martes, 11 de octubre de 2016

Primavera del 53

Armando (a nuestra derecha) y Oscar "Tito" Carrasco
En 1950, cuando recién había cumplido los 12 años de edad, cursé el “sexto de preparatorias” en la Escuela Superior de Hombres de Collipulli, cuyo director por esos tiempos, era el señor Alberto Encina Millar y que funcionaba en un hermoso y antiguo edificio de ladrillos, construido a finales del siglo XIX, bajo la presidencia del insigne mandatario don José Manuel Balmaceda y Fernández, con las primeras platas del salitre. 

Ahí teniendo como profesor jefe al recordado maestro Don Teobaldo Morales Pacheco, conocí como compañero de curso a quien fué mi amigo y compadre, el “Tito Carrasco” (Oscar Sergio Carrasco Seguel) QEPD y a través de él trabé amistad con sus hermanos Mario y Luis (el Meluga) así como conocí a toda su extensa familia que vivía en una pequeña casa ubicada en el recinto de Ferrocarriles, situada en el extremo Sur de los terrenos de dicha Empresa.

Su madre, doña Carmen, me atendió siempre con cariño, como uno más en la mesa, su padre don Gregorio, un buen hombre, era funcionario de ferrocarriles cuando aún no existía la Ruta 5 y la carretera que unía a Chile, denominada pomposamente “panamericana”, apenas merecería hoy el nombre de “camino vecinal”. En atención al mal estado crónico que siempre presentaba dicha ruta, aún no había camiones que se atrevieran a transitar en forma permanente por ella, por tal razón obligadamente los trenes acarreaban toda las mercaderías del país, debido a ello las estaciones ferroviarias manejaban un impresionante flujo de convoyes que iban y venían y los funcionarios, como “don Goyo”, tenían una gran responsabilidad.

Siempre permanecerá archivado en mi memoria el pitazo largo -y a veces triste- de las locomotoras a vapor, el olor tan especial a carbón de piedra quemado en las calderas de esas ennegrecidas máquinas, el chás-chás de sus aceleradas con patinazos en los rieles y los golpes sordos y secos al unirse las muelas de los carros, sus resoplidos y el traslúcido y mágico velo de vapor que constantemente las envolvía.

También haré una corta mención a los sufridos hombres que manejaban las locomotoras, los Maquinistas, siempre tiznados y pasados de aceite, con la piel arrugada y tostada por todos los vientos del territorio, recibiendo de frente el fiero calor de la caldera y por la espalda el frío que bajaba de los Andes o subía del mar, ellos sabiendo la inmensa responsabilidad que les pesaba, viajaban siempre alertas con una mano en el freno y la vista puesta fijamente en las infinitas vías.

La Estación de Ferrocarriles era un mundo bullente y distinto, hoy ya totalmente en retirada, siempre una gran multitud de personas acudía al horario de pasada de los trenes, entre ellos el de 8, el de 11, el de 6, el rápido y otros. Las bodegas del recinto estaban siempre rodeadas de carretones tirados por caballos, sacando las mercaderías que abastecían todos los negocios, boliches y cantinas del pueblo, hoy las sombras del olvido rondan por sus rincones, el pasto y el silencio han cubierto sus oxidadas vías ¡Que pena me da ir allí!, incluso los ancianos eucaliptus que galanamente daban la bienvenida al extenso patio de bodegas y que quizás cuantas generaciones de carreteros y jinetes cobijaron a su fresca sombra, ya no están.

Por las noches cuando el silencio se apoderaba de Collipulli y la mortecina luz que proporcionaba la Cía. Molinera El Globo al pueblo apenas iluminaba las oscuras calles, acostado en mi cama escuchaba el paso de los trenes y me impresionaba sobre todo, el ruido tan especial que hacían al cruzar por sobre el metálico viaducto del Malleco, era un sonido fuerte, profundo y poderoso, que aún hoy en mis noches de insomnio me parece sentir, mi imaginación volaba, pensando a que remotos parajes llegarían, cuantas lluvias y soles los acompañarían en sus interminables jornadas, en fin, mil viajes que mi mente joven creaba con infinitos matices.

¿Cuántas veces anduve en esos trenes?, no lo sé, pero siempre fue un agrado hacerlo, recuerdo mis primeros viajes desde mi natal Gorbea a mediados de la década del 40 del siglo pasado, especialmente, algunos que hice con mi tía Lili ó mi abuela Eudocia, quien me daba una fruta o un dulce y siempre me colocaba al lado de la ventanilla, para que me entretuviera contemplando los paisajes y la gente, mientras ella me hablaba con nostalgia de su lejana España. Me encantaban sus espacios interiores, los boletos de cartón, los barnizados asientos de madera de los carros de tercera, el abigarrado grupo de pasajeros que daba vida a esa comedia incomparable que significaba cada viaje, ahí estaban las familias que sentadas frente a frente degustaban pollos y viandas exquisitas, los serios conductores con sus negras gorras, los pequeños contrabandistas que acarreaban aguardiente de Diuquín, los que se hacían los dormidos para no pagar los pasajes, el ir y venir de vendedores con sus gritos característicos: ¡Malta, papaya y pilsen!, ¡A las ricas tortas de Curicó!, ¡Pruebe los sabrosos pollos de San Rosendo! ó ¡Sírvase las ricas sustancias de Chillán!, y siempre, siempre el verde e incomparable paisaje de esta angosta faja, corriendo raudo por las ventanillas y que nunca me cansé de admirar.

En ese mundo de pitazos, ruidos de trenes y ajetreo constante vivían Oscar y Luis, para mi siempre fue placentero ir donde ellos. Jugábamos y nos divertíamos como nadie.

Con mis amigos “Los Carrasco”, recorrimos a pie cuanto lugar agreste había en la zona de Collipulli, las distancias se medían por el poder de nuestras ágiles zancadas, no se nos escapó nada: ríos, quebradas, cerros, lagunas, valles, cavernas, llanos, oscuras montañas, esteros y chorrillos, conocieron las huellas de nuestras pisadas, escucharon nuestras voces y supieron de nuestras penas y alegrías. En estos constantes recorridos, no hubo arbustos o árboles frutales que no fueran honrados con nuestra golosa presencia, nos encaramabamos en añosos perales, apaleamos quintas enteras de manzanos, les corrimos garrotazos a macetas de digueñes ubicadas en lo mas alto de los hualles, sacudimos cerezos, dimos cuenta de uvas y zarzamoras, en fin, para la vehemencia y las ganas de la juventud que corría por nuestras venas, no hubo espinas, peligros o árboles altos que nos impidieran gozar de cuanta fruta ponía la naturaleza a nuestro alcance, creo que si hubiéramos vividos en el Paraíso, la serpiente se habría quedado sin su mítica manzana.

Cuando llegaba la primavera con sus cantos de vida y sus mantos de flores, el aire se entibiaba, los días comenzaban a alargarse y los ríos a disminuir su cauce, sus agitadas aguas achocolatadas se calmaban y tornaban a un verde profundo, que reflejaba nostálgicamente en sus ondas, el mágico color de la desaparecida selva araucana. Entonces iniciabamos nuestra alegre temporada de pesca, los aperos que usábamos eran mínimos: un tarro y un terrible, primero con lienzas trenzadas que nos producían, al enrollarlas profundos cortes en las coyunturas de los dedos, posteriormente, cuando apareció el nylon monofilamento, este problema se acabó.

Estos viajes siempre duraban todo un día, de madrugada, tipo 5:00 a  5:30 de la mañana, cuando el  sol apenas empezaba a derrotar la penumbra iluminando tenuemente las adormiladas calles del pueblo. Me levantaba y rápidamente me vestía, tomaba todos los elementos que había dejado preparado el día anterior, entre los cuales no podía faltar la bolsa de “roquín” que mi madre Francisca me ayudaba a preparar y que generalmente contenía: pan, tomates, sal, harina tostada y pare de contar, emprendía el viaje solo o a veces acompañado por alguno de mis queridos hermanos, endilgaba o endilgábamos por Saavedra hacia abajo, que en esa época era una polvorienta y ancha avenida, donde durante el año se llevaban a efecto importantes eventos de la comunidad, tales como la instalación de las ramadas para celebrar el 18 de Septiembre o las concurridas y gritadas carreras de caballos a la chilena y también en este ancho callejón, en el verano, cuando el sol calcinaba su desnudo suelo, era adornado con las carpas multicolores de circos y también de los gitanos.

Caminábamos con paso rápido hasta el viejo molino de Don Armando Gacitúa Lillo, que era prácticamente el límite del pueblo por el lado norte, al llegar a él, doblábamos a la izquierda y tomábamos por Bilbao, en la segunda cuadra de esta calle se encontraba la cárcel, antiguo y vetusto edificio amurallado de ladrillos, también construido a fines del siglo XIX con los ingreso del nortino nitrato y que en esos tiempos tenía fama de ser un presidio temido, albergando en su interior a los más connotados hampones de la nación. Por esa vía se llegaba directamente al recinto ferroviario.

Mis amigos estaban siempre listos para emprender el viaje, salíamos por el camino que va a la ciudad de Angol y que pasaba justamente por un costado de su casa, era una ruta solo ripiada y en regular estado, bordeada de viejos cercos de alambre e innumerables  matas de rosa-mosqueta que aún en esos tiempos lucían todos su rojos frutos, debido a que los ávidos comerciantes, todavía no les habían hincado el diente.

Conversando de mil cosas, jugando, corriéndole hondazos a los pájaros, cercos y postes, tirando tallas, haciendo bromas y riéndonos de todo, recorríamos ese solitario camino, pasando por la Genética, el Fundo Mariluán, que en lengua mapuche significa 10 guanacos, animales que seguramente en el pasado, antes que llegaran las huestes castellanas, poblaban profusamente estas tierras, continuaban los predios el Toronjil y Lolenco y finalmente llegábamos a los comienzos de la gran Hacienda Santa Elena, que partía con un ancho cerco vivo de matas espinosas y continuaba con una inmensa avenida de eucaliptus; al empezar esta arboleda nos desviábamos a la izquierda abandonando la ruta, pasábamos frente a una vieja y arruinada casa de lata y por un polvoriento camino para gente de a pie, comenzábamos a bajar la cuesta del Malleco, la cual tenía mucho menos pendiente que en Collipulli, a media falda cruzábamos un ancho canal de regadío por sobre un delgado madero, ubicado precariamente encima del cauce. Teníamos que actuar como verdaderos equilibristas para atravesarlo.

En una oportunidad, era la primavera del 53, en que íbamos bastante apurados, el Meluga perdió pie y cayó al profundo canal como a las siete de la mañana, corrimos hacia abajo y dificultosamente logramos sacarlo del agua, se mojó entero y tiritaba de frío, rápidamente mi compadre y yo le proporcionamos pilchas secas para que se vistiera y pudiera continuar, afortunadamente la cosa no pasó a mayores y quedó de manifiesto -una vez más- la gran camaradería y solidaridad que reinaba entre nosotros.

Terminada la cuesta, ingresábamos a una gran vega empastada con trébol rosado siempre húmedo por las mañanas, a veces salían corriendo liebres o conejos y también volaban asustadas perdices, gritábamos con entusiasmo y les lanzábamos peñascazos con las hondas de elástico, para darle mas color a la cosa les animábamos los quiltros que nos acompañaban, como estos siempre estaban con el diente largo y la guata pegada al espinazo, obedecían al instante y corrían como poseídos, ladrando desaforadamente, con la quimérica idea de conseguir un suculento desayuno, pero siempre lo único que ganaban era llegar muertos de cansados y con la lengua afuera.

Habitualmente nos encontrábamos con el río Malleco en un lugar donde en la primavera se construía un precario tranque artificial, para desviar parte de las aguas y regar campos ubicados en el lado oeste de su cauce.

Alegremente, nos sentábamos a la orilla, mirando correr sus cristalinas aguas, que aún no estaban contaminadas pues Collipulli no contaba con alcantarillado, hacíamos comentarios alegres acerca de la cantidad y tamaño de los peces que nos gustaría coger ese día, rápidamente nos cambiábamos de ropa, vistiéndonos con trajes de baño artesanales o algún viejo pantalón de gimnasia y en los pies, zapatos o zapatillas al final de su vida útil, guardábamos todo en mochilas o bolsos que nosotros mismos confeccionábamos, las colgábamos al hombro y partía la jornada de pesca.

Tarro en mano, borneando con agilidad el terrible, lo lanzábamos a las heladas aguas para tratar de coger el primer pez, casi siempre algo enganchábamos en este pequeño tranque, seguidamente comenzábamos a caminar río arriba, tirando el señuelo en cada rincón del cauce, donde a nuestro experimentado parecer pudiera picar alguna pieza, sobre todo nos gustaba lanzar casi debajo de los sauces llorones, cuyas ramas llegaban hasta el agua y eran peinadas por las corrientes, este tipo de árboles junto con los aromos son muy abundantes a orilla del Malleco, acompañados por interminables matorrales de zarzamora, desde cuyo interior a veces, aparecen las claras y anchas hojas de las parras, cuyas semillas el río robó alguna vez de las viñas franciscanas y para deleite nuestro las sembró por sus extensas riberas.

El día empezaba a correr y los bolsos por supuesto a llenarse, en las corrientes suaves y semi profundas, donde el fondo se ve de un color verdoso y hay grandes piedras sumergidas, casi siempre detrás de ellas está esperando una trucha para alimentarse con lo que sea, son muy voraces, Cuando la trucha se lanza como una centella sobre el terrible y lo muerde, se siente un fuerte tirón, esto siempre iba  aparejado con una gran exclamación del dueño de la lienza, si el pez era de tamaño grande, arrancaba a cualquier parte dando impresionantes saltos, haciendo silbar el sedal, ahí funcionaba la muñeca y la pericia del pescador, para transformar después de una ardua lucha, el pez en pescado. El pescador una vez que lo tenía fuera del agua, lo levantaba orgulloso para mostrarlo al resto, los demás aguijoneados por un poco de sana envidia, redoblaban sus esfuerzos para coger otro ojalá más grande.

A la hora de almuerzo, nos deteníamos en un recodo del río con muy buena vista, una agradable sombra y mucha arena, hacíamos una fogata con palos resecos por el sol, que el río había arrastrado y acumulado en sus crecidas invernales, una vez que el fuego  estaba ardiendo con fuerza y empezaba a transformarse en una buena braserada, nos acercábamos al agua y limpiábamos una trucha para cocinarla, casi siempre la más bonita (la más grande), previamente aliñada con sal o lo que lleváramos, la ensartábamos a lo largo en una gruesa varilla de mimbre descascarado, que hacía la veces de asador, enseguida la envolvíamos con las mismas tiras de cáscara y la colocábamos encima de las brasas, quizá sería por el hambre joven de esos años o que la papilas gustativas las teníamos en mejores condiciones, pero nunca recuerdo haber comido truchas tan sabrosas como aquellas, y eso que no disponíamos del rico vino blanco para honrarlas.

Una vez que el hambre era derrotada por este suculento almuerzo, nos tendíamos en las calidas arenas a descansar y a conversar del resultado parcial de la jornada, escuchábamos embelesados el sonido de las aguas discurriendo alegremente entre ramas y piedras, el canto de las cigarras, el zumbido de abejas y moscardones en su incansable tarea de polinizar cuanta flor estuviera a su alcance y también el trinar de entonados parajillos, enfrascado en la dura faena de alimentar a sus nuevas generaciones, era un concierto de vida-primavera inigualable, dirigido por la cálida brisa del sur, quien acompasadamente mecía los aromos llevando el ritmo de esta sinfonía si  par.

Los soles de esos tiempos no eran tan dañinos como los de hoy, el ozono existía en cantidades normales y solo nos tostábamos, transcurrido un rato prudente nos tirábamos al agua, nadábamos, jugábamos y hacíamos piruetas lanzándonos en piqueros desde altas rocas, para demostrar nuestra audacia y que no le teníamos miedo al río.

Después de una media hora de retozar en el agua, decidíamos continuar la pesca y de nuevo a caminar por dentro y fuera del cauce. En nuestro avance cruzábamos quintas, huertos, chacras, casas abandonadas y en todas partes había frutas verdes y también maduras tales como manzanas, peras, duraznos, uvas, etc., las cuales pasaban a constituir nuestro postre, además estaban las autóctonas como: el maqui, boldo, cóguiles, quilo y muchas otras a las cuales les hacíamos un espacio en nuestra selecta dieta.

Cuando por una mala maniobra se nos quedaba enredado el terrible, teníamos que recuperarlo de cualquier forma, así estuviera enganchado en la mas larga rama de un roble, colgando hasta la mitad del río o enredado en una profunda piedra en medio de una oscura corriente, era el único señuelo que llevábamos y si llegábamos a perderlo nos quedábamos sin poder continuar pescando, por esta razón y tal vez por muchas otras, nos transformamos en eximios escaladores de árboles, incansables caminantes y avezados nadadores.

En las partes correntosas y hondas, para poder cruzarlas, formábamos una cadena humana con las manos apoyadas en los hombros, los más chicos iban siempre al medio, ya que si la corriente del agua les impedía afirmarse en el pedregoso fondo, los más grandes los sujetaban hasta llegar al otro lado, a pesar de que éramos jóvenes y arriesgados, nunca estuvimos realmente en peligro de ahogarnos o que nos sucediera alguna desgracia. Conocíamos todos los rincones y vericuetos del Malleco y tanto recorrerlo creamos un mapa geográfico no escrito con nombres como: el raudal de la perra, el peumo, la peña, la turbina, la vuelta de don Pioco, el codo, el puente de cimbra, la vuelta del toronjil, la casa de lata y muchos más que hoy se me escapan.

En una oportunidad le picó un gran pez al Meluga y como estaba al medio de una amplia corriente, la trucha empezó rápidamente a dar vueltas alrededor de él y prácticamente lo maneó, cuando estuvo la lienza bastante corta y tensa, pegó un tremendo salto, seguido de un fuerte tirón y cortó el duro sedal, casi lo lanza de espaldas al agua y el nylon le dejó unas profundas marcas en las piernas, se quedó sin pez y sin su único terrible, muy apenado debió ir detrás nuestro, conformándose con tirar hondazos y apalear manzanos.

Tanto caminar por el agua, casi siempre los zapatos o zapatillas terminaban haciéndose pedazos, el fondo del Malleco, es casi todo de piedra ya que tiene mucha corriente y no acumula arena, esto ayudaba a que se desarmara cualquier tipo de calzado a veces también usábamos alpargatas de cáñamo, estas apenas duraban  dos o tres salidas y se rompían ya que la parte superior era de género, por lo que generalmente la mitad de la pesca la hacíamos a pata pelada, al finalizar el día apenas podíamos caminar, pero estas constante salidas a pescar y caminar por las piedras endurecieron nuestros pies y hasta hoy puedo andar por rocas y suelos muy disparejos sin ningún tipo de problemas.

Cuando el sol se iba por detrás de los cerros de Chihuaihue y caía la tarde, casi siempre salíamos en la vuelta del Toronjil, profundo raudal que se hacía en un recodo venerable del río, ahí nos vestíamos y calzábamos con la ropa y zapatos secos que nos quedaban y emprendíamos la vuelta, subiendo la  cuesta por un antiguo camino labrado, que empalmaba frente al predio Mariluan con la ruta Angol - Collipulli, distante este último unos cuatro kilómetros hacia el sur oriente, los que recorríamos con paso cansino, distinto al que llevábamos por la mañana cuando pasábamos por el mismo lugar hacia el norponiente, llenos de ilusiones, rumbeando firmemente hacia la entrada de Santa Elena.

Primero llegábamos a la casa de mis amigos, ahí su madre nos servía una abundante y reponedora once, una vez que esta concluía, continuaba mi viaje hasta Bulnes 401 con Saavedra, esquina en la cual estaba la “mansión” de la numerosa familia Poo Kustcher, de la cual sin afán de heredar nada, soy el primogénito. Después de una segunda once mostraba orgulloso el producto de mi pesca, que siempre era aplaudido por mis padres y muy comentado por mis hermanos, un rato de conversación y una cuota de cachiporreo, y el cuento de lo que le pasa siempre a todo pescador, relataba con lujo de detalles como se me escapó el más grande de todos los peces, todos me agarraban para el chuleteo, diciéndome que ese era un cuento demasiado viejo y trillado como para creerlo, posteriormente a la cama y a dormir como tronco.

Incontables veces, a lo largo de muchos años, efectuamos estos inolvidables viajes y en la medida que pasa el tiempo, ellos crecen y se agrandan en mis recuerdos, pienso que conforman una de las etapas más hermosas de mi juventud y quise escribirlas, para compartir este tesoro de la adolescencia, con mis amigos entrañables y participantes directos, Oscar y Luis Carrasco y también mis queridos hermanos: Dube, Carmen, Chocho, Dénis, Lucho, Rafael y por supuesto mis padres Armando y Francisca.

Aún me parece sentir el fresco de las mañanas, resbalando por mi rostro al salir por las dormidas calles y también la suave caricia de los vientos del sur, que me envolvía y reconfortaba al regresar por las tardes.

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