viernes, 31 de marzo de 2017

Viaje a Caleta Nigue

A mediados del año 1945, mi papá que por ese entonces era administrador de la sucursal de una empresa cervecera ubicada en Collipulli, cuyo propietario era la sociedad Juan Friedl y Cía Ltda. con casa matriz en la  cercana ciudad de Angol, compró su primer automóvil, y este fue nada menos que un Ford T modelo 1929 que, como comprenderán, era ya a esas alturas un vehículo viejo, y además muy traqueteado debido a que los caminos que existían por esa época eran de tierra o ripiados y siempre estaban en regular estado y los vehículos por muy firmes que fueran, después de un par de años de rodar por esas ásperas rutas, terminaban convertidos en unos cacharros.

Mi viejo, dada la numerosa prole infantil que tenía y que aumentaba de año en año, para poder transportarnos a todos, decidió transformar este auto en una camioneta, para tales efectos, le sacó la mitad trasera del toldo de lona y le instaló una carrocería de madera, de esta manera el viejo Ford T, quedó convertido en una flamante camioneta artesanal, donde bastante amontonados, cabíamos todos. 

Mi papá, con el correr de los días, a mi parecer, se puso medianamente diestro en el manejo de esta cafetera, que no tenía motor de arranque, por lo cual, para hacerla partir, era necesario darle vuelta a una manivela ubicada en la parte delantera del motor, incluso cuando hacía mucho frio había que levantarle con gata una rueda trasera para que arrancara, de lo contrario “pateaba”, es decir la manilla daba vueltas al revés y podía quebrar la muñeca de la mano de quien estaba dándole manilla, por esta "patada" es que a estos vehículos se les llamaba coloquialmente burras. En realidad tenía muchas mañas.

En este antiguo vehículo, viajamos muchas veces a cazar torcazas a las montañas (bosque chileno) del fundo Pichaco, donde andaban por miles, este predio estaba ubicado al lado del pequeño pueblito de Curaco y era propiedad de don Ernesto Herdener Schneider quién, cuando mi padre vivía en la ciudad de Lautaro, fue su compañero de colegio, incluso se sentaban juntos, por tal razón siempre autorizaba a mi viejo para que ingresara en su propiedad y le disparara a los pájaros.

Algunos fines de semana hacíamos viajes a La Esperanza, villorrio ubicado a unos 12 kilometros al norte de Collipulli a orillas del río Renaico, lugar donde habíamos vivido unos años antes y mis padres tenían compadres, comadres y muchos amigos de la familia de los Poblete y los Vásquez, tales como Don Fermin, Doña Cupe, Don Tato, la Cheché y muchos más, cuyos nombres ya se me han olvidado.

En otras oportunidades viajábamos más cerca, generalmente hasta el río Caillín, que está a mitad de camino entre Collipulli y La Esperanza, en ese hermoso lugar donde existe un salto de agua espectacular, nos bañábamos, pescábamos truchas y también sacábamos camarones de río desde debajo de las piedras. Para cerrar bien el día de campo se calentaba en una fogata la rica comida casera que mi madre llevaba preparada, mientras esto sucedía, ella misma picaba y aliñaba las ensaladas. Los niños de tanto correr, jugar y bañarnos quedábamos muertos de hambre y dábamos buena cuenta de este delicioso condumio, que terminaba con ricas frutas del sector.

Con el tiempo, ya con más confianza en el manejo de su vehículo, mis padres decidieron en el verano del año 1946, hacer un viaje hasta la costa del Pacifico, que para esos tiempos era una verdadera aventura, viajaríamos hasta un lugar que ya conocían desde jóvenes, en el cual tenían amigos de la época en que vivían en la cuidad de Gorbea y que les habían prometido que cuando viajaran allí, les prestarían una cabaña para que se quedaran.

El día de la partida de este homérico viaje, nos levantamos al alba, cargamos la cacharra y salimos de madrugada de Collipulli, una quiltrería nos persiguió ladrando desaforamente hasta la salida del pueblo. Como primer desafío, para calentar el cuerpo, nos tocó bajar y subir la empinada y peligrosa cuesta del río Malleco, la pasamos exitosamente y nos endilgamos hacia la zona austral, siguiendo la ruta del mentado longitudinal sur, este camino que teóricamente unía todo el país, siempre estaba en regular estado, era angosto y peligroso, poseía una delgada capa de ripio que en algunas partes desaparecía por completo, esta vía pasaba por el centro de todos los pueblos y ciudades grandes y chicos que había a lo largo del camino.

Por esa época, esta difícil ruta, se podía transitar durante toda la época estival pero no durante los crudos meses del invierno. La velocidad a la que se podía recorrer normalmente esta vía era de 25 Kmts./hora dado que siempre el ripio estaba suelto, había cientos de curvas, cuestas, bajadas, esteros, puentes de madera en mal estado, además en esos tiempos, los viajantes tenían que tragarse toda la nube de polvo que se generaba cuando pasaba un vehículo en contra. 

Después de pinchar una rueda y de un montón de peripecias, de las cuales una fue causante de que estuviéramos a punto de que el viaje terminara de manera terrible, me explico, íbamos pasando por un tramo bastante recto del camino, bordeado de grandes eucaliptus a la altura de Perquenco, cuando de repente, por alguna razón que desconozco, el vehículo se metió al ripio suelto que orillaba la ruta, patinó arriba de las piedras, se ronceó, dio tres o cuatro saltos espectaculares y finalmente la cacharra quedó vuelta para atrás, es decir mirando para el norte, en circunstancias que viajábamos hacia el sur; para que les cuento, nos dimos cabezazos y golpes por todos lados, pero al parecer el Angel de la Guarda estuvo de nuestro lado, en realidad no nos pasó casi nada, solo nos quedó un gran susto y un recuerdo imborrable, muy asustado mí papá detuvo la cacharra, se bajó en medio del tierral y revisó las ruedas, nos contó para ver si todavía estamos todos en la carrocería, enseguida le dijo a mi mamá, quien llevaba a nuestro hermano más chico en brazos, ¡No se cayó ninguno!, rápidamente se subió a la cabina, cerró la puerta, enderezó el vehículo y seguimos raudamente hacia el sur, finalmente sin otros inconvenientes llegamos a la cuidad de Gorbea, tras las seis largas horas de viaje que nos llevó recorrer los 150 kmts. que hay desde Collipulli hasta esa ciudad.

Ahí llegamos a la casa de mis abuelos paternos que nos recibieron con alegría y después de muchos abrazos y palabras conceptuosas, nos sirvieron una suculenta once, con harta leche, queso y pan amasado, como estábamos muy cansados y molidos por los saltos y corcoveos de la cacharra, rápidamente nos fuimos a la cama y dormimos como lirones.

Al día siguiente, muy de madrugada, nos sacaron de la cama y después de un rico desayuno, servido en la cocina nos despedimos de nuestros abuelos, José y Eudocia y de nuestros tíos y tías: Tito, René y Tatán, enseguida retomamos el camino para completar la segunda etapa de este viaje.

Desde Collipulli viajamos 8 personas en la burra, entre grandes y chicos, ellos eran: mis papás, cinco hermanos y una nana, en la casa de mis abuelos, se agregó a esta comitiva nuestra prima mayor, Zoila Kucera, para ir a pasear al mar y ayudarle a mi mamá con el lote de niños. 

Esta segunda jornada, la iniciamos con muy buen tiempo, pero transitando por un camino mucho peor que el del día anterior, esta ruta, que en gran parte orillaba el caudaloso río Toltén, era bastante peligrosa, muy angosta y no tenía casi nada de ripio, por lo cual la polvareda que levantábamos y que nos tocaba tragar era inmensa, después de más o menos una hora de viaje entramos al pueblito de Toltén, al doblar por una esquina, salieron un montón de chiquillos corriendo y gritando a todo pulmón, ¡Están llegando los gitanos, cuiden sus cosas!, la gente al escuchar esto se apresuró a fondear gallinas, patos, gansos, etc, dada la mala fama que tenían por ese entonces estos personajes, con los cuales nos confundieron. 

Una cuadra después, nos detuvimos frente al único negocio del pueblo, y mis papis hicieron las últimas compras de provisiones para la larga estadía en la costa, salimos de ese pueblito y pasamos a visitar a unos antiguos amigos de mis padres de apellido Maure, quienes nos atendieron y les dieron las instrucciones a mi papá, para llegar con seguridad al lugar al cual nos dirigíamos. 

En este último tramo del viaje prácticamente no había camino, apenas una huella, por tal razón le aconsejaron a mi viejo, que hiciera el viaje por la orilla del mar, donde revienta la ola, ya que según le señalaron, la arena es mucho más firme ahí, afortunadamente recorrimos esa larguísima playa sin inconvenientes, aunque con mucho susto, ya que a veces las olas pasaban por debajo de la camioneta. Siempre pienso que arriesgado era mi viejo en ese entonces.

Llegamos sanos y salvos a la  playa de Nigue a media tarde, mis viejos, como lo señalé antes, conocían a varios pescadores de esa caleta, especialmente había uno que era más amigo de ellos, este les prestó o arrendó, no me acuerdo bien, una choza bastante grande, con techo de totora y piso de tierra, ahí nos instalamos con camas y petacas, dormíamos en el suelo en camastros que se armaban durante la noche, a la mañana siguiente todos ellos se amontonaban en un lado y se despejaba la pieza, la cual tenía un fogón en el centro, donde se cocinaban los alimentos, también había allí una mesa artesanal, muy rustica, donde todos sentados en forma muy apretada: desayunábamos, almorzábamos y nos servíamos la once-comida y que por la noche, para poder armar las camas, se sacaba y se ponía en un rincón.

Como letrina comunitaria, existía una pequeña casita forrada en lata que estaba instalada cerca de la vivienda, en cuyo interior contenía un cajón de madera agujerado, que se usaba como W.C. Por supuesto, no existía agua potable, para cocinar, beber o lavarse era necesario sacar el agua con balde de un pozo común, que estaba ubicado a unos 50 metros de la casa, el agua que se usaba para beber era previamente hervida.

El lugar era espectacular, con un gran cordón de cerros de unos 50 metros de altura. Ubicadas en la parte de atrás de la playa, las casas de los pescadores estaban a los pies de estos empinados lomajes, con vista al hermoso océano pacifico, que se abatía incansablemente sobre la costa, la distancia que había entre las viviendas y el mar era de unos 100 metros, la playa estaba cubierta de ripio y arena negra. Por las tardes sentados en las piedras, mirando como el sol se iba por el horizonte, conversábamos con nuestros amigos y hermanos de mil cosas, a lo mejor, algunas serían mentiras, no lo sé, pero que espectáculo era ese, ver como el sol se hundía en el mar, como desaparecía lentamente y cuando ya no estaba, aparecía una suave penumbra luminosa que nos encogía el alma, después nos parábamos en silencio y lentamente nos íbamos para las casas, con esa imagen del sol que moría en el horizonte grabada en nuestras almas de niños. 

La familia amiga de mis padres, que nos facilitó la cabaña, tenía como 8 hijos, más o menos de nuestra edad, con los cuales, como niños hicimos una gran amistad, nos enseñaron a fabricar hondas de ñocha, pilguas de pita, en las que echábamos los crustáceos que capturábamos, a sacar locos del mar, a pescar jaibas, a hacer atados de cochayuyo, tejer redes de pesca, en fin, mil cosas que desconocíamos por completo. Todos los nombres de aquellos niños terminaban en berto, por ejemplo: Roberto, Adalberto, Rigoberto, Nolberto, Gilberto, etc. 

Yo soy el mayor de mis hermanos y en esa época tenía 9 años, el Dube 8, la Carmen 6, el Chocho 5 y el Poroto 4. Pienso la tremenda responsabilidad que tenían los mayores con todos estos niños, que corrían como locos por todos lados, sin conocer los peligros del mar, afortunadamente nunca nos ocurrió algo grave, el ángel de la guarda debe haberles dado una buena mano a mis padres. 

Por las mañanas nos levantábamos muy temprano, sintiendo el constante ruido de las olas, al estrellarse contra los altos roqueríos, apresuradamente arrollábamos nuestras camas y las acomodábamos en un rincón de la pieza, enseguida los mayores nos mandaban a recolectar leña seca, para encender el fuego y de esa manera calentar el agua en una gran tetera, que siempre estaba negra con el hollín, una vez que estaba hirviendo, se procedía a servir el desayuno a todos en grandes tazones enlozados color blanco, que mis padres habían comprado especialmente para esta ocasión. Quizás porque en la infancia teníamos las papilas gustativas casi nuevas o porque la alimentación era poco variada, el caso es que por primera vez probamos como niños unos desayunos tan especiales, con un producto llegado de los países industrializados y se denominaba nesmilkafe. Era una mezcla de café con leche muy especial, por supuesto que acompañado por las exquisitas galletas de miel, confeccionadas con mucho amor por las dulces manos de nuestra querida madre Francisca, ¡Qué sabor tan exquisito, qué aroma inconfundible, qué recuerdos imborrables!.

Lo más de los días, con nuestros amigos bertos, íbamos a pescar jaibas reinas a los roqueríos, previamente recolectábamos machas, lapas, caracoles o simplemente usabamos un trozo de carne como carnada, esta carnada la atábamos con trozos de pita, juntábamos tres de ellas y las anudábamos a una lienza, la otra punta se amarraba a una garrocha y listo el equipo de pesca, para que este equipo se fuera a fondo se le ataba una piedra, la tirábamos al mar y esperábamos que se fuera a fondo, después de unos diez minutos la levantábamos y ya venía un par de jaibas reinas agarradas a la carnada y no la soltaban, las subíamos a la roca donde estábamos y las echábamos a la pilgua, que era una especie de bolsa tejida, donde cabía de todo.

Me recuerdo como si fuera hoy, que nos tocó en esa oportunidad, las tres bajas mareas más grandes del año, nosotros como lo señalé, éramos niños, así y todo sacamos grandes cantidades de locos, que quedaban al descubierto en las rocas de la baja mar, después de desconcharlos, limpiarlos, apalearlos y hervirlos, entre todos en la casa dimos buena cuenta de ellos, qué tiempos aquellos, aún la pesca era artesanal y a muy baja escala, el mar estaba lleno de moluscos y peces, las rocas tapizadas enteras de choros maicos que hoy brillan por su ausencia. 

En una oportunidad en que la Zoila, el Dube y yo andábamos por unos grandes roqueríos que estaban pegados a la escarpada costa y que eran batidos permanentemente por las olas y el viento, miraba para todos lados con mucha atención cuando de repente vi como a unos 15 metros, en el borde del peñasco en el cual estaba parado, un nido de patos liles, con dos polluelos bastante crecidos, que me miraban muy asustados, este tipo de aves acuáticas costeras son muy abundantes en las playas chilenas. Como en esos tiempos yo era un niño de apenas 9 años, lo primero que se me ocurrió, fue ir hasta el nido y tomar estas aves, que al parecer estaban al alcance de la mano, el Dube y la Zoila me dijeron no vayas, que es muy peligroso, te pueden mandar al agua, ellos tenían toda la razón, ya que este roquerío tenía una caída hacia el mar de unos 35 metros y todo era muy resbaloso con la humedad y las algas, pero yo porfiadamente, desoyendo lo que me decían, me boté de guata en la saliente de la mojada roca  empecé el avance hacia el lugar donde estaba el nido de las aves, recorrí como 5 metros y comencé a correrme  peligrosamente hacia la orilla de la saliente, la cual estaba totalmente humedecida con la neblina que producían las olas al chocar contra las rocas, con mis dedos crispados, me aferré como pude a las pequeñas salientes, pero se me puso difícil y me empezó a dar pánico, me di cuenta de que nunca podría llegar hasta el lugar donde estaban los polluelos, pensé en volver atrás pero mis manos y mis pies patinaban, muerto de susto empecé a gritar no me acuerdo qué, esto al parecer me dio mas fuerzas y prácticamente hundí mis uñas en la jabonosa piedra, el miedo es cosa viva, después de unos 15 minutos agobiantes y terribles, en que estuve a punto de caer al abismo, logré trabajosamente regresar al punto de partida, ahí, cansado como perro, quedé tendido de espaldas mirando el sol esplendoroso y jurándome a mí mismo que nunca más intentaría una cosa así, mientras mi hermano y mi prima me reconvenían duramente. Pero el juramento que hice en un momento tan crítico, lo olvidé a los dos trancos y al día siguiente estaba corriendo peligros iguales o peores, cosas de la infancia, al parecer la suerte estuvo siempre de nuestro lado, a pesar de todas las barbaridades que hacíamos. 

Todos los pescadores de esa caleta, trabajaban en comunidad, es decir tenían dos grandes botes a cuatro remos y un par de buenas redes, cuando las calaban cogían una gran cantidad de peces de todo tipo, me acuerdo que en una carreta tirada por bueyes iban a vender solo las corvinas a Toltén, ninguna de ellas pesaba menos de 10 kilos, el resto de los peces que capturaban, algunos los secaban, a los bacalaos le cortaban la cola y los colgaban al sol, colocaban una olla debajo de ellos para juntar el aceite que goteaba con el calor, otros tipos de peces eran charqueados y algunos los más chicos o desconocidos eran desechados.

Lo más de los días nos tocaba escalar y cruzar el cerro que estaba inmediatamente detrás de la casa, caminábamos hasta una pequeña parcela, donde nos vendían dos litros de leche de vaca recién ordeñada, al regreso, aprovechábamos la oportunidad para cosechar frutas silvestres de la zona como chupones, chupallas y otros muy exquisitos cuyo nombre ya no recuerdo.

En algunas oportunidades, cuando el mar estaba calmo, nos bañábamos en pozas que se hacían entre las rocas, el caso es que al final de nuestra estadía en ese paraíso, nuestros cuerpos estaban muy tostados con la exposición constante al sol. Para suerte de nosotros, aún la capa de ozono estaba firme, por lo que no corríamos ningún riesgo, como sucede hoy en día. 

Estábamos como a mediados de nuestras vacaciones en la costa, cuando una mañana fuimos despertados por un inusual y estrepitoso ruido del oleaje marino, las aguas reventaban con furia sobre los altos roqueríos y diseminaban para todas partes la blanca espuma que ellas producían, en realidad se trataba de una muy poco común braveza de mar, que los pescadores no habían podido prever, por esta razón, como era su costumbre, la tarde anterior calaron sus dos redes, con la esperanza de tener una buena captura de peces, sin saber lo que ocurriría al día siguiente, a la mañana del otro día, el oleaje y los vientos eran tan intensos, que no pudieron entrar a sacar sus aperos, a raíz de esto empezaron a aparecer en la playa, peces descabezados de distintos tipos, todos nos dirigimos hasta la costa a contemplar este espectáculo, la orilla quedó cubierta de peces de diferentes clases, grandes y chicos, prácticamente todos sin cabeza ya que habían quedado atrapadas en las redes.

Al tercer día, cuando los vientos amainaron y las olas bajaron su intensidad, los pescadores entraron a recoger sus aparejos de pesca, que prácticamente no tenían peces enteros y estaban todos rotos, lo cual fue una gran desilusión para ellos, pero como eran hombres curtidos en el rigor de la vida marina, con mucha paciencia y con los ovillos de cáñamo de repuesto que poseían, apenas se secaron las redes, comenzaron a repararlas a lo cual nosotros también ayudamos, ya que los bertos nos habían enseñado el uso de navetas de madera, con las cuales se tejían y se parchaban estos implementos de pesca.

Como aparecieron tantas corvinas muertas en la playa, que los pescadores ya no podían comercializar, todos fuimos a la playa a buscar estos peces, nosotros recogimos como 10, las limpiamos, salamos y las pusimos al sol para que se charquearan, a raíz de esto, estuvimos comiendo charquicanes y caldillos de pescado todo el verano. 

Cuando terminaron estas hermosas y enriquecedoras vacaciones y nos volvimos a Collipulli, éramos otros, habíamos conocido un mundo diferente, compartimos con otros niños que nos enseñaron un montón de cosas y seguramente ellos algo aprendieron también de nosotros. 

Quiero, también señalar que dos años después de este inolvidable paseo a la costa, hicimos otro viaje al mismo lugar, pero esta vez, viajamos en un antiguo camión de un rojo indefinido, marca White, modelo 1939, que mi padre había comprado como de quinta mano. 

Esta segunda vez, se agregó a la expedición un nuevo integrante de la familia, nuestro hermano Lucho que había nacido el año anterior. 

Lo pasamos de maravilla como la primera vez, además todos estábamos más grandes y también teníamos en nuestro bagaje, todas las experiencias del paseo anterior. 

Pero en este viaje, mi papá fue solo a dejarnos a la costa y volvió inmediatamente a Collipulli, ya que según le señaló a mi madre, por razones de fuerza mayor no le pudieron dar vacaciones, posteriormente, a finales del mes de Febrero nos fue a buscar, por lo cual, durante todo ese largo periodo estival, estuvimos a cargo de nuestra querida madre Francisca, quién nos cuidaba como una gallina con pollos, de tal manera que ninguno de nosotros sufrió algún tipo de accidente o daños. 

Hoy día ya viejo, recuerdo con honda nostalgia, esos días luminosos de la infancia, esos viajes tan especiales donde conocí el mar y su gente maravillosa, que nunca se irán de mi corazón. 

Agradezco a mis padres, esa gran oportunidad que nos dieron cuando aún éramos unos niños, al llevarnos a conocer lugares hermosos. Con el correr de los años he ido a miles de partes, he visitado cientos de lugares remotos, pero ninguno como esa luminosa playa de mi infancia. 


Dube: Duberly Póo Kutscher
Carmen: Carmen Póo Kutscher
Chocho: Sergio Póo Kutscher

El Poroto: Denis Póo Kutscher 



FIN 

Armando Póo Kutscher.
18 de Marzo de 2017
Frutillar. 

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