jueves, 8 de septiembre de 2016

Viaje a Pemehue, escrito en enero de 1998


En un pasado lejano, cuando apenas había cumplido 20 años, junto a varios compañeros y amigos de ese entonces, la mayoría salidos de la educación secundaria, todos parte de una juventud sana y alegre, como una humorada y también en parte por necesidad, en la primavera de 1958, ingresamos a trabajar en una empresa que tomó la contrata en ferrocarriles de raspar y pintar ese monumento a la ingeniería chilena que es el viaducto del Malleco, imponente estructura metálica, creada por Lastarria bajo la inspiración de Eiffel, fundida en Francia e instalada el año 1890 en una angosta y profunda garganta del río Malleco, al lado de la naciente ciudad de Collipulli y que realmente en esos tiempos sirvió de puente para completar el desarrollo económico de la Araucanía, impulsado por el visionario e insigne presidente y mártir don José Manuel Balmaceda y Fernández.

Admiro profundamente esa obra, ya que la conocí en detalle, vi la forma meticulosa y precisa como hace más de cien años, con escasísimos recursos y solo con la tecnología del vapor y el ñeque de los rotos, se construyó esa joya de la ingeniería, aún hoy admirada por todos.

Nuestro desempeño como obreros fue duro, laborábamos sobre andamios de tablones de álamo colgados con ganchos metálicos sobre el abismo, trabajábamos con el entusiasmo y las fuerzas de la juventud, de tal manera que en corto tiempo nos hicimos especialistas en el uso de herramientas que nunca antes habíamos conocido, se creó una gran fraternidad entre todos los que allí nos tocó en suerte convivir, recuerdo con mucho cariño a mi amigo de siempre “el Meluga Carrasco”, también el “Pavo Cifuentes”, el “Pahuacha” y tantos otros; pero a raíz de que empezábamos desde muy temprano y el puente, al calentarse con el sol, produce un gran tiraje de aire frío desde el fondo del valle, me atacó una enfermedad reumática, que desgraciadamente me alejó en forma definitiva de ese hermoso grupo humano, donde alcancé a estar unos tres meses, afortunadamente me sanó don Erasmo Cifuentes con un remedio milagroso que hoy ya no existe, pero quedé muy débil debido a que la enfermedad fue bastante prolongada, dolorosa y me alimenté muy poco, además  se confabuló el hecho de que no pude viajar a centros de salud en ciudades más grandes, por carecer de recursos económicos.

A principios de febrero de 1959 un grupo de personas de Collipulli, encabezado por don Carlos Hinojosa, comenzaron a preparar un viaje a las “Termas de Pemehue”, una verdadera aventura para esos tiempos (aún hoy cincuenta años después, es muy difícil llegar a ese hermoso paraje cordillerano), se contactaron con mi padre, ya que sabían de mi enfermedad y le dijeron que podían llevarme para que los baños termales me ayudaran en la recuperación.

Arrendaron un viejísimo camión para hacer el recorrido de alrededor de cien kilómetros a las termas, se cargó el armatoste con vituallas, camas, ropas y todo lo necesario para pasar más o menos una semana en Pemehue, arriba de toda esa heterogénea carga nos instalamos alrededor de quince a veinte personas de la mejor forma que pudimos. 

Partió la expedición después de almuerzo con una estimación de cuatro a cinco horas para llegar, crujiendo y rechinando como dijo el poeta, el cacharro comenzó su azaroso viaje por un estrecho y polvoriento camino, lleno de baches, hoyos, infinitas curvas, puentes y bajadas; pasamos por las Toscas, Curaco, Santa Catalina, El Salto, Canadá, lugares, fundos y haciendas que bordean aún esa ruta. 

Al llegar resoplando a la cima de una empinada cuesta, a la altura de Luján, de un golpe se salió la rueda delantera izquierda, cabezazos, saltos y susto, levantando una gran polvareda se detuvo el viejo camión sin desgracias que lamentar, la llanta rodó a una profunda quebrada y no la pudieron encontrar, como siempre la mala suerte no viene sola, comenzó a nublarse y rápidamente empezó a llover, llegó la oscuridad y nadie sabía que hacer, todos esperábamos que pasara algún otro vehículo, muy escasos en esos años, pero no se vio ninguno, al final uno de los integrantes del grupo, dijo que por ahí cerca parece que vivía una persona que él conocía, como no había ninguna otra alternativa (la lluvia arreciaba y el vehículo no tenía carpa), se inició el viaje con unas linternas que apenas alumbraban en la oscura noche, yo en razón de mi lamentable estado de salud, iba arrebozado con un par de frazadas, que al avanzar por el camino de la montaña, se pasaron de agua, que me corría por la espalda; después de media hora de caminar y tropezar, en un recodo de la huella se divisó una débil luz. 

¡Allí está la casa!, exclamó con alegría el guía improvisado, quien llegó a la entrada y después de corretear con un palo a un par de enfurecidos perros, golpeó la puerta de la humilde vivienda, le abrió un campesino de edad indefinida, curtido por los vientos cordilleranos, miró asombrado al grupo de mojados visitantes y sin pensarlo dos veces, conjuntamente con su esposa nos hicieron pasar a su modesta cocina, en cuyo centro un fogón de leña iluminaba e irradiaba calor por toda la pieza.

El dueño de casa resultó conocido de don Carlos, ya que compraba sus “faltes”, como él dijo, en el negocio de abarrotes que Hinojosa poseía en la calle Bulnes de Collipulli, el campesino tenía un gran corazón y un inigualable espíritu de solidaridad con sus semejantes, rápidamente se dirigió al corral y enlazó el mejor borrego para, desinteresadamente, cocinarlo y atender a esa chorreante comitiva, a mí me desnudaron y vistieron con un áspero sayo, también fui ubicado cerca del fuego para calentarme ya que tiritaba de frío, la dueña de casa con gran dedicación, preparó una infusión de hierbas milagrosas, las que bebí hasta la última gota, después me acostó en una rústica cama, dormí como en la mejor de las literas, todo el resto de la gente se acomodó en aquella cocina de la amistad, donde la grandeza del chileno pobre se mostró en su máxima expresión, todo el mundo se secó, comió, conversó y se alegró de la suerte de encontrarse en esa amable casa.

Tres días estuvimos arranchados allí, hasta que pasaron las lluvias, a la mañana siguiente de nuestra llegada se hicieron viajes al camión y se trajeron alimentos, ya que los de la casa casi se habían terminado; finalmente no llegamos a las termas y ni siquiera me resfrié gracias a los cuidados de esa gente generosa, nos volvimos a Collipulli en el cacharro ya reparado, por el mismo camino, esta vez anegado y fangoso.

No me importó no haber llegado a las termas, pero si fue enriquecedor el haber tenido esa experiencia única, nunca se borrará de mi mente esa rústica cocina llena de caras asustadas y húmedas iluminadas por las llamas del fogón, parecía un cuadro trágico de Goya, y ver como el chilenazo, quién nos abrió la puerta de su casa y de su corazón grande como el de los rotos de Yungay, coger de un clavo un viejo y sobado tiento para enlazar y sacrificar su mejor cordero y teniendo tan poco, dar de comer a todos.

Siempre he asociado esos instantes con algo casi inexplicable, pienso y creo que allí, de alguna manera en su espíritu, en manos de ese humilde campesino y su mujer, se repitió una vez más el milagro de los panes.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario