jueves, 17 de noviembre de 2016

La Tórtola y el Álamo

La primavera vestida de verdes infinitos y el verano con sus soles rutilantes se habían ido, el otoño teñía de oro viejo el valle donde el orgulloso álamo, ya por muchos años, hundía sus raíces en la madre tierra. Nació allí cuando los espacios eran más amplios, sus compañeros más numerosos, el aire más diáfano y las aguas cristalinas, pero el siempre estuvo solo. Por su porte y gallardía de gran señor sobresalía sobre todos los demás, los amaba como un padre o un hermano, sufría cuando alguno de ellos caía abatido por el tiempo o el implacable filo del hacha, pero el siempre deseó encontrar  a alguien a quien amar de verdad y poder abrirle su alma.

Envidiaba a sus hermanos, cuando las aves se posaban en sus ramas, hacían sus nidos, se amaban y recibían el sol de la mañana con una algarabía de trinos y lo despedían por la tarde también cantando. Le agradaba la eterna alegría de vivir de las avecillas, pero a el no llegaban, sus altas ramas eran mecidas constantemente por el viento y a los pajarillos no les complacía eso.

Pero un día luminoso de otoño, una joven y hermosa tórtola cruzó frente a el, la delataba la suave plumilla que  asomaba por su lustroso plumaje, su confianza en el mundo, su dulce mirada, había nacido solo en la primavera reciente, voló grácilmente hacia un extenso potrero, la vio posarse entre el rastrojo de girasoles a buscar sus deliciosas y apetecidas semillas, de vuelta por la tarde, cansada giró en torno a él, si hubiera podido habría estirado sus ramas y aumentado su follaje para ofrecerle un descanso, pero ella siguió y se detuvo en un frondoso sauce, se acicaló y arrellanó en sus ramas, llegó la fría noche y se durmió, el álamo quedó triste, pero pensó en el nuevo día y dijo para si, mañana estaré en mis mejores formas, mis hojas las tendré más hermosas y doradas, me moveré muy suavemente con los vientos del norte y ella llegará hasta mi.

Despuntó el nuevo día luminosamente, se desperezó el valle, la leve niebla huyó hacia los montes, renació la vida dormida, nuestro espigado árbol palpitó con la suave brisa matutina, la vio acomodar su plumaje, lanzó un suave arrullo y saltó suavemente al vacío, tembló, más ella desplegó sus jóvenes alas como una bailarina de ballet, pasó tan cerca casi tocando sus hojas y planeó hacia el fondo del valle. Corrió dolorosamente el día para el álamo, estaba allí clavado al suelo y sus hojas como lágrimas, tapizaban lentamente la tierra y pensaba si fuera primavera y mi follaje fuera nuevo, en esas tristes cavilaciones estaba cuando la vio regresar, vino directamente a él, se sorprendió y tembló entero, ella voló dos veces en su contorno, disminuyó levemente su velocidad, giró su cuerpo y se detuvo en su rama más añosa, gruesa y protectora, miró con precaución a todos los rincones, se acomodó, dobló sus leves extremidades, apoyó su pecho en la rama, escarmenó su plumaje, se quedó quieta mirando como el sol terminaba un nuevo recorrido, dos tiernos arrullos escaparon de su garganta antes que la luz se apagara en el horizonte, puso su cabecita bajo una de sus alas, confió en el árbol que la sustentaba y se durmió.

Desde el momento en que ella se detuvo en su alto ramaje, se quedó quieto como aletargado de felicidad, sintiendo su suave peso y su leve respirar, y se dijo, ella confía en mi. Su felicidad no se podía medir en esos instantes, estuvo toda la noche como una madre acunando a su hijo en brazos, nada hizo que la asustara o la sacara de su dulce sueño, era hermosa, de finas líneas, la amaba desde siempre, la espero desde que era un frágil arbolillo.

Completó la clara, fría y romántica luna, su camino a través de la noche, se fue por detrás del mar mirando de reojo como el astro rey, majestuosamente remontaba las altas cordilleras. La claridad despertó a la tortolilla, se desperezó y miró alrededor, alisó sus plumas, se paró y saltó al espacio, tembló de nuevo el árbol, mas ella grácilmente voló hacia la niebla sutil que aún cubría el adormilado valle, por el fondo del cual, ya hacía bastante tiempo, cruzaba una ruidosa carretera, un par de vehículos se desvió de ella y avanzaron tierra adentro, se detuvieron, de ellos bajaron compuestos cazadores, el ya los conocía, como hubiera querido gritar a su tortolilla amiga, pero estaba mudo, temblando sintió el estruendoso retumbar de los disparos, huyeron despavoridas las aves, el álamo estaba muriendo por dentro, era insoportable esa larga espera, cuanto deseó en esos instantes poder volar para acompañarla y protegerla. No la vio venir, ella llegó por detrás de él, preocupada y asustada por aquello que desconocía, se detuvo en la misma rama, pensó el decirle mil cosas, quédate aquí, no te muevas, yo te protegeré con mis ramas, tengo ya tantas heridas que han sanado, mil más por ti las soportaré sin queja, como deseaba en esos instantes haber tenido apetitosos frutos, para que ella pudiera alimentarse sin tener que arriesgarse en el llano, y así, cada vez que ella partía por las mañanas, moría lentamente, renacía con su vuelta, era todo su mundo, la llegada de la noche lo embargaba de felicidad, era suya, la sentía parte de él, la adoraba, deseaba que las horas se detuvieran eternamente, sus días giraban en torno a ella, llegó a odiar al sol que le daba la vida, por que con su luz se la quitaba.

Avanzaba el otoño y se iba quedando desnudo, sabía que su suerte estaba echada, ella se iría, pero se aferraba como un náufrago a un madero de que esto no sucedería, que ella viviría eternamente en el, más sufría intensamente. Su miedo y su temor ante lo inevitable no se podía ni siquiera asemejar a la cruel jugada que le tenía deparado el destino, una gélida y nebuloso mañana de finales de otoño, cuando aun oscuras brumas como velos cubrían el valle, varios cazadores ingresaron a él, trajes crípticos, hermosas armas, pasos silenciosos, voces quedas se ubicaron en estratégicos lugares en espera de la llegada de las aves, quebró la paz del valle el ensordecedor estruendo del primer disparo, fue un sacrilegio a la quietud y una afrenta a la belleza indescriptible del amanecer, lo siguieron muchos más, con cada uno de ellos el temor del álamo se acentuaba, pero como siempre confiaba en la buena suerte de su amada para salir indemne de estos trances. La vio venir volando recto pero dificultosamente, con gran esfuerzo alcanzó su rama preferida, sintió como si una estocada lo hubiera atravesado, escuchó su respiración entrecortada, profusas gotas de sangre humedecieron su corteza, una espumilla rosada broto de sus pequeñas fosas nasales, se echó en la rama, tembló su pequeño cuerpo, dobló su bella cabecita y se quedó quieta.

Abajo se sintieron gritos de cazadores, ¡allá está!, exclamó uno, dispararon muchas veces hacia la gruesa rama, más el ave no cayó, el árbol quedó desgarrado por cientos de dolorosa llagas, la sangre de la tórtola empapó las heridas del álamo, mezclándose con su savia, al secarse ambas, quedaron unidos indisolublemente, fundiendo en uno solo sus lastimados cuerpos.

El que tanto la amaba y que deseó mil veces tenerla junto a él, ahora era su dueño para siempre, pero a que precio, quedó convertido en su catafalco, con sus laceradas ramas elevadas hacia el cielo, mostrando el frío y frágil cuerpecillo de su amada. Cuanto esperó y cuan efímera fue la alegría, que terrible destino le había correspondido, todo fue como un suspiro, siempre los tiempos hermosos son tan cortos y las esperas y sufrimientos infinitos.

Lo despojó el crudo invierno de sus últimas hojas, solo quedó con su tortolilla llorando por sus heridas, deseando que un rayo, una tormenta o el filo de un hacha pusieran fin a su sufrir. Cuando vio venir al leñador en ese frío amanecer y sintió desgarrarse su tronco con los certeros cortes del acero, una gran paz interior lo embargó, cayó pesadamente, se quebraron muchas de sus ramas, pero aquella a la que estaba unido el pequeño cuerpo del pájaro no se desprendió, miró el labriego su obra, recorrió el alargado despojo, afirmándose en el astil de la herramienta, fijó su mirada en la rama donde aun permanecía el resto del ave y dijo para si, como preguntándose, ¡que raro, a este viejo álamo le estaban saliendo plumas! ¿Habrá querido volar?.

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