martes, 20 de diciembre de 2016

Navidad

Recostado en un rincón del estacionamiento de automóviles, un ajado y macilento pino esperó en vano que alguien lo transformara en un símbolo de la Navidad.

Su corta vida transcurrió en un hermoso bosque donde junto a miles de sus hermanos compartía el sol y la vida, una mañana de diciembre cuando aún lo cubría el rocío matutino, un campesino lo taló de un certero hachazo. Creyó que su muerte física era justa y renacería transformándose en el alma de una pascua y a su sombra se cobijaría el pesebre con el hijo de Dios, rodeado del amor de sus padres, de humildes pastores, de los tres reyes magos de oriente y múltiples y bellos animales, pero simplemente se quedó allí, en ese oscuro rincón, alguien lo dejó olvidado y no se acordó más de él, seguramente otro más bello, de ramas más espesas o de un verde más brillante lo reemplazó.

Ese pino no tuvo la fortuna de escuchar las risas alegres de los niños abriendo sus soñados regalos, no parpadearon en el luces multicolores, no sintió el peso de campanas ni bellos adornos y la estrella luminosa que guió a los reyes magos nunca subió hasta su cima, su final, al parecer, como el de tantos otros, había sido una vez más en vano.

Trascurrieron los días y su delgado tronco se secó, se enmohecieron sus púas y comenzaron lentamente a tapizar el suelo de un color pardo triste, cuando su presencia se hizo  molesta, fue arrojado al interior de un vetusto camión basurero. Como compañero de ruta en ese último y zarandeado viaje, se encontró con otros pinos que si se llenaron de luces para la Navidad, algunos venían de casas pobres, los delataban las motas de algodón entre sus ramajes, otros más esbeltos, con algún resto de relucientes guirnaldas denotaban, a las claras que habían alegrado grandes casas.

Por un momento los envidió a todos y renegó de su pobre destino, más abruptamente el viaje llegó a su fin y fue lanzado junto a ellos entremezclados con plásticos, tarros, papeles y basuras al contaminado suelo.

A pesar de todo, no perdió la fe y siguió creyendo que ahí, en ese lugar de suciedad y polución, donde los pobres y desheredados del destino escarban las sobras de un mundo frenético, cumpliría su misión.

Esta, al fin llegó de una manera muy distinta, un envejecido y encorvado mendigo con sus encallecidas manos, apartó la basura y entre todos los despojos de pinos lo escogió a el, lo llevó hasta el alero de una helada alcantarilla, la cual como único adorno tenía una vieja bolsa con el color de la miseria, cubierta de parches y remiendos en la cual estaban todas las posesiones del desventurado, hacía frío y era entrada la tarde, con esfuerzo rompió el arbolillo en tres partes y suavemente, como con reverencia, lo depositó en un fogón, compuesto de cuatro chamuscada  piedras, sopló con dificultad las brasas del rescoldo, avivándose el fuego al arder las resecas ramas, el anciano se acomodó, sentándose en su raído saco y su helado y famélico cuerpo recibió el calor que generó ese humilde pino al ser consumido por las llamas.

¡Que destino tan cambiante!, ¡Que ironías de la vida!, el que tanto soñó con ese mundo de alegrías y risas y solo se quedó en los sueños, ya que nunca cobijó un pesebre hermoso, tampoco se adornó de brillantes luces ni escuchó las risas infantiles de los pequeños, su destino fue absolutamente distinto, impensado y con toda seguridad la grandeza de su sacrificio fue más allá que la de sus hermanos, correspondiéndole calentar el alma de un desventurado, mucho, pero mucho más parecido al cristo doloroso de la cruz, que al dulce niño de Belén.

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