lunes, 3 de octubre de 2016

La Pesca Milagrosa

A comienzos de la década de los 60, después de empezar a trabajar en el Banco del Estado de Chile, tuve por primera vez en mi vida la oportunidad de comprar un automóvil y este fue un furgón Opel Caravan Olympia modelo 1957, como era un vehículo viejo y muy maltratado, lo más del tiempo estaba en el garaje de mis amigos y vecinos: Hernán y Mario Célis Vargas, cuyo taller estaba ubicado al lado de la carretera Panamericana, ellos hacían milagros reparándolo de la mejor forma posible, para que yo pudiera viajar tranquilo y seguro con mi familia, a raíz de esta cercanía y encuentros constantes nos hicimos muy amigos, vivíamos en la misma población y además los tres éramos integrantes del Club de Pesca y Caza “Los Cuervos de Collipulli” y participábamos en conjunto en: pescas, cacerías, eventos y muchos y recordados campeonatos provinciales y regionales de ambas disciplinas deportivas. 

En alguna de esas largas y calurosas tardes de verano, en que nos sentábamos en las afueras del taller a conversar de mil cosas, me contaron una sabrosa anécdota, que tiene que ver con la pesca y que les sucedió cuando eran niños de diez y once años y aún vivían en la zona de Melipilla.

Me señalaron que la casa de sus padres estaba cerca del  Maipo y que muchas veces fueron a ese río a pescar truchas y pejerreyes, cabe señalar que por esos tiempos a fínales de la década de los cuarenta, este curso de agua tenía poca contaminación y su cauce aún lucía de un color verde oscuro.

También me contaron que tenían un gran grupo de amigos de su edad, con los cuales después de salir de la escuela jugaban y compartían tardes enteras, y algunos fines de semana iban a pescar. Un día llegó un chico nuevo al barrio, que tenía un par de años más que ellos, su papá venía trasladado de Santiago y asumió en el Departamento de Vialidad como experto en detonar piedras y rocas con dinamita.

Dejemos que sean los mismos protagonistas los que nos relaten el resto de esta historia, tal como me la contaron a mí:

En una ocasión en que estábamos conversando, este nuevo amigo que como santiaguino era muy agrandado, sabiendo nuestra afición por la pesca nos dijo: los invito a capturar peces y les aseguro que sacaremos muchos salmones y harto más grandes que las porquerías que enganchan con anzuelo y lombrices, ante esta elocuente perorata, nos entusiasmamos y le prometimos que lo acompañaríamos.

Al día siguiente después de clases, nos reunimos en la cancha de fútbol del lugar, subimos a las tribunas y nos sentamos en las graderías, ahí nos explicó de que manera llevaríamos adelante su novedosa forma de pescar. Para asombro nuestro, nos aclaró que esta se haría con un cartucho de dinamita que le había sacado de un cajón a su papá. Nosotros habíamos escuchado hablar algo al respecto, pero no teníamos la más mínima idea de que manera se hacía, como éramos muy jóvenes y temíamos a los peligros que entrañaba dudamos un poco, pero para no pecar de cobardes y gallinas, le dijimos que si, nos pidió que guardáramos el más absoluto secreto y por ningún motivo se lo contáramos a nuestros padres, le juramos que no les diríamos nada.


Al domingo siguiente muy temprano, encabezados por el autodidacta experto en explosivos, nos reunimos en la placita que había frente a su casa, ahí mientras salía el sol nos lanzó las últimas y encendidas arengas y los diez amigos que formábamos el aguerrido grupo, portando bolsas y canastos, partimos a paso redoblado hacia el lugar elegido para tan magno evento, casi convencidos que nos iría mucho mejor que a Pedro en el Mar de Galilea.


Caminamos por una polvorienta senda rural, cercada con alambre de púas, rodeada de zarzamoras, plantas y florecillas silvestres, después de andar unos veinte minutos, pateando piedras, tragando polvo y hablando de mil cosas, decidimos acortar camino y comenzamos a cruzar unos extensos potreros, sembrados de pasto forrajero, cuyas hojas aún estaban humedecidas con las luminosas gotas de rocío matinal, que nos mojaban los pies al caminar, finalmente por detrás de unos espesos matorrales llegamos a la orilla del río, al vernos aparecer una asustada pareja de patos de anteojos, emprendió el vuelo corriente abajo, agitando vigorosamente sus hermosas alas manchadas de blanco y emitiendo su característico y estridente graznido, al mismo tiempo, en ese idílico lugar, volaban a ras de agua una veintena de golondrinas, buscando su alimento, como siempre vestidas de gala, con su frac azul y su pechera blanca luminosa, desplegando su bella, ágil y eterna danza alada, que alegró nuestros espíritus y que a lo largo de los siglos a inspirado a tantos y tantos: escritores, poetas y trovadores, de cuando en cuando tocaban levemente la superficie del agua, formando allí pequeñas ondas viajeras esparcidas por esa parte del río, que parecía un espejo, para coronar este bello espectáculo, en la orilla opuesta, grandes y añosos álamos apuntaban sus ramajes hacia el cielo, como diciéndo a todos "somos los guardianes de esta ribera".


Para los ojos de nuestra infancia, este espacio que visitamos innumerables veces y que nos dio tantas alegrías, era un verdadero lugar de ensueño.


El río en esa parte formaba un gran raudal (pozón) muy profundo que tenía de largo unos cien metros, sus aguas eran de un tono verde que contrastaba con el color de los árboles de sus orillas, enseguida continuaba una corriente muy suave, que tenía una profundidad promedio de cincuenta centímetros, con un fondo de ripio suave, al terminar ésta, después de unos sesenta metros desembocaba en otro raudal más angosto, sobre el cual cruzaba un viejo puente de madera por el que transitaban mayormente personas a pie, carretas tiradas por bueyes, jinetes a caballo y muy de tarde en tarde lo atravesaba un cacharro motorizado.


Antes de salir del pueblo el dinamitero en ciernes, nos pidió que lleváramos elementos para acarrear la abundante cantidad de salmones y pejerreyes que pescaríamos y que también fuéramos con pantalones cortos, trajes de baño y que lleváramos ropa de repuesto, para que cuando terminara la exitosa pesca, nos vistiéramos con pilchas secas y de esa manera volviéramos más cómodos a nuestras casas, que estaban como a cinco kilómetros del río.


Al momento de arribar al lugar elegido, que detallé anteriormente, nos dio las últimas y precisas instrucciones, para que esta memorable excursión diera los frutos esperados por todos, nos dijo que nos instaláramos a pata pelada en la corriente bajita premunidos de nuestros bolsos y  canastos, cada uno separado del otro por unos tres metros, para que de esta manera formáramos una cadena humana de lado a lado y ningún pescado muerto por la explosión pasara rio abajo y se perdiera, nosotros dos como éramos los más chicos nos instalamos cerca de la orilla.


Después de estas claras instrucciones, se dirigió caminando río arriba hasta el comienzo del primer raudal que estaba a cien metros de nosotros. Todos lo quedamos mirado atentamente, llegó a ese lugar y se sentó en el suelo, sacó con cuidado de su bolso el mentado cartucho de dinamita, le puso el fulminante con la mecha y lo amarró a una piedra, posteriormente se puso de pie, lo encendió con un fósforo y con todas sus fuerzas lo lanzó al medio del raudal, se quedó esperando la explosión que mataría los peces, pero no pasó nada, transcurrieron cinco minutos y ¡nada!, se preocupó y corrió hasta llegar cerca de nosotros, a grito pelado le preguntamos que pasaba, el un poco nervioso nos dijo, que tuviéramos paciencia hasta que reventara el cartucho, que a veces se demoraba un poco y según el, estaba en el fondo del lugar donde lo había lanzado.


Como éramos niños,  no estábamos al corriente del inminente peligro que nos amenazaba, por tal razón no nos movimos del lugar y seguimos esperando la gran explosión que llenaría nuestras bolsas y canastos, esperamos y esperamos, el dinamitero muy nervioso miraba para todos lados y nos dijo, ¡cabros, parece que se chingó el tiro!, pero continuamos al aguaite esperanzados en la pesca milagrosa, estábamos en eso, cuando de repente a nuestras espaldas, debajo del viejo puente de madera, se produjo una terrorífica explosión que remeció el valle y también nuestras piernas, se levantó una gran cortina de agua, más encima justo en ese momento lo iba cruzando una carreta tirada por bueyes, la detonación hizo que las vacunos y el carro dieran un salto encima del puente que afortunadamente no se derrumbó, el carretero pillado de sorpresa se cayó de espaldas al suelo y quedó todo revolcado, los bovinos arrancaron a la perdición con la carreta a la rastra dando saltos. En el lugar quedó una gran polvareda que bajó hasta el río y se mezcló con el humo de la dinamita que emitía un olor fuerte y especial. El ahora inexperto en explosivos gritó muy asustado con voz tiritona, ¡cabros salgan del agua y arranquemos!, todos salimos corriendo muy apurados muertos de miedo, recogimos nuestras pilchas, que estaban en la orilla y apretamos cachete para el pueblo.


Si bien es cierto nadie salió herido, solo el carretero debe haber quedado delicado con el porrazo, hay que pensar que la suerte jugó a favor nuestro puesto que la dinamita encendida pasó flotando a media agua por entremedio de todos nosotros y unos cien metros más abajo reventó, si hubiera ocurrido la explosión cuando estaba pasando por el lado nuestro, es más que seguro que no te estaríamos contando esta historia.


Hay que reconocer que el dinamitero con su inexperiencia absoluta, seguramente le puso una mecha muy larga o calculó mal el peso de la piedra y la velocidad del agua, o simplemente no tenía idea de lo que estaba haciendo, pero de todos modos esa inexperiencia, el Ángel de la Guarda que seguramente nos cuidaba o la suerte de los principiantes, hizo que esta aventura de pesca, donde solo pescamos un gran susto, sea recordada como una de nuestras grandes experiencias de la infancia y tal vez un potente aviso para que no volviéramos a participar en eventos tan peligrosos, ya que este nos pudo costar la vida a varios.


Por supuesto que al dinamitero nunca más se le ocurrió invitarnos a cosechar salmones y pejerreyes en bolsas y canastos, después de un tiempo continuamos pescando a la antigua con anzuelos y lombrices. Acholado el inexperto en detonaciones retardadas, nos confesó con vergüenza que esa fue la primera vez que tiraba un cartucho de dinamita y que no lo haría nunca más, aprendió a pescar con nosotros y como éramos unos niños, al poco tiempo de esta peligrosa experiencia estaba olvidada y perdonada.


Solo ahora después de viejos, la recordamos y cuando miramos los ojos de nuestros hermosos hijos, le agradecemos al “Dinamita”, como lo apodamos desde entonces, que no tuviera la mas mínima idea de lo que estaba haciendo, lo que permitió que el mortífero explosivo, pasara flotando tranquilamente por entre todos nosotros perdonándonos la vida y haya elegido para reventar, para susto del carretero y los bueyes, la oscura sombra del viejo y destartalado puente de madera.


Eso fué lo que me relataron ese par de hermanos y amigos en aquella ocasión. Por poco no la cuentan.

2 comentarios:

  1. Buen relato: ágil,tanto que entusiasma al lector para conocer el desenlace de la fabulosa aventura.El lector de forma una idea clara del ánimo de los niños participantes y del ambiente que los rodea.

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  2. Buen relato: ágil,tanto que entusiasma al lector para conocer el desenlace de la fabulosa aventura.El lector de forma una idea clara del ánimo de los niños participantes y del ambiente que los rodea.

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