, que es muy peligroso, te pueden mandar al agua, ellos tenían toda la razón, ya que este roquerío tenía una caída hacia el mar de unos 35 metros y todo era muy resbaloso con la humedad y las algas, pero yo porfiadamente, desoyendo lo que me decían, me boté de guata en la saliente de la mojada roca  empecé el avance hacia el lugar donde estaba el nido de las aves, recorrí como 5 metros y comencé a correrme  peligrosamente hacia la orilla de la saliente, la cual estaba totalmente humedecida con la neblina que producían las olas al chocar contra las rocas, con mis dedos crispados, me aferré como pude a las pequeñas salientes, pero se me puso difícil y me empezó a dar pánico, me di cuenta de que nunca podría llegar hasta el lugar donde estaban los polluelos, pensé en volver atrás pero mis manos y mis pies patinaban, muerto de susto empecé a gritar no me acuerdo qué, esto al parecer me dio mas fuerzas y prácticamente hundí mis uñas en la jabonosa piedra, el miedo es cosa viva, después de unos 15 minutos agobiantes y terribles, en que estuve a punto de caer al abismo, logré trabajosamente regresar al punto de partida, ahí, cansado como perro, quedé tendido de espaldas mirando el sol esplendoroso y jurándome a mí mismo que nunca más intentaría una cosa así, mientras mi hermano y mi prima me reconvenían duramente. Pero el juramento que hice en un momento tan crítico, lo olvidé a los dos trancos y al día siguiente estaba corriendo peligros iguales o peores, cosas de la infancia, al parecer la suerte estuvo siempre de nuestro lado, a pesar de todas las barbaridades que hacíamos. 

Todos los pescadores de esa caleta, trabajaban en comunidad, es decir tenían dos grandes botes a cuatro remos y un par de buenas redes, cuando las calaban cogían una gran cantidad de peces de todo tipo, me acuerdo que en una carreta tirada por bueyes iban a vender solo las corvinas a Toltén, ninguna de ellas pesaba menos de 10 kilos, el resto de los peces que capturaban, algunos los secaban, a los bacalaos le cortaban la cola y los colgaban al sol, colocaban una olla debajo de ellos para juntar el aceite que goteaba con el calor, otros tipos de peces eran charqueados y algunos los más chicos o desconocidos eran desechados.

Lo más de los días nos tocaba escalar y cruzar el cerro que estaba inmediatamente detrás de la casa, caminábamos hasta una pequeña parcela, donde nos vendían dos litros de leche de vaca recién ordeñada, al regreso, aprovechábamos la oportunidad para cosechar frutas silvestres de la zona como chupones, chupallas y otros muy exquisitos cuyo nombre ya no recuerdo.

En algunas oportunidades, cuando el mar estaba calmo, nos bañábamos en pozas que se hacían entre las rocas, el caso es que al final de nuestra estadía en ese paraíso, nuestros cuerpos estaban muy tostados con la exposición constante al sol. Para suerte de nosotros, aún la capa de ozono estaba firme, por lo que no corríamos ningún riesgo, como sucede hoy en día. 

Estábamos como a mediados de nuestras vacaciones en la costa, cuando una mañana fuimos despertados por un inusual y estrepitoso ruido del oleaje marino, las aguas reventaban con furia sobre los altos roqueríos y diseminaban para todas partes la blanca espuma que ellas producían, en realidad se trataba de una muy poco común braveza de mar, que los pescadores no habían podido prever, por esta razón, como era su costumbre, la tarde anterior calaron sus dos redes, con la esperanza de tener una buena captura de peces, sin saber lo que ocurriría al día siguiente, a la mañana del otro día, el oleaje y los vientos eran tan intensos, que no pudieron entrar a sacar sus aperos, a raíz de esto empezaron a aparecer en la playa, peces descabezados de distintos tipos, todos nos dirigimos hasta la costa a contemplar este espectáculo, la orilla quedó cubierta de peces de diferentes clases, grandes y chicos, prácticamente todos sin cabeza ya que habían quedado atrapadas en las redes.

Al tercer día, cuando los vientos amainaron y las olas bajaron su intensidad, los pescadores entraron a recoger sus aparejos de pesca, que prácticamente no tenían peces enteros y estaban todos rotos, lo cual fue una gran desilusión para ellos, pero como eran hombres curtidos en el rigor de la vida marina, con mucha paciencia y con los ovillos de cáñamo de repuesto que poseían, apenas se secaron las redes, comenzaron a repararlas a lo cual nosotros también ayudamos, ya que los bertos nos habían enseñado el uso de navetas de madera, con las cuales se tejían y se parchaban estos implementos de pesca.

Como aparecieron tantas corvinas muertas en la playa, que los pescadores ya no podían comercializar, todos fuimos a la playa a buscar estos peces, nosotros recogimos como 10, las limpiamos, salamos y las pusimos al sol para que se charquearan, a raíz de esto, estuvimos comiendo charquicanes y caldillos de pescado todo el verano. 

Cuando terminaron estas hermosas y enriquecedoras vacaciones y nos volvimos a Collipulli, éramos otros, habíamos conocido un mundo diferente, compartimos con otros niños que nos enseñaron un montón de cosas y seguramente ellos algo aprendieron también de nosotros. 

Quiero, también señalar que dos años después de este inolvidable paseo a la costa, hicimos otro viaje al mismo lugar, pero esta vez, viajamos en un antiguo camión de un rojo indefinido, marca White, modelo 1939, que mi padre había comprado como de quinta mano. 

Esta segunda vez, se agregó a la expedición un nuevo integrante de la familia, nuestro hermano Lucho que había nacido el año anterior. 

Lo pasamos de maravilla como la primera vez, además todos estábamos más grandes y también teníamos en nuestro bagaje, todas las experiencias del paseo anterior. 

Pero en este viaje, mi papá fue solo a dejarnos a la costa y volvió inmediatamente a Collipulli, ya que según le señaló a mi madre, por razones de fuerza mayor no le pudieron dar vacaciones, posteriormente, a finales del mes de Febrero nos fue a buscar, por lo cual, durante todo ese largo periodo estival, estuvimos a cargo de nuestra querida madre Francisca, quién nos cuidaba como una gallina con pollos, de tal manera que ninguno de nosotros sufrió algún tipo de accidente o daños. 

Hoy día ya viejo, recuerdo con honda nostalgia, esos días luminosos de la infancia, esos viajes tan especiales donde conocí el mar y su gente maravillosa, que nunca se irán de mi corazón. 

Agradezco a mis padres, esa gran oportunidad que nos dieron cuando aún éramos unos niños, al llevarnos a conocer lugares hermosos. Con el correr de los años he ido a miles de partes, he visitado cientos de lugares remotos, pero ninguno como esa luminosa playa de mi infancia. 


Dube: Duberly Póo Kutscher
Carmen: Carmen Póo Kutscher
Chocho: Sergio Póo Kutscher

El Poroto: Denis Póo Kutscher 



FIN 

Armando Póo Kutscher.
18 de Marzo de 2017
Frutillar. 

martes, 7 de marzo de 2017

Fundo Copihue, Noviembre de 2016

Cuando me faltaba poco para cumplir 14 años de edad y después de aprobar con empeño el primer año de humanidades, en el Liceo Nocturno Coeducacional Mixto de Collipulli, llegaron las ansiadas y merecidas vacaciones de verano del año 1952. Como siempre mi querida tía Lily, quien es a la vez mi madrina de bautizo, me invitó junto con mi hermano Duberly (el Dube, un año menor que yo), a pasar la larga temporada estival de ese año, en el fundo que administraba su marido, el recordado tío Cano.

En la carta que me escribió, me señaló claramente la forma de llegar a ese lindo lugar denominado fundo Copihue, ubicado cerca del pequeño poblado de Rariruca.

Nuestros papás estuvieron de acuerdo con este viaje y para tales efectos, nuestra madre Francisca, nos lavó, remendó y planchó las pilchas necesarias para nuestra larga estadía en el campo, también nos entregó los pesos necesarios para comprar los pasajes, y por supuesto muchos y sabios consejos: que nos portáramos bien y le obedeciéramos y ayudáramos en todo a la tía Lili.

Cuando llegó el ansiado día de la partida, nos despedimos afectuosamente de la mami y también de nuestros hermanos menores, que con pena y una pizca de envidia nos vieron partir. A fin de llegar a ese alejado lugar, era necesario que abordáramos el tren de pasajeros, que a media mañana pasaba hacia el sur. Como siempre lo hacíamos en estos viajes, llegamos unos 20 minutos antes del horario de embarque, pensando que si uno llega a la hora o atrasado a la estación, lo va a dejar el tren, mi papá se puso en una pequeña fila y nos compró los pasajes, estos eran unos cuadriláteros de cartón bastante rústicos y había que tenerlos a mano cuando el conductor pasaba revisándolos.

La locomotora apareció por el norte con unos 15 minutos de atraso, piteando y echando humo y vapor, apenas se detuvo el convoy con una chirriadera de frenos, nos despedimos con un abrazo fuerte del papi, enseguida portando nuestros bultos y paquetes, subimos al carro de tercera que se detuvo frente a nosotros, no viajaban muchos pasajeros, por tal razón fue fácil encontrar un lugar en que ambos quedáramos sentados junto a la ventanilla, acomodamos nuestro escaso bagaje en los maleteros ubicados en la parte alta del carro y, después de un largo pitazo, partió el tren. Agitamos nuestras manos en señal de despedida al papá y, acto seguido, el convoy atravesó el imponente viaducto del Malleco y ya más relajados nos fuimos mirando entretenidos el paisaje que pasaba raudo por delante nuestro, el viaje duró alrededor de una hora hasta llegar a la ciudad de Victoria, lugar donde debíamos transbordar al ramal ferroviario que terminaba en la localidad de Lonquimay, con mucha premura nos bajamos cargando nuestro equipaje y nos cambiamos de tren.

Esperamos sentados unos 15 minutos en el carro que nos tocó, hasta que partió el pequeño convoy, compuesto por una locomotora a vapor más chica que la del primer tren y cuatro carros de pasajeros. Traqueteando y resoplando inició su azaroso avance, para tratar de alcanzar las alturas de Los Andes. Después de viajar una media hora, llegamos a nuestro lugar de destino, el pequeño poblado y estación ferroviaria de Rariruca, cuando bajamos del tren, miramos para todos lados y al final dimos con el campero que nos estaba esperando, esta persona enviada por el tío Cano para llevarnos hasta el fundo, nos trajo dos caballos tusones ensillados.

Que felicidad tan grande cuando vimos los pingos, como pudimos nos encaramamos arriba de las monturas, que estaban cubiertas por mullidos cueros de cordero, agarramos firmemente las riendas, metimos los pies en los estribos, pusimos nuestros bultos por delante y partimos al tranco, conversando con el lugareño que nos fue a buscar; le hicimos mil preguntas, que él, con paciencia campesina, respondió; se trataba de un personaje moreno, curtido por vientos, soles y lluvias, producto de vivir permanentemente al aire libre. Tenía una pierna de palo que, según nos enteramos después, se la cortó un tren cuando era pequeño, aunque así y todo era un jinete muy diestro. 

No demoramos casi nada en salir del pequeño poblado y empezamos a recorrer un largo y polvoriento camino bordeado de grandes árboles chilenos; era un suelo trumao con muy poco ripio, por lo que los caballos levantaban bastante polvo. Esta ruta antigua era cruzada por muchas vertientes y tenía innumerables cuestas y curvas. 

Después de más de una hora de caminar al tranco de los llocos (caballos), llegamos a las puertas de entrada del fundo Copihue. El predio al cual estábamos arribando, tenía alrededor de dos mil quinientas hectáreas de extensión, hacía pocos años que se estaba abriendo espacio para la agricultura y ganadería así que todavía quedaban unas mil hectáreas de montaña chilena (bosque nativo) virgen, donde crecían grandes robles, raulíes, coihues, laureles, avellanos, lingues y tantos otros cuyo nombre no recuerdo en este momento. En los espacios habilitados para la ganadería había enormes rumas de árboles que habían sido derribados con hachas y corvinas. En estos espacios cercados con palos parados o tranqueros se manejaba una gran cantidad de vacunos, caballares y ovinos, también se ocupaba parte de estos lugares despejados denominados roces, para sembrar pastos forrajeros y cereales tales como trigo y avena.   

Cuando llegamos a las casas del fundo, nos recibieron la tía Lili, el tío Cano y sus dos hijos mayores (aún pequeños) nuestros primos Juanito y Mabelita. Vivían en una casa bastante grande y usaban el segundo piso, ya que la dueña del predio, doña Mercedes Badilla Padilla, tenía reservada la parte baja, la cual ocupaba muy de tarde en tarde ya que residía casi permanentemente en la ciudad de Santiago.

Nos instalamos en una pieza con dos camas, que la tía nos arregló con mucho cariño, y desde ahí comenzó nuestra estadía en ese paraíso de la naturaleza, hoy desde la distancia de los años lo aprecio más que nunca, recuerdo sus verdes infinitos, el cielo siempre azul, las frescas aguas de sus innumerables arroyos, vertientes, esteros y ríos, todo tenía ese sabor dulce de la infancia y la adolescencia, las manzanas parece que eran más rojas, los quesos más sabrosos, las sonrisas más abiertas y por sobre todo el cariño y el afecto que nos brindaban nuestros tíos y primos era sin dobleces. 

Los días transcurrieron plenos de aventuras, por las mañanas, el tío mandaba que nos tuvieran dos caballos ensillados para salir a recorrer y ayudar a arrear los piños de animales, en algunas oportunidades con mi hermano corríamos carreras a rienda suelta, talón y varilla. El Ángel de la Guarda debe habernos tenido mucha consideración, ya que nunca, a pesar de nuestras imprudencias, tuvimos una caída o un accidente. Con el pasar de los días nos volvimos diestros en el manejo de riendas, monturas y monturas así como en ensillar los pingos y arrear vacunos, ovinos y caballares, participábamos prácticamente en todas las variadas actividades que diariamente se llevaban a cabo en ese predio. En algunas ocasiones visitamos el lugar donde se procesaba madera nativa de primera, también recorrimos los espacios en el bosque donde los campesinos estaban botando inmensos árboles, con los cuales se alimentaba el aserradero de donde salían transformados en tablones, postes, tranqueros, etc. La mayor parte de la producción se comercializaba y el resto se ocupaba en el mismo fundo. 

Cuando andábamos por los potreros con nuestras hondas de elástico, que nunca dejábamos en casa, le corríamos piedrazos a los abundantes choroyes (loros pequeños) que siempre se ubicaban muy alto en los árboles, era raro que lograramos pegárles.

Con el Dube teníamos una cancha de saltos para caballos, en un potrero donde había montones de restos de maderas, palos y troncos arrumados, los cuales usábamos como obstáculos para saltar con los pingos. En una ocasión me dispuse a traspasar un montón de palos que a simple vista se veía pequeño, sin pensarlo dos veces, chicotié el pingo y partí a mata-caballo hacia la ruma, pero al llegar ahí, el rocín se retacó porque el salto que tenía que dar era descomunal, él caballo había dimensionado correctamente el brinco que tenía que realizar (cosa que yo no había hecho), pegó como un latigazo con el cuerpo y se elevó para pasar los tres metros de ancho que tenia la ruma de marras, con el envión fui a parar al anca del caballo, de alguna manera me sostuve sobre él y finalmente cuando aterrizó al otro lado, llegué al cogote de la pobre bestia, con empeño y mucha suerte logré mantenerme sobre el animal y regresar a la montura, me llevé un tremendo susto y quedé con el trasero muy dolorido.

Algunas veces, después de andar toda la mañana a caballo y dar mil vueltas por los amplios espacios, terminábamos -como se dice vulgarmente- con la lengua afuera, y para recuperarnos nos bañábamos en una piscina artesanal, que estaba ubicada al fondo del jardín y que era alimentada por un fresco chorrillo que corría desde el monte. Estas heladas aguas nos refrescaban y reconfortaban por lo que nos quedábamos un buen rato allí y como habíamos aprendido a nadar como a los ocho años de edad, bañándonos en el río Malleco, prácticamente no corríamos riesgo alguno.

Nos tocó participar también en el gran arreo anual de todos los animales del predio, para: contarlos, castrarlos, pilcharlos, descornarlos, marcarlos en la oreja y señalarlos con marca de hierro caliente, esta variada función duraba alrededor de tres agotadores días, nos acostábamos a la hora de los quesos (tarde) y nos levantábamos al canto de los gallos. Se hacía una gran minga (comida) y se cocinaba para toda la gente que participaba, que eran muchos, en esta ocasión se carnearon dos vaquillas y varias borregas. Para efectos de alimentar al gentío grandes ollas y asadores tenían pega permanente durante esos agotadores y enriquecedores días, el tinto y la chicha de manzana tenían una moderada presencia, ya que todos los participantes, para hacer bien su pega, debían estar sobrios y alertas, porque los vacunos nerviosos y doloridos por los procesos a que se veían sometidos, podían embestir, cornear, patear u atropellar a quienes no estuvieran alertas.

Otra de las permanentes actividades diarias, era la faena de la ordeña, para este fin, cada día por la tarde se separaban los terneros de las vacas, que eran alrededor de 100, los guachos -como se les dice en el campo a los becerros- eran encerrados en recintos especiales en la bodega donde funcionaban la lechería y la quesería. Las vacas eran arreadas hasta un potrero cercano, donde pastaban y permanecían toda la noche. Por la mañana siguiente muy temprano, eran traídas por un campero hasta un corral que estaba contiguo a la lechería.

Ahí unas 10 personas jóvenes, en general mujeres, se preparaban para comenzar este trabajo, unos mozos ataban las vacas a un varón (poste) y las maneaban (les amarraban las patas traseras), posteriormente soltaban el ternero que correspondía a cada vaca, este se venía derecho hasta donde estaba su madre y se ponía a mamar desesperado, ahí entraban en función las lecheras, después de unos 5 minutos el ternero era atado con un lazo y separado de la vaca, entonces los lecheros y lecheras se sentaban en sus banquetas, se ponían un balde entre las piernas y comenzaba la ordeña a mano. A medida que se iban llenado, se vaciaban en un gran recipiente. En esta faena, ocurrían variadas situaciones peligrosas, en algunas oportunidades llegaban vacas a las que nunca les habían puesto un lazo y eran muy bravas, incluso en una o dos oportunidades, estando atadas a un varón y de tanto echarse para atrás con el cordel al cuello, murieron ahorcadas.

Con esta leche, obtenida en muchos casos con gran riesgo, se hacía un solo queso enorme, redondo como una rueda de carreta chancha, que se dejaba madurar en una zaranda colgada a gran altura, posteriormente cuando estaban listos, se despachaban a Santiago para que la dueña del predio, que residía allá, los comercializara.

También en el mes de febrero, se cosechaban unas 200 hectáreas de trigo sembradas el año anterior, cuadrillas de hombres contratados de afuera, con hechonas cortaban la caña del trigo maduro y confeccionaban gavillas que iban amontando en el potrero, posteriormente carretas con barandas de coligüe, muy altas, manejadas por trabajadores muy diestros en el uso de horquetas, acarreaban todos los atados y los apilaban en la era, lugar en que estaba instalado el equipo trillador, compuesto por la máquina y un locomóvil de gran tamaño que funcionaba a vapor, ambos estaban unidos por una larga y gruesa correa que se mecía al compás del gran volante que poseía esta importante máquina motriz cuya caldera era alimentada con leña seca y agua constante para producir vapor, tenía el motor un ritmo tan especial, que aún hoy me parece escucharlo y relacionarlo con esos lejanos e incomparables días.

Con el Dube y el Paulino, que era un joven ayudante de las casas patronales, íbamos a sacar choroyes nuevos, siempre los nidos de estos se ubicaban en grandes árboles secos y los huevos los ponían en los huecos de dichos palos, nunca a menos de veinte metros de altura. Teníamos una vieja escalera que estaba en desuso, la agrandamos un poco más y en una punta le pusimos un par de ruedas y en  la otra un coligue atravesado que hacía las veces de yugo para transportarla, parábamos la escalera en el tronco escogido y cuando ella no alcanzaba hasta el nido, íbamos clavando peldaños de palo que previamente habíamos confeccionado, incluso con clavos a medio enterrar y de esta peligrosa manera llegamos a veces hasta el hueco de los palos donde estaba el nido, aquí creo que también nos protegió el Ángel de la Guarda ya que mirado desde hoy, pienso que era una maniobra de alto riesgo y requete peligrosa.

Me acuerdo siempre que el veinte de enero de ese año, mis tíos y primos partieron en auto a Yumbel, a pagarle una manda que habían hecho a San Sebastián, el Dube y yo quedamos alojados solos en esa gran casa, pero como nos habían contado que la dueña del fundo tenía pacto con el diablo, nos acostamos muertos de miedo y cualquier crujido o correteo de ratones nos hacía saltar a la cama. Al más mínimo ruido que escuchábamos parecía como si el “cola de ballico” nos fuera a caer encima, aquella noche fue espantosa, infinitamente larga, no dormimos casi nada, cuando empezó a alumbrar el sol, sentimos un gran alivio, nos levantamos rápidamente y los miedos y temores desaparecieron de un viaje. La nana llegó temprano y nos preparó un suculento desayuno, compuesto de tortillas, queso, mantequilla, dulces y un rico café con leche calientito, volvimos a la vida diaria montando a caballo y haciendo mil cosas.

Aún me parece ver al tío Cano, montando en su potro, dirigiendo las maniobras del arreo anual a gritos con el huaserío, para que atajaran a los animales que se estaban metiendo a la quebrada, o diciéndole al Chipe, ¡Arrea esa punta de novillos para que  no se vayan a los quilantos!, o cuando le gritaba al capataz Torres: ¡Anímales los perros a los terneros para que no se metan al río! A su lado como ayudante iba el Paulino al cual, en una oportunidad, el tío lo quedó mirando y le dijo ¡Aprieta la cincha si no vas a terminar en el suelo! Así transcurrían esos días excepcionales entre el ladrido de la perrería, que perseguía  sin tregua por dentro de la montaña a los animales caitas (salvajes) para juntarlos con el piño así como se escuchaba por todos lados el griterío permanente de la gallada, mientras camperos y capataces arreaban juntos esa inmensa masa de vacunos.

Había también unas dos mil ovejas que todos los años eran esquiladas, se castraban los machos y se les cortaba la cola a todas. Al mismo tiempo se tenía separados a los carneros que eran alrededor de veinte y que todo el día en su potrero especial, se estaban dando cabezazos, que retumbaban estrepitosamente en los montes, estos machos eran animales muy fuertes y hasta peligrosos, el personal encargado los juntaba con los piños de ovejas más o menos en Junio, para que las pariciones de los corderos se produjeran al comienzo de la primavera.

Hoy en día ya viejo, agradezco esa infancia y adolescencia hermosa, en la cual mi tía Lili, el tío Cano y mis primos jugaron un papel importante, muchas veces estuve en su casa, y siempre fui bien recibido y mejor atendido.

Soy un agradecido de la vida, de mis padres, hermanos, tíos, parientes y amigos, ojalá el tiempo se hubiera detenido en ese entonces, pero desafortunadamente no es así la vida, siempre en el alma queda ese dulce sabor de la infancia, adolescencia y juventud llena de aventuras, correrías y vivencia que nunca volverán.  


FIN

sábado, 11 de febrero de 2017

El Puente de Piedra, Noviembre de 2016

En 1959, cuando cumplí 21 años de edad, me fui desde Collipulli, ciudad donde residía, a trabajar como profesor primario a la zona de Talcahuano en un colegio recién inaugurado, a cargo de un Cuarto Grado de Preparatorias. Esta escuela era administrada por los curas católicos de la Orden Norteamericana de Mary Knoll y estaba ubicado en el centro de la población Leonor Mascayano de esa localidad.

Conseguí gracias a los contactos de mi padre Luis Armando, que me dieran pensión completa (comida y alojamiento) en el hogar de una familia española que vivía en la población La Higuera, contigua a la de la escuela, ellos y sus hijas, antes de irse a vivir al puerto penquista, estuvieron radicados como a una cuadra de mi casa, en la ciudad de Collipulli y mi papa era muy amigo de ellos, se trataba de un matrimonio que junto con sus tres hijas, emigraron a Chile diez años después que terminara la Guerra Civil Española (1936-1938). Ellos fueron entusiasmados, para emprender ese aventurero viaje, por el hermano mayor de doña Maribel, que llego a vivir a este hermoso país muchos años antes y que ya poseía un negocio muy exitoso y una familia bien formada en la provincia de Malleco. Él le ofreció y le ayudó a Juanjo y a su hermana a instalarse con un local comercial del mismo rubro en Collipulli, pueblo muy cercano al cual tenía su empresa. Pero a pesar de los esfuerzos de Juanjo no le fue tan bien como a su cuñado, de todas maneras le sirvió para iniciarse y conocer de mejor forma este país y después poder desempeñarse con éxito en diversas actividades, como: educación y pesca, entre otras, para terminar afincándose definitivamente en estas tierras cariñosas, donde nacieron el resto de sus hijas.

El era don Juanjo Escarraz Salona, ella Doña Maribel Aldanso Ochoa y sus hijas: Maricela del Rosario, Maricela de la Cruz y Maricela de Fátima; todos provenientes del puerto de Santoña, ubicado en la provincia vasca de Santander, cuyas costas, ricas en pesca de sardinas, son bañadas por el mar Cantábrico. Por esos tiempos, cuando llegué a su casa como pensionista, ya tenían tres hijas más y al año siguiente cuando me volví a Collipulli, nació la séptima y última, toda esta pléyade de hermosas niñas tenían como primer nombre Maricela y las que iban a la escuela, eran alumnas destacadas en sus respectivos cursos.

Doña Maribel, era una muy buena madre con sus hijas y una mejor esposa con su marido, tenía un alma grande y siempre estaba con una sonrisa a flor de labios. Me recuerdo una oportunidad en que me dijo: 

- ¡Que buen hijo eres Armando, ganas tan poco y aun así, siempre le mandas un cuarto de lo que percibes a tu madre, pienso que esto debe ser porque tu abuela paterna es española y como todos los descendientes de ibéricos, llevas en el alma un soplo del Quijote y muy escondido al interior de tu corazón un pedacito de Sancho!

La casa de los Escarraz Aldanso era muy acogedora y estaba ubicada en una gran población, donde la mayoría de los residentes eran empleados de la Compañía de Aceros del Pacífico y de las grandes pesqueras. 

Como recuerdo del episodio bélico del cual fueron partícipes, tenían en su hogar, en el lado izquierdo del acceso a la cocina, un hermoso Cristo  crucificado, hecho de una madera oscura y brillante, al parecer caoba, que medía unos treinta centímetros de alto y que también había sido víctima de la conflagración española, ya que había perdido un brazo completo, cuando las fuerzas republicanas, quemaron la iglesia donde estaba y destruyeron todo lo que encontraron a su paso. Juanjo con doña Maribel lo recuperaron de los escombros, lo limpió y tal como estaba lo llevó a su casa, posteriormente lo trajeron cuando se vinieron a Chile y según doña Maribel, él siempre los había protegido en las buenas y en las malas. 

La escuela en la cual me desempeñe ese año como profesor primario, estaba ubicada a unas siete cuadras de la casa de los Escarraz, por lo cual demoraba muy poco tiempo en llegar a ella caminando.

Don Juanjo, trabajaba por esos tiempos en una pesquera instalada en el puerto de San Vicente y por razones que desconozco o he olvidado, en el mes de Octubre de ese año perdió la pega (trabajo) y se quedaba bastante tiempo en su casa, quizás un poco preocupado y deprimido.

Por las tardes cuando yo regresaba de la escuela, conversábamos latamente de mil cosas, era un personaje muy culto y conocía al dedillo todos los escabrosos aspectos de la guerra civil, en la cual le tocó participar activamente, cuando aún era un poco mas que un adolescente.

Entre los muchos hechos que me relató, voy a narrar uno que me pareció particularmente dramático y que le ocurrió directamente a él.

Me señaló que en una oportunidad, después de haber participado en cruentos combates con muchas bajas, su batallón compuesto de unos cuarenta hombres, la mayoría tan jóvenes como él, estaba acampando a la orilla de un río pequeño, haciendo uso de tres días para descanso y reparaciones que les dio el Alto Mando. Sobre ese cauce había un antiguo puente de piedra, construido por los romanos cuando dominaron Hispania, muchos siglos antes, poseía el puente un solo arco que lo cruzaba de lado a lado y tenía una altura de alrededor de diez metros sobre el nivel de las aguas.

A sus orillas se habían instalado las carpas y otros elementos del grupo de soldados, como: cocinas, letrinas y vehículos. Todos ellos estaban lavando sus ropas con mucha dedicación, para eliminar parásitos, microbios, etc. Tenían dos grandes calderos de latón en los que hervían la ropa cuando podían  o la ocasión se los permitía, de esa manera se libraban por un tiempo del acoso inmisericorde de los parásitos.

Juanjo, tenía solo diecisiete años de edad cuando lo enrolaron, sin que lo solicitara o pidiera, ya que las ideas de él eran nacionalistas y no republicanas, como las del ejército en el cual estaba forzado a servir por esos tiempos.

El rancho del batallón de Juanjo, siempre era escaso y muy poco variado, me relató que la mayoría de los días, comían sardinas enlatadas en los puertos costeros del Mar Cantábrico. La dieta casi constante a base de estos pequeños peces, con el paso del tiempo, llevó a que apenas la podían oler, pero como el hambre mandaba, no les quedaba otra que tragar a duras penas estos productos del mar, esto hizo que todos en su grupo olieran a pescado rancio  y aceite. Y cuando el conflicto finalmente llegó a su fin, Juanjo, a pesar de la escasez de alimentos reinante en esos tiempos, quedó tan resabiado, que eliminó estos peces de su menú y hubo un tiempo muy muy largo, en que no podía ni siquiera mirar una lata de sardinas.

En la oportunidad en que ocurrieron los hechos que paso a relatar ahora, el estaba agachado en cuclillas a la orilla del cauce, refregando una camisa sobre una piedra, para dejarla bien limpia y libre de bichos y todos sus compañeros estaban en lo mismo.

Arriba del puente de piedra, observándolos como un padre, estaba su capitán, que tenía a Juanjo en mucha estima. De pronto el capitán vio en la distancia hacia el sur que, levantando un gran tierral, venía llegando a gran velocidad el automóvil de su superior jerárquico, este jefe era un comunista doctrinario acérrimo y enemigo jurado a muerte de todos los que no comulgaban con sus ideas. El vehículo se detuvo justo donde estaba parado el capitán, su superior abrió la puerta y descendió, el subalterno se cuadró y saludó como corresponde, e inmediatamente le reportó las novedades de su batallón, posteriormente hicieron variados comentarios sobre el devenir de la guerra. Estaban ya en conversaciones muy distendidas cuando el recién llegado, miró hacia abajo del puente y vio a Escarráz lavando su ropa, ahí su rostro cambio de un viaje y dijo con voz destemplada dirigiéndose al capitán: 

- ¡Todavía está vivo ese desgraciado falangista!, y con mucha rapidez desenfundó su pistola de reglamento, apuntó a la cabeza de Juanjo, y agregó: - ¡Voy a eliminar a ese infeliz!

El capitán absolutamente sorprendido reaccionó de inmediato, diciéndole a su superior.

- ¡No le dispare mi mayor, él es un buen soldado, coopera en todo y es muy valiente!

El oficial superior le respondió:

- ¡A este hay que eliminarlo, si no de repente, él le va a pegar a usted un tiro por la espalda!

Y le apuntó nuevamente para dispararle, el capitán reaccionó empujando velozmente la mano con que el alto oficial empuñaba el arma, sin embargo no pudo evitar que disparara; el tiro pasó a centímetros de la cabeza de Juanjo; este se había agachado para sacar agua con su casco, lo que unido a la rápida acción de su capitán, le salvó la vida.

- ¡Mi mayor no le dispare, apenas tiene diecisiete años y en todos los combates en que ha participado, lo ha hecho con valor y arrojo, cuida a sus compañeros y a pesar de su corta edad es muy maduro, los ayuda, aconseja y les repara sus armas!

Los soldados que se encontraban a orillas del río sobresaltados, corrieron a coger sus armas y ponerse a resguardo, pues suponían que el enemigo comenzaba un ataque.

El capitán les gritó desde arriba, ¡tranquilos muchachos!, que se nos salió un disparo cuando mi mayor me estaba mostrando su pistola Walther!

Esta vez el oficial superior, dándose cuenta de la conmoción negativa producida por su inesperado disparo y también debido a la insistencia del capitán, de muy mala gana enfundó su pistola, pero antes masculló a su subordinado, entre dientes, una advertencia y una orden perentoria.

- ¡A la primera que se raje, lo mata!, por otro lado, a este no se le puede dar ningún ascenso o medalla, aunque se distinga por sobre todos los demás, ya que para mí es un enemigo de la patria y cualquier cosa que este haga mal, usted y solo usted capitán será el responsable, y si hace una barbaridad que comprometa la seguridad del batallón, usted lo pagará con su vida.

Después de estas amenazadoras palabras, el superior con el ceño fruncido, se despidió en forma áspera, subió a su auto y se alejó en medio de una gran polvareda.

Cuando el vehículo se perdió en la distancia, el conmocionado capitán, bajó hasta la orilla del rio a conversar con Juanjo y le dijo muy quedamente, mirando para todos lados

- ¡Menos mal que alcancé a desviar el tiro y que te agachaste, sino te vuela la cabeza!

- ¡Gracias mi capitán!, dijo el aludido, nunca habría pensado que me iba a disparar un superior de nuestro propio ejército, casi me morí del susto.

Ahí su Jefe le contó lo acontecido arriba del puente, Juanjo no encontraba palabras para expresarse, estaba ante un hombre que se la había jugado para salvarle la vida, solo lo miró enmudecido.

- Quédate tranquilo, le dijo su superior, y agregó, ahora tú tienes que cuidarme a mí, ya que si haces algo que perjudique nuestro desempeño, pagaré con mi vida. Expresándose mediante palabras entrecortadas, el joven soldado le agradeció efusivamente y le prometió que jamás le fallaría.

Afortunadamente para ambos, no ocurrió nada anormal que perjudicara a su batallón, posteriormente Juanjo, debido a las necesidades de la guerra, fue trasladado a otro regimiento. 

En esta nueva destinación, le tocó participar en una gran batalla, que se llevó a cabo en medio de unos extensos trigales maduros. En un momento dado y aprovechando el desorden del momento huyó junto a dos compañeros, y se pasaron al bando nacionalista, poco tiempo después terminó la guerra, con el triunfo de estos últimos.

Finalmente, en esa tarde estival, a la oscura sombra de ese antiguo y vetusto puente de piedra romano, la suerte de vivir de Juanjo y la existencia de las siete hermosas Escarraz Aldanso y toda su descendencia, estuvieron tan solo a centímetros de ser truncadas por una bala, disparada ... justo cuando nadie lo esperaba.




Fin
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Doy las gracias por este enriquecedor retazo de mi vida temprana, a esa hermosa familia europea, que llegó a este remoto confín, desde las lejanas tierras de Cervantes.