martes, 29 de noviembre de 2016

Añoranzas

Atrás quedaron las rojas tierras del anciano cacique Lemún, descendiente de indomables mocetones que mantuvieron a raya, durante siglos, a la cruz y a la espada, atrás quedó la vieja y humosa capital de Don Pedro y Doña Inés, atrás quedaron las interminables plantaciones de pinos y eucaliptus, que ahogaron y reemplazaron los verdes follajes de ese paraíso que fue la altiva y sacrificada selva araucana, tapizada en el pasado de frondosos raulíes, esbeltos pellines, olorosos laureles y tantos más. Atrás quedó el escarnecido Bío-Bío, regado de lágrimas ancestrales, atorado de arena, heces y malolientes residuos de las grandes fábricas, atrás quedó la Patagonia gélida, imponente y hermosa, la Trapananda de los sueños, donde las almas de Tehuelches, Chonos, Yaganes y Alacalufes vagan desconsoladamente por los yermos páramos y las desmembradas costas.

Ahora aquí, donde como telón de fondo se yerguen las imponentes fraguas de vulcano, siempre emponchadas de nubes y con sus pies bañados por el dulce mar de Pérez Rosales, pienso que los años han pasados raudos, ¡diría más!, veloces, tan veloces como si no fuera cierto, han transcurrido más de diez lustros, desde que bajo la corona de hierro del encajonado y alegre río Malleco, después de refrescantes baños, junto a tantos amigos de la infancia, me tendía de espaldas en las piedras o en la arena, envuelto en la calidez del sol estival, hilvanando sueños, mirando pasar raudas las nubes de mil formas, compitiendo veloces por esa cancha azul del cielo infinito, pensando con deleite en las rojas cerezas de diciembre, en el juego de la tarde, en las onces con galletas de miel, en las manos de mi madre y tantas cosas ingenuas que llenaban dulcemente  mi vida en ese lejano entonces. Pero todo lo barrió el tiempo cruel e implacable, toda esa infancia dichosa se hizo trizas con la dura realidad de la vida, tempranamente se fue mi madre, los amigos crecieron y desaparecieron, pero esos recuerdos luminosos, verdaderas joyas de la juventud, permanecerán atesorados para siempre en el mejor rincón de mi memoria.

martes, 22 de noviembre de 2016

Los Custodios del Entierro

Dibujo: Marcelo Poo Rocco
Hace ya un montón de años, cuando todavía Chile celebraba con júbilo el tercer lugar obtenido en el mundial de fútbol de 1962 y el Paleta aún sentaba sus reales en La Moneda, ocurrió algo sobrenatural, que me fue relatado por la persona a la cual le aconteció este misterioso hecho, no soy muy crédulo de estas cosas, pero lo que me contó Elena con lujo de detalles con la verdad en sus ojos, si lo creo y por eso mismo, dando fe de ello, he decidido intentar narrarlo de la mejor forma posible, para compartirlo con ustedes.  

Ella en esa época, muy joven, fue contratada como maestra en la Escuela Rural Nº 15 (camino de Guadaba a Miraflores) en un lugar llamado San Ramón, ubicado en los faldeos de la cordillera de Nahuelbuta, al sur de la antigua y heroica ciudad de Angol.

Su familia en esos tiempos vivía en Collipulli y ella todos o casi todos los fines de mes viajaba hasta esa ciudad, el itinerario que usaba siempre era el siguiente: cabalgaba desde la escuela hasta la estación ferroviaria de Los Sauces donde abordaba un tren que mediante un transbordo en Renaico, la llevaba hasta Collipulli, por esas ventanillas de los trenes de antaño ella contemplaba pasar veloces los hermosos paisajes sureños que la relajaban y le acortaban el camino para llegar a casa y ver a sus seres queridos.

El domingo por la tarde, después de compartir y disfrutar con su numerosa familia compuesta de papá, mamá y trece hermanos y hermanas, regresaba mediante el mismo sistema de viaje, pero a la inversa, hacia su lugar de trabajo. Cuando llegaba  a Los Sauces, un alumno de su curso llamado Manuel, Manuelito para ella, llegaba a esperarla montado a caballo y traía el de Elena de tiro, este equino muy manso, en el cual cabalgaba, se lo había regalado don Aurelio, su padre, un muy buen hombre a quien tuve el privilegio de conocer y que por esas fechas se desempeñaba como administrador de un fundo triguero y ganadero en Lolenco, muy cerca de Collipulli.

En la oportunidad en que este hecho ocurrió, es decir esa tarde primaveral de domingo asoleada y calurosa de 1963, fue a esperar a Elena su pupilo, como tantas otras veces. El camino por el cual transitaban, estaba reseco y polvoriento, muy cerrado, rodeado de bosques y pequeñas vertientes, que refrescaban un poco esa cálida tarde, en esos años recorrido solo por caballos, carretas o piños de vacunos. A los costados de esta ruta, pequeños predios se sucedían unos a otros, la mayoría de ellos estaban adornados de trigales, por esos días de un verde profundo, peinados en grandes ondas por las suaves brisas del sur y como una sinfonía de la primavera, miles de abejas batiendo el aire con sus alas de cristal hacían su trabajo eterno e incansable, los zorzales y las tencas le cantaban a esa tarde luminosa, la nota quejumbrosa la ponía el arrullo de las torcazas desde el fondo de los bosques, como anunciando que algo inusual ocurriría.

El chico que la acompañaba, seguramente porque tenía hambre o sed, apuró el tranco de su lloco (caballo) para llegar luego a casa, ella cabalgaba detrás de él, como a una cuadra de distancia, e iba seguramente pensado en lo que haría el lunes con la inquieta muchachada de su curso cuando, por un momento y en forma muy sutil se produjo una especie de quietud silenciosa, las aves no se oían y la fresca brisa austral dejó de mover los trigales, fue como si el tiempo se hubiera detenido por un instante, esto la inquietó y levantó la vista, observó que frente a ella venía caminando un anciano de baja estatura, patichueco y encorvado, vestía pantalones de un tono oscuro con múltiples parches y remiendos, llevaba puesta una manta chica, color del suelo, con tantas hilachas que casi parecían flecos, su cabeza estaba cubierta por un deteriorado sombrero, sumido hasta las orejas, debido a lo cual prácticamente no se le veía la cara, calzaba retobos de lana y rústicas chalas de cuero de vacuno encorrionadas hasta más arriba de los tobillos, su andar era cansino y derrengado y lo hacía con un halo de misterio difícil de entender, al hombro agarrado con sus oscuras y crispadas manos llevaba un raído saco que seguramente contenía todas sus pertenencias terrenales, le acompañaba un perrillo, muy pequeño de raza indefinida que avanzaba cojeando delante de él.

Cuando se cruzaron en el camino Elena lo saludó pero él no levantó la cabeza ni dijo nada, solo pasó a rozar levemente el estribo de su montura, esto le produjo un ligero escalofrío sin saber porqué. La actitud del personaje le pareció muy rara ya que toda la gente de esos lugares acostumbra saludar con amabilidad a las personas que se les cruzan o que se encuentran a la vera del camino, intrigada detuvo su caballo y se volvió a mirar hacia atrás, pero ¡oh sorpresa ! ya no estaban ni el viejo ni el perro, literalmente desaparecieron. Le pareció rara esta insólita situación y se preocupó, apuró el paso de su caballo y alcanzó al niño, le consultó quién era ese personaje tan desatento que no le respondió el saludo, el alumno la quedó mirando con carita de susto, ella le señaló las características del hombre y el can con que se había cruzado, ante esta aclaración el niño le señaló :

¡Señorita yo no vi a nadie! 

–y luego exclamó muy asustado: ¡El viejo y el perro!

¿Que pasa ? – le preguntó ella.

El le dijo con voz temblorosa y entrecortada que se trataba de unos fantasmas que se aparecían en ese tramo del camino, dicho esto, picó espuelas y arrancó a galope tendido como si hubiera visto al mismísimo diablo, casi de inmediato se perdió en una nube de polvo y no paró de chicotear su pobre bestia hasta que llegó a la escuela.

Elena, dadas las circunstancias, con preocupación miró para todos lados y sin entender bien lo que le farfulló Manuelito, apuró su pingo y rápidamente llegó al colegio, al lado de la cual había una vivienda en la que pagaba pensión.

Los habitantes de dicha casa estaban reunidos fuera de ella, el niño ya les había contado lo sucedido, después de desmontar les preguntó con preocupación, ¿Que fue lo que pasó en el camino? ¡Quedé desconcertada con lo que me dijo Manuelito, no logré entenderle bien!

Las personas le aclararon muy agitadas que se encontró con la aparición del viejo y el perro, le señalaron que con anterioridad también los vieron otras personas, algunas de las cuales casi se murieron de susto, pues sabían acerca de esa historia, a la vez le aclararon que no les hacían ningún mal a las personas con las que se cruzaban, después de esta explicación le preguntaron si vio bien donde desaparecieron, ya que según una antigua leyenda en ese lugar había un entierro de mucho valor, Elena no lo pudo precisar, pues no tenía idea de que en ese tramo del camino se presentaba esta pareja tan singular, Manuel que estaba en el grupo, ya más calmado, le aclaró que no vio ni se cruzó con estos personajes, tampoco observó que entraran al camino por ningún lado, debido a esto, quedó muy claro que ese día solo ella los pudo contemplar.

Posteriormente transitó muchas veces por esa misma ruta, siempre con un poco de susto, pensando que sí esta vez se iba a fijar donde desaparecían, pero nunca más volvió a encontrarlos.

Con este acontecimiento pasó a integrar la corta lista de las personas que se han cruzado con este dúo enigmático e incorpóreo, lo que si le quedó grabado para siempre fue el instante en que el anciano le tocó el estribo de su montura cuando no le respondió el saludo.

Lo que aquí he señalado es verdadero y le ocurrió a Elena Venegas González, la Nenita como le dice cariñosamente don Choti, su homo fidelis, profesora normalista hoy ya pensionada, que atesora en su corazón éste y muchos otros recuerdos hermosos de sus años de juventud, entregados a la enseñanza de generaciones de niños en los faldeos de la cordillera de Nahuelbuta.

El mentado entierro, es probable que siga allí, aún nadie ha visto el lugar exacto en que desaparecen el viejo y el perro, quizás algún día, alguien a quien se le aparezca este par de duendes misteriosos, pueda hallarlo y disfrutar de las míticas riquezas que posiblemente están enterradas a la orilla de ese antiguo y polvoriento camino.

A lo mejor todo lo del tesoro fabuloso, es sólo un cuento de viejas o una historia creada alrededor de una fogata y allí hay enterrado solo sueños.

Lo que si es cierto, es que por esos lugares transitan un par de almas en pena, que quieren recordarnos a los que hoy caminamos por este mundo, que la vida sí es un verdadero tesoro invaluable, para que la cuidemos y disfrutemos y no nos ocurra la desdicha de perderla trágicamente como a ellos seguramente debe haberles sucedido.

jueves, 17 de noviembre de 2016

La Tórtola y el Álamo

La primavera vestida de verdes infinitos y el verano con sus soles rutilantes se habían ido, el otoño teñía de oro viejo el valle donde el orgulloso álamo, ya por muchos años, hundía sus raíces en la madre tierra. Nació allí cuando los espacios eran más amplios, sus compañeros más numerosos, el aire más diáfano y las aguas cristalinas, pero el siempre estuvo solo. Por su porte y gallardía de gran señor sobresalía sobre todos los demás, los amaba como un padre o un hermano, sufría cuando alguno de ellos caía abatido por el tiempo o el implacable filo del hacha, pero el siempre deseó encontrar  a alguien a quien amar de verdad y poder abrirle su alma.

Envidiaba a sus hermanos, cuando las aves se posaban en sus ramas, hacían sus nidos, se amaban y recibían el sol de la mañana con una algarabía de trinos y lo despedían por la tarde también cantando. Le agradaba la eterna alegría de vivir de las avecillas, pero a el no llegaban, sus altas ramas eran mecidas constantemente por el viento y a los pajarillos no les complacía eso.

Pero un día luminoso de otoño, una joven y hermosa tórtola cruzó frente a el, la delataba la suave plumilla que  asomaba por su lustroso plumaje, su confianza en el mundo, su dulce mirada, había nacido solo en la primavera reciente, voló grácilmente hacia un extenso potrero, la vio posarse entre el rastrojo de girasoles a buscar sus deliciosas y apetecidas semillas, de vuelta por la tarde, cansada giró en torno a él, si hubiera podido habría estirado sus ramas y aumentado su follaje para ofrecerle un descanso, pero ella siguió y se detuvo en un frondoso sauce, se acicaló y arrellanó en sus ramas, llegó la fría noche y se durmió, el álamo quedó triste, pero pensó en el nuevo día y dijo para si, mañana estaré en mis mejores formas, mis hojas las tendré más hermosas y doradas, me moveré muy suavemente con los vientos del norte y ella llegará hasta mi.

Despuntó el nuevo día luminosamente, se desperezó el valle, la leve niebla huyó hacia los montes, renació la vida dormida, nuestro espigado árbol palpitó con la suave brisa matutina, la vio acomodar su plumaje, lanzó un suave arrullo y saltó suavemente al vacío, tembló, más ella desplegó sus jóvenes alas como una bailarina de ballet, pasó tan cerca casi tocando sus hojas y planeó hacia el fondo del valle. Corrió dolorosamente el día para el álamo, estaba allí clavado al suelo y sus hojas como lágrimas, tapizaban lentamente la tierra y pensaba si fuera primavera y mi follaje fuera nuevo, en esas tristes cavilaciones estaba cuando la vio regresar, vino directamente a él, se sorprendió y tembló entero, ella voló dos veces en su contorno, disminuyó levemente su velocidad, giró su cuerpo y se detuvo en su rama más añosa, gruesa y protectora, miró con precaución a todos los rincones, se acomodó, dobló sus leves extremidades, apoyó su pecho en la rama, escarmenó su plumaje, se quedó quieta mirando como el sol terminaba un nuevo recorrido, dos tiernos arrullos escaparon de su garganta antes que la luz se apagara en el horizonte, puso su cabecita bajo una de sus alas, confió en el árbol que la sustentaba y se durmió.

Desde el momento en que ella se detuvo en su alto ramaje, se quedó quieto como aletargado de felicidad, sintiendo su suave peso y su leve respirar, y se dijo, ella confía en mi. Su felicidad no se podía medir en esos instantes, estuvo toda la noche como una madre acunando a su hijo en brazos, nada hizo que la asustara o la sacara de su dulce sueño, era hermosa, de finas líneas, la amaba desde siempre, la espero desde que era un frágil arbolillo.

Completó la clara, fría y romántica luna, su camino a través de la noche, se fue por detrás del mar mirando de reojo como el astro rey, majestuosamente remontaba las altas cordilleras. La claridad despertó a la tortolilla, se desperezó y miró alrededor, alisó sus plumas, se paró y saltó al espacio, tembló de nuevo el árbol, mas ella grácilmente voló hacia la niebla sutil que aún cubría el adormilado valle, por el fondo del cual, ya hacía bastante tiempo, cruzaba una ruidosa carretera, un par de vehículos se desvió de ella y avanzaron tierra adentro, se detuvieron, de ellos bajaron compuestos cazadores, el ya los conocía, como hubiera querido gritar a su tortolilla amiga, pero estaba mudo, temblando sintió el estruendoso retumbar de los disparos, huyeron despavoridas las aves, el álamo estaba muriendo por dentro, era insoportable esa larga espera, cuanto deseó en esos instantes poder volar para acompañarla y protegerla. No la vio venir, ella llegó por detrás de él, preocupada y asustada por aquello que desconocía, se detuvo en la misma rama, pensó el decirle mil cosas, quédate aquí, no te muevas, yo te protegeré con mis ramas, tengo ya tantas heridas que han sanado, mil más por ti las soportaré sin queja, como deseaba en esos instantes haber tenido apetitosos frutos, para que ella pudiera alimentarse sin tener que arriesgarse en el llano, y así, cada vez que ella partía por las mañanas, moría lentamente, renacía con su vuelta, era todo su mundo, la llegada de la noche lo embargaba de felicidad, era suya, la sentía parte de él, la adoraba, deseaba que las horas se detuvieran eternamente, sus días giraban en torno a ella, llegó a odiar al sol que le daba la vida, por que con su luz se la quitaba.

Avanzaba el otoño y se iba quedando desnudo, sabía que su suerte estaba echada, ella se iría, pero se aferraba como un náufrago a un madero de que esto no sucedería, que ella viviría eternamente en el, más sufría intensamente. Su miedo y su temor ante lo inevitable no se podía ni siquiera asemejar a la cruel jugada que le tenía deparado el destino, una gélida y nebuloso mañana de finales de otoño, cuando aun oscuras brumas como velos cubrían el valle, varios cazadores ingresaron a él, trajes crípticos, hermosas armas, pasos silenciosos, voces quedas se ubicaron en estratégicos lugares en espera de la llegada de las aves, quebró la paz del valle el ensordecedor estruendo del primer disparo, fue un sacrilegio a la quietud y una afrenta a la belleza indescriptible del amanecer, lo siguieron muchos más, con cada uno de ellos el temor del álamo se acentuaba, pero como siempre confiaba en la buena suerte de su amada para salir indemne de estos trances. La vio venir volando recto pero dificultosamente, con gran esfuerzo alcanzó su rama preferida, sintió como si una estocada lo hubiera atravesado, escuchó su respiración entrecortada, profusas gotas de sangre humedecieron su corteza, una espumilla rosada broto de sus pequeñas fosas nasales, se echó en la rama, tembló su pequeño cuerpo, dobló su bella cabecita y se quedó quieta.

Abajo se sintieron gritos de cazadores, ¡allá está!, exclamó uno, dispararon muchas veces hacia la gruesa rama, más el ave no cayó, el árbol quedó desgarrado por cientos de dolorosa llagas, la sangre de la tórtola empapó las heridas del álamo, mezclándose con su savia, al secarse ambas, quedaron unidos indisolublemente, fundiendo en uno solo sus lastimados cuerpos.

El que tanto la amaba y que deseó mil veces tenerla junto a él, ahora era su dueño para siempre, pero a que precio, quedó convertido en su catafalco, con sus laceradas ramas elevadas hacia el cielo, mostrando el frío y frágil cuerpecillo de su amada. Cuanto esperó y cuan efímera fue la alegría, que terrible destino le había correspondido, todo fue como un suspiro, siempre los tiempos hermosos son tan cortos y las esperas y sufrimientos infinitos.

Lo despojó el crudo invierno de sus últimas hojas, solo quedó con su tortolilla llorando por sus heridas, deseando que un rayo, una tormenta o el filo de un hacha pusieran fin a su sufrir. Cuando vio venir al leñador en ese frío amanecer y sintió desgarrarse su tronco con los certeros cortes del acero, una gran paz interior lo embargó, cayó pesadamente, se quebraron muchas de sus ramas, pero aquella a la que estaba unido el pequeño cuerpo del pájaro no se desprendió, miró el labriego su obra, recorrió el alargado despojo, afirmándose en el astil de la herramienta, fijó su mirada en la rama donde aun permanecía el resto del ave y dijo para si, como preguntándose, ¡que raro, a este viejo álamo le estaban saliendo plumas! ¿Habrá querido volar?.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Río Malleco

Este bello río nace mansamente de la entotorada laguna Malleco, de la cual hereda su ancestral nombre. Comienza su discurrir bajo un dosel de verdes infinitos, avanzando con suavidad y finura por un enrocado fondo y violentamente, sin previo aviso, se desploma hacia el abismo y sus aguas revueltas y espumantes reinician su vertiginosa carrera hacia el mar avanzando por un profundo cañón, que un glaciar, horadó laboriosamente durante miles de años, con las afiladas aristas de sus bordes.

Sus abruptas laderas aún están tapizadas de verde y todavía luce en sus rocas descubiertas, las profundas huellas que le dejaron a su paso los hielos milenarios, parece como si un gran león hubiera afilado las garras en sus empinados riscos.

Por este hondo cajón, el río avanza inclaudicable hacia su destino, va como en un gran desfile de parada, saltando sobre rocas, maderos destrozados, formando grandes y silenciosos raudales (pozones profundos) y también pequeñas y alegres cascadas, a las que el les pone el ritmo y la música, los viejos árboles apostados a sus riberas, junto con el viento aplauden su paso victorioso. No es grande ni pequeño, pero por sus orillas ha visto pasar miles de años de historias y tragedias, creo que representa mejor que nadie, la naturaleza indómita de la Araucanía y honra la bravura de quienes han vivido y muerto a sus márgenes.

En sus fértiles vegas vivieron en el pasado numerosos grupos de aborígenes en armonía perfecta con sus aguas y su entorno, él les proporcionó protección con sus altas paredes, bebida fresca, baño para sus cansados cuerpos, los frutos de sus árboles y los peces de sus profundidades. Sin duda alguna, muchas generaciones de ellos habitaron en un paraíso incomparable y como un tributo de respeto y amor, en las frescas orillas enterraron sus muertos dentro de humildes cántaros de greda, para que nunca dejaran de escuchar el murmullo de sus aguas.

En el siglo XIX mas o menos entre los años 1865 y 1885, este río se transformó en un hito histórico, durante esos largos y transcendentes veinte años fue la última frontera entre los ancestrales dueños de la tierra y los que del otro lado del mar, venían a quitársela, a sus orillas se asentaron fuertes y caseríos como Curaco, Perasco, Collipulli, Mariluan, Chihuaihue y otros, todos capitaneados por la vieja e histórica ciudad de Angol, hasta allí llegaba el mundo de los huincas, quienes durante todos esos años se prepararon concienzudamente para dar el gran salto, al otro lado los fieros caciques y sus valientes mocetones, sin dar una sola batalla comenzaron a ser derrotados por las armas más letales traídas allende el océano, el alcohol y el engaño.

Me parece increíble que estas morenas huestes, que por más de trescientos años contuvieron a los aguerridos tercios castellanos, fueran barridas en tan corto tiempo por estas armas tan sutiles.

Cuando terminó la Guerra del Pacífico y llegó el gran momento, el gobierno envió las victoriosas tropas del norte a dirigir la colonización de la Araucanía, estas, al toque de trompetas cruzaron sus aguas al galope y conquistaron toda la frontera con muy poca resistencia.

Los nuevos habitantes, de otra raza absolutamente distinta, no convivieron armónicamente con el río y comenzaron con el despojo de sus riberas y valles, sus bosques fueron talados, se despejaron sus vegas y pajonales y el trigo comenzó a teñir de amarillo las rojas tierras, los vacunos y caballares desplazaron sin miramientos a guanacos, huemules y pudúes, el sagrado canelo, los robles, laureles y tantos otros, fueron reemplazados por pinos, álamos y eucaliptus y ya no se escucharon más las trutrucas ni los cultrunes, sus quejumbrosos sones desaparecieron y se cambiaron por el de las guitarras y acordeones.

Frente a Collipulli, sobre una profunda garganta y a finales del siglo XIX, sus nuevos habitantes construyeron el Viaducto del Malleco, imponente mole de acero, de más de cien metros de altura, que unió sus dos orillas por las cumbres y que ha soportado por más de un siglo el paso ininterrumpido de miles y miles de trenes, que han llevado y traído gentes y todas las riquezas generadas en esta joven región.

Aprendí a nadar en las aguas del Malleco, junto con todos mis hermanos y amigos del pueblo, disfruté de mi infancia y juventud pescando, nadando y gozando de su excelsa belleza. He conocido muchos ríos, pero este se me quedó en el corazón. He visto todos sus rincones, lo he admirado por su gallardía y bravura, por lo que representó para las razas primitivas, para los colonos y para todos nosotros.

Podría describirlo de mil maneras, pero lo haré diciendo que es un gran actor con tribunas infinitas, desde las cuales en el pasado, miles de árboles contemplaban como por las mañanas aparecía envuelto en un velo de misterios y de nieblas y se adornaba con millones de gotas de rocío, que como iridiscentes diamantes cubrían hasta sus más apartados rincones. Engalanado de esta forma, esperaba la llegada del sol, quien como un gran ujier irreverente, descorría suavemente esos mágicos cortinajes, para contemplar embelesado la fresca danza de sus aguas, siguiendo acompasadamente la música del viento y de las aves.

Hoy ya no son tantos los árboles asentados en sus riberas, su cauce ha disminuido y hay grandes vacíos en sus tribunas, pero el como Garrick, repite cada día con más entusiasmo su inigualable rutina, ahora por supuesto con algunas variantes, que siguen deleitando de la misma forma a las nuevas generaciones.

Casi siempre le vemos muy suave y tranquilo, pero en algunos inviernos se encarga de recordarnos su poderío incontenible. Viene a mi memoria la imagen de una gran crecida, que aconteció a mediados de la década del sesenta del siglo pasado, oportunidad en que arrastró todo a su paso; viejas pasarelas, casas, animales, árboles, incluso se llevó para siempre el antiguo puente carretero, ubicado frente a Collipulli, joya de la ingeniería del siglo XIX que fuera traída desde las lejas tierras de Atahualpa, éste soportó heroicamente todo un largo día el asedio y embestida de las embravecidas corrientes, pero al fin cedió y en un instante, después de vibrar entero como en una agonía trágica, desapareció en el fondo de las enloquecidas aguas, nada quedó de él, solo en la primavera cuando su cauce bajó, se encontraron algunos restos de hierro oxidados y retorcidos y al mirarlos, nadie se hubiera podido imaginar, que por sobre ellos transitaron casi cien años de historia de la  Araucanía.

Hermano río, hemos destruido tus árboles amados, hemos sacado tus piedras, horadado tus paredes, te pisoteamos mil veces, nuestros desechos y suciedades los hemos vertido desaprensivamente en tus aguas, te hemos humillado de todas las formas, yo que he tenido parte en esta farra, te pido perdón por todo y estoy seguro que en el futuro, quizás no muy lejano, los hombres recapacitarán y se darán cuenta de tu valor y el de todos tus hermanos y sé que enmendarán sus errores y tus aguas correrán de nuevo limpias y transparentes, como cuando coquetamente se miraban en ellas, los negros ojos de Fresias y Guacoldas.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Ponka

Quizás el raro nombre que encabeza esta historia les suene al de un bravo piel roja, galopando con las plumas al viento por las extensas planicies de Norteamérica o al de un invencible jinete de las hordas de Gengis Kahn, asolando implacablemente las frías estepas de Mongolia, pero no hay tal, en realidad corresponde a una más de las tantas criaturas, fieles compañeras del hombre en su duro y agitado transitar por el planeta, es ni más ni menos, que el de una perrilla de raza que en el folklor chilensis denominamos “perdiguera”, nacida a mediados de la década del noventa en las húmedas y lluviosas tierras que circundan el gran lago Llanquihue, mas específicamente en el sector de Collihuinco, compañera de innumerables jornadas cinegéticas emprendidas por sus amos: Checho, Titin y Conrado, todos ellos descendientes de colonizadores germanos, que en el siglo XIX, dejando atrás sus ordenadas y amadas tierras de Alemania, vinieron al fin del mundo a desmontar bosques impenetrables y crear praderas para iniciar la difícil y agitada vida de agricultores.

En una de esas tantas oportunidades en que recorrían cerros y quebradas en busca de las escurridizas perdices, la Ponka adelantándose a los demás perros que batían incansablemente la campiña, rastreo una, escondida y camuflada entre unos tupidos matorrales. En esa ocasión acompañaba al grupo de entusiastas cazadores, Cristian, sobrino de todos ellos, que en algunas oportunidades era de la partida, el cual en ese momento fue el único ubicado más cerca del lugar donde se detectó el ave, pero su posición de tiro no era la mejor, ya que se encontraba en una hondonada y la perra estaba “parando” la perdiz al borde la loma, repentinamente la asustada gallinácea alzó el vuelo, emitiendo su fuerte y característico grito, Cristian medio tropezándose en una champa de tierra, levantó su escopeta con mucha rapidez y antes de que la perdiz traspasara la cima, le disparó al bulto, pero debido a su desequilibrio se le bajó el tiro y este le pegó en gran parte a la Ponka, la que revolcándose por el suelo, aulló de dolor y a duras penas casi arrastrándose llegó hasta donde su amos y se tendió en la tierra sangrando, quedando como muerta, sus dueños quedaron consternados. Mientras el pobre animal acostado de lado respiraba agitadamente como si estuviera en las últimas, allí entre los cazadores se entabló una acalorada conversación de vida o muerte y Checho resumió finalmente la situación diciendo: ¡Esta perra está muriéndose y antes de que siga sufriendo más es preferible mandarle otro tiro para que se vaya de un viaje!.

Pero una cosa es decir y otra muy distinta hacer, Checho, como hermano mayor miró a Titin y le dijo: 
¡Dispárale tu Collolla!

Este lo quedó observando fijamente y le respondió:
¡Porque no lo haces tu que fuiste de la idea!.

Conrado que vive en la ciudad y que estaba expectante ante los hechos, viendo lo difícil de la situación y considerando que alguien debía hacerlo, dijo:
¡Yo se que ustedes la quieren harto, y por esa razón yo voy a cumplir esta ingrata tarea!

Cogió su vieja y fiel tralca calibre 16 de dos cañones, que calculo es mas o menos de una edad similar a la suya, hábilmente amartilló los dos tiros y con el dolor de su corazón apuntó directamente a la cabeza de la Ponka apretando un gatillo, todos se prepararon para escuchar un fuerte estampido, solo se oyó un siniestro chasquido metálico y nada pasó, nerviosamente la encañonó de nuevo, jaló con fuerza el segundo percutor, nuevamente solo se sintió el golpe seco del acero contra el acero, los cuatro se miraron sin decir palabra, por segundos un pesado silencio se adueñó de la escena, iluminada tenuemente por el frío sol invernal, Conrado abrió su escopeta para ver que había pasado y por que razón no salieron los disparos, en atención a que nunca le fallaba y ¡Oh sorpresa!, no tenía cartuchos en las recámaras, increíblemente se había olvidado de cargarla.

Quizás no me atrevería a calificar esto de suerte o de milagro, pero algo de eso hubo allí, puesto que en seguida que sucedieron estos hechos que relato, la Ponka abrió los ojos y se movió tirándose a parar, miró con dolor y ternura a sus amos y yo creo que jamás se imaginó, ni por un momento, que para aliviar su sufrimiento le hubieran decidido aplicar la eutanasia.

Viendo esta reacción ahí mismo se acabó la cacería, Conrado exclamó ¡Llevémosla para la casa, a lo mejor se puede mejorar!, con mucha rapidez como si todos hubieran querido alivianar un poco sus conciencias la pusieron arriba de la camioneta y la trasladaron hasta el hogar, la curaron con mucha diligencia, administrándole una verdadera tortilla de antibióticos, de tal manera que se mejoró bastante. Con mucha suerte las municiones solo le habían penetrado entre cuero y  carne, pero al recibir el fuerte impacto se le produjo un gran shock que creó la sensación, en los primeros momentos, de que estaba al borde de la muerte, situación que engañó a los cazadores.

A los quince días de sucedido este penoso hecho, estaba totalmente recuperada y correteando por los campos en busca de perdices, como lo siguió haciendo por muchos años mas.

También se preocupó de sembrar una nutrida descendencia de perritos, tan hermosos como ella y por supuesto, avezados perseguidores de perdices y liebres, entre ellos cabe destacar a la Dolca, la Suny, y el calambriento de Mister Musculin.

Como enseñanza de esta corta historia, queda de manifiesto que las reacciones humanas, en determinados casos, son impredecibles, la suerte muy de tarde en tarde juega a favor de las víctimas inocentes y por último se ratifica, una vez más ese famoso y sabio dicho popular que en buen castellano señala “nadie se muere la víspera”, ni siquiera la Ponka.


Dedico con mi mayor afecto y estima esta hermosa vivencia a mis amigos, sus protagonistas, quienes me han sentado a su mesa, y me han brindado su cariño junto a sus familias.

Sergio Schwerter Schwerter (Checho)
Tito Schwerter Schwerter (Titin, Collolla)
Conrado Schwerter Mohr (Conrado)
Cristián Añazco Schwerter (Cristian)

jueves, 3 de noviembre de 2016

Mi pensamiento

Cuando el sol eleva su figura imponente sobre los majestuosos picachos andinos o las nieblas cubren con su tenue y misterioso velo los campos de esta patria amada, cuantos de nosotros con una caña o una escopeta al hombro y un morral terciado lleno de ilusiones, nos dirigimos hacia los verdes valles, las empinadas cumbres o los serpenteantes y maravillosos ríos y lagos que adornan y riegan nuestro terruño, nos sentimos dueños del mundo, liberados de todo lo que significa rutina, encierro o problema del diario vivir. ¿Qué es lo que nos guía hasta allí?, ¿Cuál es la secreta fuerza que nos impulsa?, algunos pensarán que es el deporte, otros, el afán de llenar el bolso para proveer el hogar, yo creo que ambos se equivocan, no es lo uno ni lo otro, la llama viva que nos mueve se esconde en el fondo de nosotros y es la misma que empujó a nuestros antepasados milenarios a salir de las profundidades de las cavernas, en pos de las presas que eran su diario sustento, somos sus herederos, en  nosotros está aún brillando esa llamita que ellos encendieron, somos pues depositarios y guardadores de las más viejas tradiciones del ser humano.

La caza y la pesca se identifican con el hombre a través de los cientos de miles de años de su azarosa existencia sobre el planeta, ¿por qué se unieron las dos primeras familias en un día ya perdido en la noche de los tiempos?, si no fue para luchar por su sustento y protegerse, comprendió nuestro antepasado que sólo no podía cazar y a la vez defenderse de los inmensos animales que poblaban la tierra en esas lejanas edades y se unió a otros, formó clanes, tribus, aldeas, villas, etc., hasta llegar a la organización ciudadana de nuestros días, en aquellas épocas muchos morían en la empresa, sus armas eran piedras, palos, coraje y arrojo, en nuestros días la ciencia y la técnica nos proporcionan medios maravillosos para practicar la pesca y la caza, ya no arriesgamos la vida como ellos y nuestro alimento ya no lo constituye lo que obtengamos en esas jornadas, pero aquí estamos en esta tarde hermosa, como en  los viejos tiempos, hasta aquí nos ha traido esa fuerza irresistible que se esconde en el archivo más remoto de nuestra conciencia, como en el pasado un fin nos une, pero aquí ya no empuñamos las piedras y las lanzas para ir gallardamente tras las grandes bestias, nuestras armas son hoy, en esta tarde, la amistad, la unión y el afecto, con los que no llenaremos canastos ni morrales, pero si nuestros corazones.

Brindemos amigos para que nuestra semilla siga en la tierra y siempre haya cazadores y pescadores, por que solo de esa forma existirá la verdadera amistad y el compañerismo.

Levanto mi copa por todos y cada uno de ustedes, por los que hoy no pudieron llegar hasta aquí y también por los que físicamente nunca más podrán estar con  nosotros, pero que vivirán eternamente en nuestros corazones.