viernes, 7 de octubre de 2016

El Paro

En 1962, cuando cumplí dos años como funcionario del Banco del Estado de Chile, la situación económica del personal era bastante mala y el sindicato en representación del personal solicitó un aumento sustantivo de las rentas de todos los funcionarios, pero el gobierno archiconservador de la época encabezado por el “Paleta” Alessandri, estimó que esta pedida estaba con el tejo absolutamente pasado y su Ministro de Hacienda lo rechazó de plano, entonces los aguerridos dirigentes sindicales de esos tiempos llamaron a sus huestes bancarias a una huelga reivindicatoria de todos los derechos conculcados y por supuesto del negado aumento de rentas.

Se hicieron reuniones de emergencia en la oficina de Tierras Coloradas (Collipulli), donde yo trabajaba, a la que asistimos todo el personal, entre ellos: Dn. Héctor, “El Rodaja”, El “Nato”, el “Chico de las Nieves”, “Setiembre”, “El Guatón”, y otros atletas, todos encabezados por don Arca, que era nuestro delegado del personal y sin más, en vista de la obstinada intransigencia de las autoridades del Banco, se votó el paro indefinido por unanimidad, apoyando irrestrictamente lo dispuesto por la Directiva Nacional. Nuestro espigado dirigente después de encendidas arengas, nos recomendó inmediatamente, que teníamos que hacernos humo y desaparecer del pueblo, porque en cuanto se iniciara el paro se dictarían órdenes de detención en contra de todo el personal que se adhiriera, ya que según señaló, se nos aplicaría “La Ley Maldita”, o Ley de Defensa Interior del Estado, que había sido promulgada algunos años antes -durante el último gobierno radical presidido por “Don Gabito”- para sacar a los comunistas de las lides políticas. A raíz de este feo panorama, el personal de la Oficina, jóvenes y casados la mayoría, decidimos ir a fondearnos en grupo y para tales efectos un amigo agricultor, soltero, cliente y amigo, nos ofreció el fundo que administraba que era relativamente cerca de Collipulli, donde el mismo residía.

Todos pensamos ingenuamente que la huelga a lo más iba a durar una semana y que le quebraríamos la mano al gobierno, ¡que ilusos fuimos!. Nos preparamos con ropas y vituallas, cargamos una vieja camioneta en la cual todos quedamos sentados arriba de garrafas y botellas, en general se llevaron casi puros bebestibles ya que el dueño de casa señaló taxativamente que el pondría el “mastique”, el predio estaba ubicado a unos quince kilómetros del pueblo, era entrado otoño y los frágiles caminos rurales de esa época, estaban convertidos en largos lodazales, partimos después de almuerzo por la fangosa ruta, nos desviamos y entramos a la senda que llevaba al interior del fundo, que estaba mucho peor, quedamos pegados y debimos bajarnos a empujar, todos nos embarramos y mojamos con el fango de la ruta y la lluvia torrencial que caía sobre nosotros, llegamos atardeciendo a la casa del predio, hambrientos, con una inmensa sed, entumidos y mojados como pitíos.

Haré algunas observaciones sobre esa antigua vivienda, que conocí en mi infancia cuando un tío administró ese fundo, y que pertenecía en esos tiempos de mi infancia a una dama descendiente de generales que participaron gloriosamente en la Guerra del Pacífico y a los cuales el gobierno de esos tiempos, les entregó terrenos en la Araucanía en compensación por los servicios prestados a la Patria. Ella al parecer era viuda y su único hijo murió siendo muy pequeño, manejó sus predios y haciendas como una terrateniente de antiguo cuño y según los lugareños tenía pacto con el diablo, pero ella intentaba bajarle el perfil a esto llevando constantemente misiones católicas a sus fundos, para casar, confesar y bautizar al peonaje, estos curas la ayudaban bastante, ya que le aconsejaban a la gente que se portara bien, que no tomaran mucho trago, que la patrona era lo mejor y que por ningún motivo le robaran ya que ese era un pecado muy grave, después de esto los frailes se volvían a la ciudad con sus buenos sacos de trigo, quesos, etc., frente a esta casa, como testimonio de su Fe, en la base de una pequeña colina, había un gran Cristo blanco crucificado, que recortaba su flagelado cuerpo contra el verde fondo.

Cuando ella habitaba esa sobria mansión, especialmente en verano, era temida por su comentado pacto con Satanás, por su Fe y su amistad con autoridades y curas, todos los peones, inquilinos, camperos y capataces que tenían que hablar con ella, se acercaban en forma sumisa y respetuosa a su puerta con la chupalla o el sombrero en la mano y casi siempre les tocaba solo escuchar y responder con monosílabos: -¡Si misiá, ¡No misiá!

Cuando por alguna razón debía viajar al pueblo, lo hacía en un elegante coche cerrado, color caoba, tirado por cuatro caballos negros, con auriga y ayudante en el alto asiento de conducir, que llevaban las riendas y dirigían el hermoso carruaje, también se hacía acompañar, como resguardo, por tres o cuatro peones a caballo, esto aumentaba el aire de misterio y miedo que siempre le rodeaba. Cuando la casa estaba deshabitada, nadie se acercaba a ella, el temor a todos los cuentos e historias que se tejían a su alrededor y que seguramente ella no desmentía, hacían de esta casa de ventanas tapiadas y cortinajes corridos cuando ella no estaba, un lugar intocable; era de un piso, de amplios corredores con grandes ventanales, muy espaciosa confeccionada con maderas nativas de primera calidad, su color era blanco como el Cristo que la miraba desde el frente, era pues una muy buena casa.

Al fallecer esta señora, a finales de la década del cincuenta, no dejó descendencia directa y todos sus predios y bienes, se repartieron entre sus escasas amistades, la iglesia y varios sobrinos, este campo al cual fuimos a refugiarnos estaba a cargo de un amigo, hombre joven, gran participante en cuanto rodeo se hacía en la región, de gran corazón y amigo de sus amigos.

Cuando llegamos en esa tarde otoñal a la referida mansión, todo estaba preparado, conjuntamente con nosotros llegó otro grupo de amigos corraleros del dueño de casa para ayudarnos a matar la soledad y el encierro, nos instalamos y empezó la fiesta, se destaparon garrafas, se carnearon corderos, en las viviendas de los inquilinos más cercanos se hicieron tortillas y sopaipillas, de las mismas, llegaron guitarristas y bailarinas; esa hermosa vivienda, que en otros tiempos medianamente recientes, fue sinónimo de respeto, tranquilidad y silencio, se convirtió de la noche a la mañana en una taberna, era como si las leyendas del diablo se hubieran hecho realidad, se bailaron cuecas de pata en quincha, guitarreadas y cantadas por las voces achispadas y gritonas de los campesinos, donde las huasas, haciendo remolinos en la pista, mostraban sus gordas piernas hasta más arriba de la rodilla, lo que arrancaba un griterío de la eufórica concurrencia, las viejas y desteñidas guitarras casi se desarmaban después de tanto tamboreteo, en un rincón El Nato, a medio filo, con mucho entusiasmo entonaba melodiosamente "Antofagasta Dormida", acompañándose de un par de cucharas en la mano, que con mucha gracia hacía sonar rítmicamente, en la pieza de al lado, el Rodaja con su voz privilegiada de tenor, cantaba, acompañado por muchos el "Mendigo Errante", aún hoy no me explico cómo después de tantos cigarros, juergas, parrandas y trasnoches, poseía aún esa voz maravillosa.

Afuera el temporal arreciaba, el viento y la lluvia del crudo otoño sureño, hacían sonar las viejas planchas de zinc, crujían lastimosamente los herrajes de puertas y portones, los árboles se doblaban hasta el suelo y las gruesas gotas de lluvia lavaban y lavaban el cuerpo del Cristo crucificado, como si quisieran redimir todos los pecados del mundo.

Dentro de la casa  el calor de la parranda y el sudor de los cuerpos, empañaban los pocos vidrios buenos que iban quedando en los ventanales, el humo de los cigarros, los vapores etílicos y el polvo levantado por las zapateadas cuecas y corridos, enrarecían aún más el viciado aire, todos hablaban al unísono, el Chico contaba chistes picantes, el Nato hacía alarde de conocer todos los pelambres del pueblo, don Arca descueraba sin misericordia a los políticos, todo daba vuelta en esa palestra donde Baco era el rey, las honras de damas y muchachonas rodaban por el suelo, el cachiporreo de algunos con incontables mujeres, hacían parecer niños de pecho a Casanova y a Don Juan Tenorio, cada cual poseía una mejor historia que contar y levantando la voz trataba de imponerse en esa baraúnda, todo era realmente apoteósico y eso que aún el pisco no había hecho su entrada triunfal en la mesa bancaria, incluso algunos los más acalorados, para despejarse, se bañaban en una antigua y hermosa tina blanca llena de agua sucia y helada, lugar donde con toda finura, pocos años antes, entre perfumes y jabones caros, la antigua dueña de casa se acicalaba para su diarias labores. 

Todos los que allí estábamos, no éramos ningunos santos, es más, incluso había bebedores célebres, sibaritas de fuste y también asiduos visitantes de chincheles y locales nocturnos, pero lo que ocurrió en esos días lo superó todo, como dicen en el campo, corrió vino como para bañar yeguas y nadie estaba preparado para tanto, don Héctor con los ojos semi cerrados por tanta juerga y días sin dormir, en razón de su antigüedad y ascendencia sobre el agotado grupo, dispuso, de acuerdo con todos, retirarse de esa pesada y áspera lid y que cada uno se escondiera por su lado, ya que si hubiéramos esperado allí los treinta días que duró el paro, ninguno sale vivo.

Fueron tres días de fiestonga, nadie durmió ni podía hacerlo, por que el que se subía arriba de una cama lo botaban al suelo, se quebraron prácticamente todos los vasos, se rompieron vidrios y muebles, el suelo crujía y resonaba al pisar ya que estaba lleno de pedazos de vidrio, lozas y cristales y sorprendentemente una gran radio de tubos, no cesó de tocar en esos tres días y eso que no había electricidad, finalmente cuando salió el sol y nos quisimos retirar en nuestros vehículos, descubrimos con sorpresa que todas las baterías estaban agotadas ya que se habían usado para hacer funcionar la radio de marras.

Finalmente de ahí me fui a esconder a Victoria al fundo “El Granero”, que era propiedad entonces, de don Enrique Reuse y de doña Alicia Cretton, padres de mis grandes y queridos amigos: Ricardo, Irma y Eduardo, este último fue compañero de curso desde cuarto a sexto humanidades en el Instituto Victoria. Para matar el tiempo recorrimos cuanto campo de caza había en los alrededores persiguiendo perdices, conejos, liebres, patos, etc. Por las noches jugábamos al naipe, conversábamos de mil cosas de la juventud, contábamos chistes y chascarros, planificábamos el día siguiente, cargábamos cartuchos de caza y recordábamos con mucho cariño a nuestros ancestros suizos, don Enrique con su tono especial de voz contaba innumerables historias de cacerías, en fin eran unas tertulias incomparables, siempre nos acostábamos tarde y con el corazón lleno de alegría, totalmente distinto a lo acontecido en la casa donde estuvimos fondeados en Collipulli.

Con una pequeña radio a pilas marca Sanyo, que había comprado como  novedad, me enteraba diariamente del estado de la huelga mientras duró.

Disfruté del cariño y del afecto de los dueños de casa y de sus hijos, todos me estimaban mucho y me brindaron todo su apoyo en esos tiempos difíciles, los llevo para siempre en mi corazón.

Cuando el paro terminó y volvimos a la vieja Oficina, no nos subieron un peso los sueldos, nos descontaron los días no trabajados y tuvimos que ordenar y procesar la heterogénea ruma de papeles y documentos que amontonaron en esos treinta días los jefes de la sucursal.

Como conclusión podría decir que en lo material no ganamos nada, es más, perdimos, pero si obtuvimos una experiencia inolvidable y el personal demostró una unidad férrea e inquebrantable en la lucha por sus derechos, muchos cayeron presos y lo pasaron requetemal, fueron épocas duras, pero muy enriquecedoras.

Gremios como el del Banco del Estado, que ha sobrevivido a distintos regímenes y gobiernos, es un ejemplo de unidad y lucha por el pilar fundamental de toda empresa, sus trabajadores.

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