domingo, 11 de diciembre de 2016

Para Eduardo (1937-2005). Escrito en abril de 2015

Las palabras que cubrirán estas blancas hojas de papel, tienen por finalidad rendir un sentido homenaje póstumo, a quien fuera en la juventud, uno de mis mejores amigos y gran compañero de colegio, realmente no se cómo empezar, por que son tantos los recuerdos acumulados en ese hermoso período de la vida, que se me hace difícil poder detallarlos todos.

Comenzaré haciendo un recuento de la forma como le conocí: hice mis tres primeras Humanidades en el Liceo Coeducacional Nocturno de Collipulli, entre los años 1951-53, posteriormente mi papá me matriculó en cuarto, como alumno interno en el Instituto Victoria de la ciudad homónima, distante unos treinta y tres kilómetros al sur de Collipulli.

Llegué a ese curso con tres compañeros collipullanos y más los victorienses llegamos a catorce alumnos, que compartiríamos alegremente el año 1954, ahí tuve en suerte conocer a Eduardo, al siguiente año, en quinto ya fuimos siete y finalmente en 1956, solo cinco llegamos al último curso de Humanidades, éramos jóvenes en la flor de la vida, con mil afanes y sueños para el futuro, ellos fueron: René Acosta Carvallo (El Treile), Nelson Zagal Campos (El Chato), Amador Herrera (El Huaso), Eduardo Reuse Crettón (El Conejo) y el suscrito (alias El Gringo). A lo largo de esos años, fui amigo de todos y vivimos una gran camaradería, tuvimos excelentes maestros formadores, puedo destacar entre ellos sin desmerecer a nadie, a Don Carlitos Carriel, conocedor y amante como nadie de la literatura castellana, Don Juan Rhodes, hombre múltiple que se paseaba por la química y la física, además organizaba los coros y dirigía con gran acierto la banda instrumental que poseía el Instituto, los Padres Mercedarios: Laureano Muñoz, Sanhueza, Hidalgo, Ibáñez, Núñez, el hermano Avello y tantos otros que me perdonen por no mencionarlos.

Desde el primer momento trabé amistad con Eduardo, la cual se cimentó con el tiempo, a él le gustaba la caza y la pesca, que también eran mis aficiones favoritas. A poco andar. Me invitó un fin de semana a su casa, que estaba ubicada en el Fundo El Granero, de propiedad de sus padres Don Enrique y Doña Alicia, descendientes de esforzados colonos Suizo-Franceses que llegaron a la zona a finales del siglo XIX, ahí también conocí a sus hermanos mayores Ricardo e Irma, el primero había dejado sus estudios para ayudar a su padre en las pesadas labores del campo, ella era una rubia crespita de ojos brillantes con una naricilla respingona, muy alegre y hermosa por decir lo menos y que por ese entonces estudiaba en el Colegio Santa Cruz, también estaba el personal que laboraba en ese predio agrícola, entre quienes recuerdo a Don Zacarías, un personaje bajito de largos mostachos amarillentos con un gran corazón y una hermosa familia compuesta por su esposa Doña Victoria y su hija Blanca muy alegre y trabajadora, todas personas de alma grande, cariñosas y afectuosas, de tal manera que cada vez que iba a ese hermoso lugar, me sentía como en mi propia casa.

En los tres años que duró ese segundo ciclo de humanidades, nuestra amistad se consolidó, compartimos nuestros sueños, fue un período lindo con innumerables anécdotas y recuerdos, son de esas etapas de la vida que te marcan, teníamos el mundo por delante, todo era risas y tallas.

Muchos veces salimos a cazar dentro del predio, con un gran lote de perros, que siempre estaban esperando ansiosos, para perseguir, ladrando desaforadamente, a cuanto bicho saliera corriendo o volando, estas jornadas se transformaban en paseos llenos de alegría. 

Para matar el hambre, llevábamos tiras de longanizas secas, botellas de chicha de manzana y tortillas, todo hecho en casa. Las conversaciones sentados en viejos troncos de pellines, giraban en torno a las hermosas chicas que nos gustaban, de las primas que vivían en los alrededores, de los disparos apuntados o errados, de los amigos lejanos y de nuestros sueños, todo esto mientras masticábamos los duros pero sabrosos embutidos y bebíamos largos sorbos de la espumante sidra. Mirado desde hoy, en que los años han hecho sus estragos, creo que la vida era simple y bella, dibujábamos el mundo con nuestros lápices de la juventud, todo de colores brillantes y transparentes, éramos sin dobleces, no usábamos la mentira  ni el engaño, fueron malas cosas que en el devenir del tiempo nos contaminaron, pero ahí, a la sombra de esos robles centenarios rodeados de quilas y maquis y los perros saltando como locos, todo era alegría y risas.

En la época que lo conocí, lo apodaban El Conejo Reuse, debido a que tenía una bonita sonrisa y cada vez que reía, mostraba dos blancas y largas piezas dentales, muy bien delineadas, que lo hicieron acreedor de este apodo y que a el para nada le incomodaba, tenía la cara alargada, gran estatura, caminaba con soltura, reía mucho y compartía todo.

Con el correr del tiempo, su vida se deslizó por una pendiente escabrosa, cuando terminó las Humanidades, viajó muy entusiasmado a Santiago, para estudiar mecánica y trabajar en lo que más le gustaba, los fierros. Durante su estadía en la capital, le fue muy bien en los estudios y en la reparación de automóviles y todo tipo de vehículos, pero desgraciadamente tuvo problemas de faldas que lo marcaron. Después de diez años volvió a su ciudad natal, con muchos conocimientos mecánicos pero también con penas en el corazón.

Instaló un taller mecánico en el campo de su papá y a lo largo de los años que siguieron, reparó con habilidad todo tipo de maquinaria, era muy bueno en lo que hacía, por tal razón nunca le faltaba la pega, pero también en ese extenso período, debido a la soledad y a que nunca se casó ni tuvo una relación estable, de a poco se habituó a las bebidas alcohólicas y en forma lamentable, las penas acumuladas y las francachelas en chincheles y cantinas de mala muerte, donde alcoholizados, vagos y bolseros, sin gastar un peso, tomaban a la par con mi amigo, inexorablemente lo empujaron hacia el abismo.

En el año 2003 ya jubilado del Banco del Estado, viajé al fundo El Granero, para visitar a mis recordados amigos, Ricardo seguía igual, un hombre bueno de adentro, alegre, cariñoso y que por esos tiempos ya tenía conformada una linda familia, compuesta por esposa e hija, incluso tengo fotografías de ese encuentro memorable, el Conejo no estaba bien, la vida disipada había hecho estragos en su cuerpo, pero su alegría, su risa y su espíritu se mantenían igual que cuando lo conocí en el colegio, hablamos latamente de mil cosas, recordamos el pasado hermoso, traté de darle algunos consejos, pero al parecer, a esas alturas, de nada sirvieron.

En el 2006, cuando se cumplían, exactamente cincuenta años de nuestro egreso de sexto de Humanidades, llamé por teléfono a Ricardo, para preguntarle por la familia y especialmente por mi amigo El Conejo, con voz dolida y temblorosa me señaló que el año anterior, se había suicidado disparándose con una vieja escopeta que había reparado específicamente para ese fin. Me contó que antes que esto sucediera, estaba muy deprimido por todo lo malo que le había pasado en la vida, me indicó que el y los familiares hicieron grandes esfuerzos para sacarlo de esa pesadilla, de ese hoyo profundo en que había caído, pero fue inútil, no se pudo.

Yo, a raíz de este trágico acontecimiento, me cuestioné el no haber hecho algo por mi amigo, pienso que debí haber viajado a visitarlo y hablado con el, nunca voy a saber si eso habría servido de ayuda para salvarlo, por otro lado, aunque no es justificación, en ningún momento tuve claro que estuviera tan mal como para ir a darle una mano.

Los años han corrido sin tregua y esos imborrables recuerdos de la primavera de la vida, vuelven a mi mente una y otra vez, así ellos tienen a cada instante más valor y de ninguna manera esa tardía tragedia que me partió el alma y ensombreció el atardecer de mis tiempos, puede cambiar ese pasado luminoso que compartí con mi querido amigo Eduardo.

Todos estos hechos y vivencias se han quedado en mi corazón, seguirán conmigo hasta el final, me arrepiento de cosas que hice y también de otras que no hice, pero ya no tienen vuelta, el pasado está sellado, solo puedo recordarlo y reconocer que puesto en la balanza de la  vida, lo vivido y hecho en esa etapa joven, fue como haber caminado un instante por el jardín del Edén.

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