martes, 7 de marzo de 2017

Fundo Copihue, Noviembre de 2016

Cuando me faltaba poco para cumplir 14 años de edad y después de aprobar con empeño el primer año de humanidades, en el Liceo Nocturno Coeducacional Mixto de Collipulli, llegaron las ansiadas y merecidas vacaciones de verano del año 1952. Como siempre mi querida tía Lily, quien es a la vez mi madrina de bautizo, me invitó junto con mi hermano Duberly (el Dube, un año menor que yo), a pasar la larga temporada estival de ese año, en el fundo que administraba su marido, el recordado tío Cano.

En la carta que me escribió, me señaló claramente la forma de llegar a ese lindo lugar denominado fundo Copihue, ubicado cerca del pequeño poblado de Rariruca.

Nuestros papás estuvieron de acuerdo con este viaje y para tales efectos, nuestra madre Francisca, nos lavó, remendó y planchó las pilchas necesarias para nuestra larga estadía en el campo, también nos entregó los pesos necesarios para comprar los pasajes, y por supuesto muchos y sabios consejos: que nos portáramos bien y le obedeciéramos y ayudáramos en todo a la tía Lili.

Cuando llegó el ansiado día de la partida, nos despedimos afectuosamente de la mami y también de nuestros hermanos menores, que con pena y una pizca de envidia nos vieron partir. A fin de llegar a ese alejado lugar, era necesario que abordáramos el tren de pasajeros, que a media mañana pasaba hacia el sur. Como siempre lo hacíamos en estos viajes, llegamos unos 20 minutos antes del horario de embarque, pensando que si uno llega a la hora o atrasado a la estación, lo va a dejar el tren, mi papá se puso en una pequeña fila y nos compró los pasajes, estos eran unos cuadriláteros de cartón bastante rústicos y había que tenerlos a mano cuando el conductor pasaba revisándolos.

La locomotora apareció por el norte con unos 15 minutos de atraso, piteando y echando humo y vapor, apenas se detuvo el convoy con una chirriadera de frenos, nos despedimos con un abrazo fuerte del papi, enseguida portando nuestros bultos y paquetes, subimos al carro de tercera que se detuvo frente a nosotros, no viajaban muchos pasajeros, por tal razón fue fácil encontrar un lugar en que ambos quedáramos sentados junto a la ventanilla, acomodamos nuestro escaso bagaje en los maleteros ubicados en la parte alta del carro y, después de un largo pitazo, partió el tren. Agitamos nuestras manos en señal de despedida al papá y, acto seguido, el convoy atravesó el imponente viaducto del Malleco y ya más relajados nos fuimos mirando entretenidos el paisaje que pasaba raudo por delante nuestro, el viaje duró alrededor de una hora hasta llegar a la ciudad de Victoria, lugar donde debíamos transbordar al ramal ferroviario que terminaba en la localidad de Lonquimay, con mucha premura nos bajamos cargando nuestro equipaje y nos cambiamos de tren.

Esperamos sentados unos 15 minutos en el carro que nos tocó, hasta que partió el pequeño convoy, compuesto por una locomotora a vapor más chica que la del primer tren y cuatro carros de pasajeros. Traqueteando y resoplando inició su azaroso avance, para tratar de alcanzar las alturas de Los Andes. Después de viajar una media hora, llegamos a nuestro lugar de destino, el pequeño poblado y estación ferroviaria de Rariruca, cuando bajamos del tren, miramos para todos lados y al final dimos con el campero que nos estaba esperando, esta persona enviada por el tío Cano para llevarnos hasta el fundo, nos trajo dos caballos tusones ensillados.

Que felicidad tan grande cuando vimos los pingos, como pudimos nos encaramamos arriba de las monturas, que estaban cubiertas por mullidos cueros de cordero, agarramos firmemente las riendas, metimos los pies en los estribos, pusimos nuestros bultos por delante y partimos al tranco, conversando con el lugareño que nos fue a buscar; le hicimos mil preguntas, que él, con paciencia campesina, respondió; se trataba de un personaje moreno, curtido por vientos, soles y lluvias, producto de vivir permanentemente al aire libre. Tenía una pierna de palo que, según nos enteramos después, se la cortó un tren cuando era pequeño, aunque así y todo era un jinete muy diestro. 

No demoramos casi nada en salir del pequeño poblado y empezamos a recorrer un largo y polvoriento camino bordeado de grandes árboles chilenos; era un suelo trumao con muy poco ripio, por lo que los caballos levantaban bastante polvo. Esta ruta antigua era cruzada por muchas vertientes y tenía innumerables cuestas y curvas. 

Después de más de una hora de caminar al tranco de los llocos (caballos), llegamos a las puertas de entrada del fundo Copihue. El predio al cual estábamos arribando, tenía alrededor de dos mil quinientas hectáreas de extensión, hacía pocos años que se estaba abriendo espacio para la agricultura y ganadería así que todavía quedaban unas mil hectáreas de montaña chilena (bosque nativo) virgen, donde crecían grandes robles, raulíes, coihues, laureles, avellanos, lingues y tantos otros cuyo nombre no recuerdo en este momento. En los espacios habilitados para la ganadería había enormes rumas de árboles que habían sido derribados con hachas y corvinas. En estos espacios cercados con palos parados o tranqueros se manejaba una gran cantidad de vacunos, caballares y ovinos, también se ocupaba parte de estos lugares despejados denominados roces, para sembrar pastos forrajeros y cereales tales como trigo y avena.   

Cuando llegamos a las casas del fundo, nos recibieron la tía Lili, el tío Cano y sus dos hijos mayores (aún pequeños) nuestros primos Juanito y Mabelita. Vivían en una casa bastante grande y usaban el segundo piso, ya que la dueña del predio, doña Mercedes Badilla Padilla, tenía reservada la parte baja, la cual ocupaba muy de tarde en tarde ya que residía casi permanentemente en la ciudad de Santiago.

Nos instalamos en una pieza con dos camas, que la tía nos arregló con mucho cariño, y desde ahí comenzó nuestra estadía en ese paraíso de la naturaleza, hoy desde la distancia de los años lo aprecio más que nunca, recuerdo sus verdes infinitos, el cielo siempre azul, las frescas aguas de sus innumerables arroyos, vertientes, esteros y ríos, todo tenía ese sabor dulce de la infancia y la adolescencia, las manzanas parece que eran más rojas, los quesos más sabrosos, las sonrisas más abiertas y por sobre todo el cariño y el afecto que nos brindaban nuestros tíos y primos era sin dobleces. 

Los días transcurrieron plenos de aventuras, por las mañanas, el tío mandaba que nos tuvieran dos caballos ensillados para salir a recorrer y ayudar a arrear los piños de animales, en algunas oportunidades con mi hermano corríamos carreras a rienda suelta, talón y varilla. El Ángel de la Guarda debe habernos tenido mucha consideración, ya que nunca, a pesar de nuestras imprudencias, tuvimos una caída o un accidente. Con el pasar de los días nos volvimos diestros en el manejo de riendas, monturas y monturas así como en ensillar los pingos y arrear vacunos, ovinos y caballares, participábamos prácticamente en todas las variadas actividades que diariamente se llevaban a cabo en ese predio. En algunas ocasiones visitamos el lugar donde se procesaba madera nativa de primera, también recorrimos los espacios en el bosque donde los campesinos estaban botando inmensos árboles, con los cuales se alimentaba el aserradero de donde salían transformados en tablones, postes, tranqueros, etc. La mayor parte de la producción se comercializaba y el resto se ocupaba en el mismo fundo. 

Cuando andábamos por los potreros con nuestras hondas de elástico, que nunca dejábamos en casa, le corríamos piedrazos a los abundantes choroyes (loros pequeños) que siempre se ubicaban muy alto en los árboles, era raro que lograramos pegárles.

Con el Dube teníamos una cancha de saltos para caballos, en un potrero donde había montones de restos de maderas, palos y troncos arrumados, los cuales usábamos como obstáculos para saltar con los pingos. En una ocasión me dispuse a traspasar un montón de palos que a simple vista se veía pequeño, sin pensarlo dos veces, chicotié el pingo y partí a mata-caballo hacia la ruma, pero al llegar ahí, el rocín se retacó porque el salto que tenía que dar era descomunal, él caballo había dimensionado correctamente el brinco que tenía que realizar (cosa que yo no había hecho), pegó como un latigazo con el cuerpo y se elevó para pasar los tres metros de ancho que tenia la ruma de marras, con el envión fui a parar al anca del caballo, de alguna manera me sostuve sobre él y finalmente cuando aterrizó al otro lado, llegué al cogote de la pobre bestia, con empeño y mucha suerte logré mantenerme sobre el animal y regresar a la montura, me llevé un tremendo susto y quedé con el trasero muy dolorido.

Algunas veces, después de andar toda la mañana a caballo y dar mil vueltas por los amplios espacios, terminábamos -como se dice vulgarmente- con la lengua afuera, y para recuperarnos nos bañábamos en una piscina artesanal, que estaba ubicada al fondo del jardín y que era alimentada por un fresco chorrillo que corría desde el monte. Estas heladas aguas nos refrescaban y reconfortaban por lo que nos quedábamos un buen rato allí y como habíamos aprendido a nadar como a los ocho años de edad, bañándonos en el río Malleco, prácticamente no corríamos riesgo alguno.

Nos tocó participar también en el gran arreo anual de todos los animales del predio, para: contarlos, castrarlos, pilcharlos, descornarlos, marcarlos en la oreja y señalarlos con marca de hierro caliente, esta variada función duraba alrededor de tres agotadores días, nos acostábamos a la hora de los quesos (tarde) y nos levantábamos al canto de los gallos. Se hacía una gran minga (comida) y se cocinaba para toda la gente que participaba, que eran muchos, en esta ocasión se carnearon dos vaquillas y varias borregas. Para efectos de alimentar al gentío grandes ollas y asadores tenían pega permanente durante esos agotadores y enriquecedores días, el tinto y la chicha de manzana tenían una moderada presencia, ya que todos los participantes, para hacer bien su pega, debían estar sobrios y alertas, porque los vacunos nerviosos y doloridos por los procesos a que se veían sometidos, podían embestir, cornear, patear u atropellar a quienes no estuvieran alertas.

Otra de las permanentes actividades diarias, era la faena de la ordeña, para este fin, cada día por la tarde se separaban los terneros de las vacas, que eran alrededor de 100, los guachos -como se les dice en el campo a los becerros- eran encerrados en recintos especiales en la bodega donde funcionaban la lechería y la quesería. Las vacas eran arreadas hasta un potrero cercano, donde pastaban y permanecían toda la noche. Por la mañana siguiente muy temprano, eran traídas por un campero hasta un corral que estaba contiguo a la lechería.

Ahí unas 10 personas jóvenes, en general mujeres, se preparaban para comenzar este trabajo, unos mozos ataban las vacas a un varón (poste) y las maneaban (les amarraban las patas traseras), posteriormente soltaban el ternero que correspondía a cada vaca, este se venía derecho hasta donde estaba su madre y se ponía a mamar desesperado, ahí entraban en función las lecheras, después de unos 5 minutos el ternero era atado con un lazo y separado de la vaca, entonces los lecheros y lecheras se sentaban en sus banquetas, se ponían un balde entre las piernas y comenzaba la ordeña a mano. A medida que se iban llenado, se vaciaban en un gran recipiente. En esta faena, ocurrían variadas situaciones peligrosas, en algunas oportunidades llegaban vacas a las que nunca les habían puesto un lazo y eran muy bravas, incluso en una o dos oportunidades, estando atadas a un varón y de tanto echarse para atrás con el cordel al cuello, murieron ahorcadas.

Con esta leche, obtenida en muchos casos con gran riesgo, se hacía un solo queso enorme, redondo como una rueda de carreta chancha, que se dejaba madurar en una zaranda colgada a gran altura, posteriormente cuando estaban listos, se despachaban a Santiago para que la dueña del predio, que residía allá, los comercializara.

También en el mes de febrero, se cosechaban unas 200 hectáreas de trigo sembradas el año anterior, cuadrillas de hombres contratados de afuera, con hechonas cortaban la caña del trigo maduro y confeccionaban gavillas que iban amontando en el potrero, posteriormente carretas con barandas de coligüe, muy altas, manejadas por trabajadores muy diestros en el uso de horquetas, acarreaban todos los atados y los apilaban en la era, lugar en que estaba instalado el equipo trillador, compuesto por la máquina y un locomóvil de gran tamaño que funcionaba a vapor, ambos estaban unidos por una larga y gruesa correa que se mecía al compás del gran volante que poseía esta importante máquina motriz cuya caldera era alimentada con leña seca y agua constante para producir vapor, tenía el motor un ritmo tan especial, que aún hoy me parece escucharlo y relacionarlo con esos lejanos e incomparables días.

Con el Dube y el Paulino, que era un joven ayudante de las casas patronales, íbamos a sacar choroyes nuevos, siempre los nidos de estos se ubicaban en grandes árboles secos y los huevos los ponían en los huecos de dichos palos, nunca a menos de veinte metros de altura. Teníamos una vieja escalera que estaba en desuso, la agrandamos un poco más y en una punta le pusimos un par de ruedas y en  la otra un coligue atravesado que hacía las veces de yugo para transportarla, parábamos la escalera en el tronco escogido y cuando ella no alcanzaba hasta el nido, íbamos clavando peldaños de palo que previamente habíamos confeccionado, incluso con clavos a medio enterrar y de esta peligrosa manera llegamos a veces hasta el hueco de los palos donde estaba el nido, aquí creo que también nos protegió el Ángel de la Guarda ya que mirado desde hoy, pienso que era una maniobra de alto riesgo y requete peligrosa.

Me acuerdo siempre que el veinte de enero de ese año, mis tíos y primos partieron en auto a Yumbel, a pagarle una manda que habían hecho a San Sebastián, el Dube y yo quedamos alojados solos en esa gran casa, pero como nos habían contado que la dueña del fundo tenía pacto con el diablo, nos acostamos muertos de miedo y cualquier crujido o correteo de ratones nos hacía saltar a la cama. Al más mínimo ruido que escuchábamos parecía como si el “cola de ballico” nos fuera a caer encima, aquella noche fue espantosa, infinitamente larga, no dormimos casi nada, cuando empezó a alumbrar el sol, sentimos un gran alivio, nos levantamos rápidamente y los miedos y temores desaparecieron de un viaje. La nana llegó temprano y nos preparó un suculento desayuno, compuesto de tortillas, queso, mantequilla, dulces y un rico café con leche calientito, volvimos a la vida diaria montando a caballo y haciendo mil cosas.

Aún me parece ver al tío Cano, montando en su potro, dirigiendo las maniobras del arreo anual a gritos con el huaserío, para que atajaran a los animales que se estaban metiendo a la quebrada, o diciéndole al Chipe, ¡Arrea esa punta de novillos para que  no se vayan a los quilantos!, o cuando le gritaba al capataz Torres: ¡Anímales los perros a los terneros para que no se metan al río! A su lado como ayudante iba el Paulino al cual, en una oportunidad, el tío lo quedó mirando y le dijo ¡Aprieta la cincha si no vas a terminar en el suelo! Así transcurrían esos días excepcionales entre el ladrido de la perrería, que perseguía  sin tregua por dentro de la montaña a los animales caitas (salvajes) para juntarlos con el piño así como se escuchaba por todos lados el griterío permanente de la gallada, mientras camperos y capataces arreaban juntos esa inmensa masa de vacunos.

Había también unas dos mil ovejas que todos los años eran esquiladas, se castraban los machos y se les cortaba la cola a todas. Al mismo tiempo se tenía separados a los carneros que eran alrededor de veinte y que todo el día en su potrero especial, se estaban dando cabezazos, que retumbaban estrepitosamente en los montes, estos machos eran animales muy fuertes y hasta peligrosos, el personal encargado los juntaba con los piños de ovejas más o menos en Junio, para que las pariciones de los corderos se produjeran al comienzo de la primavera.

Hoy en día ya viejo, agradezco esa infancia y adolescencia hermosa, en la cual mi tía Lili, el tío Cano y mis primos jugaron un papel importante, muchas veces estuve en su casa, y siempre fui bien recibido y mejor atendido.

Soy un agradecido de la vida, de mis padres, hermanos, tíos, parientes y amigos, ojalá el tiempo se hubiera detenido en ese entonces, pero desafortunadamente no es así la vida, siempre en el alma queda ese dulce sabor de la infancia, adolescencia y juventud llena de aventuras, correrías y vivencia que nunca volverán.  


FIN

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